Domingo, 14 de septiembre de 2014 | Hoy
Por Esther Cross
Los años no pasan para los libros de Bioy Casares. De La invención de Morel, Plan de evasión y Dormir al sol se dice que fueron proféticos pero el elogio, aunque cierto, no les hace justicia. La invención de Morel anticipó el holograma y la realidad virtual, Plan de evasión descubrió el poder bifronte de los neurotransmisores y Dormir al sol indaga quién es el receptor y quién es el invitado en un trasplante cerebral. Nadie podría subestimar la importancia de esas predicciones, pero el logro más importante y actual de Bioy Casares es su escritura, son sus libros.
El sueño de los héroes, por ejemplo, no le reclama nada a la ciencia, fue escrito hace sesenta años y sigue siendo un libro joven. Su fijación temporal, ya en la primera oración –“A lo largo de tres días y tres noches del carnaval de 1927...”,– no impone distancia, al contrario: viene tranquilo y firme hacia el presente desde que empieza y al terminar sigue con el lector, por sus efectos residuales. El protagonista se enfrenta al final, pelea traicionando a su enamorada con la deslealtad imperdonable de concentrarse en la pelea y pasa lo que iba a pasar, pero sorprende. En ese momento, tenga la edad que tenga, y por esa razón, el lector también es joven.
Cuando salió La aventura de un fotógrafo en La Plata, en 1985, Bioy Casares tenía setenta y un años. Había pasado mucho tiempo –y muchos libros– desde que había escrito El sueño de los héroes, pero no se había olvidado de cómo era ser joven. La voz de la experiencia se ponía tranquilamente en el lugar del inexperto; volvía en vivo y en directo, con la ventaja implícita de su literatura. Pero esa juventud no está solamente en la edad del personaje principal, su amigo y las hermanitas ambiguas que lo rodean. El libro moviliza enseguida al lector, que entra en la historia como si pudiera cambiar algo, con la inocencia de quien tiene toda una vida, es decir todo un libro, por delante.
En la época de La aventura de un fotógrafo en La Plata, Bioy Casares fue un par de veces al taller de Grillo Della Paolera. Respondía preguntas referidas a la escritura que patinaban hacia otras áreas porque, como dijo WH Auden, “los intereses profesionales de un escritor nunca son impersonales”. Contestaba de la misma manera en que escribía, sin perder el eje, como un espartano considerado del lenguaje. Buscaba una “agradable transparencia”. Dijo “yo no quiero escribir de modo ornamental” y contó que corregía mucho por sustracción, borrando agregados. Tenía “conciencia vívida de haber escrito con dificultad y torpeza” y su desbloqueo existencial llegó al avivarse de que “uno importa poco”. Al oírlo pensabas, enseguida, que al no sobrecargarse de importancia y exigencias lograba que su escritura tampoco fuera sobrecargada.
Bioy Casares escribía con esa “engañosa facilidad” que él mismo ponderó en otro escritor, concentrado en su visión, en esa realidad que quería contar. Claro que la originalidad de un escritor ya está en sus ojos, guiando la escritura, y la realidad que contaba tenía sus particularidades: “La realidad es fantástica en cualquier momento. En los sueños, en una enfermedad. O usted está caminando de noche por un corredor de su casa; la luz se apaga y usted de pronto está perdido. Ahí tiene un simulacro de algo fantástico”.
Lo contaba así, sorprendido, como diciendo miren, cuenten. La gran capacidad de asombro parecía la clave de sus libros, así como para otros escritores el origen está en la desesperación. Cada uno tiene, además, su idea propia de lo que es un libro.
En una de esas charlas de taller, Bioy Casares comentó la suya. “Un libro es una máquina hecha de papel impreso y de un lector”, dijo, es decir que es una máquina que se activa cada vez que entra en contacto con alguien y no una máquina programada para siempre y punto. La palabra máquina es engañosa porque es una máquina de Bioy Casares y entonces incluye sorpresas. La más notoria es una ausencia, la gran ausencia. ¿Dónde queda el escritor en esa máquina que no existiría sin él? Parece que una vez terminado el libro, el escritor no estuviera pero...
Bioy Casares: “A medida que uno vive, se afianza el mismo maniático, el mismo nimio personaje (...) La obra refuerza la identidad, la refleja, se parece inevitablemente al autor, porque el ego siempre está ahí”.
Así que no lo nombró en la fórmula porque su presencia era inevitable, evidente, y eso le parecía una desgracia. Bioy Casares escribía escapándose de eso, haciendo un arte de la timidez, enalteciéndola en una especie de maestría del no yo. “Empecé a escribir para lucirme y fracasé, hasta el día en que olvidé esas pretensiones.”
La ficción lo exponía, y el escritor apuntaba al imposible: desparecer por completo detrás de ese texto que, paradójicamente, lo mostraba.
“Wilde ha señalado que nunca una persona es menos sincera que al hablar en su nombre”, escribió Bioy Casares en un libro sobre libros que se llama La otra aventura, asestando una broma a los fanáticos de diarios y memorias.
¿Y sus memorias? ¿Y sus diarios?
¿Será cierto que “en el transcurso de un siglo las obras cambian de género”, como dijo? Si es cierto, ¿cómo van a cambiar las suyas? Le sorprendía que dijeran que La invención de Morel era una novela de ciencia ficción porque él ignoraba la existencia de la ciencia ficción cuando la escribía. Todo eso parece tan relativo. También es raro que se lo busque afuera de sus libros cuando sus libros siguen formando máquinas humanas y raras, llenas de noticias y sorpresas, con sus lectores.
En La otra aventura escribió una especie de legado informal: “...en definitiva el libro es siempre la posteridad del escritor. Perderse y perdurar en la obra, declarar, con su propio destino, todo lo que hay de triste, de bello, de terriblemente justo, en la creación, no me parece una estrecha inmortalidad...”
Y tenía razón.
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