Nacida en Argentina, donde pasó parte de su infancia, en La Plata, como hija de padres militantes en los ’70, Laura Alcoba reside hace treinta años en Francia, y su caso empieza a ser curioso: es reclamada como escritora nacional tanto aquí como en su país de residencia. Pero el nudo afectivo e histórico sigue siendo argentino. En su última novela, El azul de las abejas, que vino a presentar a la Argentina, donde se publicó por Edhasa, el punto de partida son las cartas que la hija y su padre preso, quien luego también se convertiría en escritor y traductor, intercambiaban bajo la vigilancia de la inteligencia militar. En esta entrevista, Laura Alcoba habla sobre las relaciones entre su vida y la ficción que armó en novelas que han llamado poderosamente la atención de crítica y público, como La casa de los conejos y Los pasajeros del Anna C., y que ahora cierra con este nuevo libro, consolidando un ciclo sobre la infancia y el exilio.
› Por Ana Wajszczjuk
“Escribo en francés, pero la Argentina es el nudo”, dice Laura Alcoba, sentada en el café de la librería porteña donde, recién llegada de París y ya a punto de partir nuevamente, vino a presentar su última novela, El azul de las abejas. Hay algo en la voz cantarina y delicada de esta escritora, en su acento ligeramente nasal, que no es de aquí pero tampoco es de allá: hay un leve dejo de ese lugar intermedio, del exilio que conllevó un nuevo arraigo, de la ausencia como una forma diferente de hacerse presente, de la inmersión en un idioma ajeno hasta hacerlo completamente propio del cual habla Le bleu des abeilles, tal el título original del libro, que se publicó en Francia hace un año en la prestigiosa colección Blanche de la editorial Gallimard (donde sus tres novelas anteriores también alimentan el catálogo) y que Edhasa edita ahora en la Argentina, al igual que el resto de sus libros.
Alcoba lo sabe: ella y su acento delator son un caso curioso dentro de la nueva generación de escritores argentinos que portan una obra ya consolidada. Apenas traducida del francés su primera novela, La casa de los conejos en 2008, sobre su infancia clandestina en La Plata como hija de dos militantes montoneros –a la que le siguió la exquisita Jardín blanco (2010) y más tarde Los pasajeros del Anna C. (2012)–, Alcoba se instaló de inmediato como una de las voces más renovadoras de su generación. Lo curioso es que en Francia, donde reside hace más de treinta años, le pasa lo mismo. Allí es reclamada como una “femme de lettres” y “traductora francesa de origen argentino”, según se lee en un click de Wikipedia. Le bleu des abeilles, incluso, ganó un premio de la Académie Française y en la reciente Feria de Frankfurt estuvo nominada en tres listas de literatura francesa. Es una escritora nacional aquí, es una escritora nacional allá: para Laura Alcoba, este vaivén entre dos mundos es su forma natural de transitar –al menos– por la literatura.
En El azul de las abejas, la infancia y el exilio –dos temas constantes en su obra– están fuertemente presentes, pero esta historia se lee, además, como una novela sobre la lengua, una declaración de amor al descubrimiento de la literatura y a esa voz a la cual la narradora niña quiere aferrarse con uñas y dientes desde su exilio en un suburbio parisiense, ese idioma al que le golpea la puerta una y otra vez hasta lograr entrar en él. “Tan pronto como me quedo sola, ante el espejo del baño, practico la pronunciación de las palabras más complicadas, ésas con muchas erres y vocales detrás de la nariz, y esas eses que chisporrotean entre dos vocales, haciendo cosquillas en todo el paladar... Hay que hacerles creer a los labios que uno dirá una cosa y de pronto decir otra. Es como hacerles trampa”, dice la protagonista.
Una historia que es, también, un pequeño tratado sobre la imposibilidad última de la traducción y una manera de poder ver, a través de la distancia que impone la lengua adquirida, la propia historia: “Hay un juego constante entre las dos lenguas y al mismo tiempo son dos terrenos diferentes”, dice Alcoba. Esa intimidad o complicidad con el francés es una vivencia argentina de ese idioma. Todo el juego con la “e” muda, por ejemplo: detrás de ese placer de jugar con una vocal que no se pronuncia está todo el silencio de La casa de los conejos. De repente algo que era muy pesado en esa novela se vuelve lúdico en ésta y se entiende con la trayectoria anterior de la narradora. Porque El azul de las abejas es también una suerte de cierre de esa trilogía centrada en la propia infancia (donde Los pasajeros... obra como precuela: la historia de sus jovencísimos padres entrenándose en la guerrilla cubana, que concluye con su propio nacimiento en ese país) como piedra de toque para crear –y recrear– literariamente un mundo, una época, una emoción. Si La casa de los conejos terminaba con la nena protagonista en el exilio, El azul de las abejas toma impulso un poco antes, en esa nena aplicada que estudia el idioma preparándose para un viaje que siempre está a punto de suceder pero que se alarga indefinidamente. Hasta que a principios de 1979 sucede, y una nueva vida empieza.
El registro infantil que Alcoba logra trasladar de un libro a otro es uno de los rasgos más brillantes de su escritura, que logra salir del testimonio para construir en la ficción un universal: en la llegada al suburbio del Blanc-Mesnil, en las experiencias escolares, en el epistolario que la protagonista construye para mantener el contacto con su padre y su familia en la Argentina, en ese padre ausente pero que la va adentrando en la literatura a través de las lecturas compartidas, en la carta semanal que la hija recibe en Francia y el padre en la cárcel de La Plata donde es un preso político, en los vestidos que van quedando chicos, en el grupito de enfants réfugiés donde encuentra a sus amigos, en la visita de otros militantes exiliados en Suecia, van enhebrándose postales, pequeños episodios que construyen una voz que se despega del punto de apoyo autobiográfico para construirse literariamente como una novela de formación bellamente escrita entre el pasado y el presente, con una emoción a flor de piel que se traspasa al lector como se traspasaba la letra en el papel delgado y quebradizo donde se escribían las cartas con destino internacional a principios de los años ochenta y que son centrales en esta historia.
En el libro contás que este texto de alguna manera nació de las cartas que vos intercambiabas con tu padre y que recién decidiste releer hace un par de años. ¿Siempre supiste que en ese material había algo sobre lo que querías escribir, o fue luego de leer esas cartas?
–Son esas cosas que sabés y no sabés. En mis diferentes mudanzas, siempre me trasladé con una caja donde sabía que había algo valioso, que una parte de mi infancia estaba ahí. Pero no la había abierto y no sabía muy bien qué hacer salvo que no la tenía que perder. La idea me vino después de una entrevista en Francia, donde me preguntaban de dónde venía mi interés, mi pasión por la literatura. Y yo dije: “Creo que tiene que ver con una correspondencia que tuve con mi padre cuando él estaba en la cárcel”. Y a los pocos días abrí la caja por primera vez.
¿Cómo fue esa relectura tantos años después?
–No había vuelto a leer esas cartas. Y al ritmo de una por semana durante dos años y medio... bueno, era muchísimo material. Entonces primero las fui poniendo en orden cronológico y después las leí durante dos o tres días seguidos, tomé notas, copié frases. Sólo tengo las cartas de mi padre, las que yo le envié a la cárcel se perdieron. Fue como un viaje en el tiempo muy fuerte. Después, desde esas impresiones de lectura que me parecía que significaban algo más allá de nuestra historia personal, empezó el libro.
¿Lo empezaste sabiendo que iba a ser una novela?
–Sí. El ingrediente es autobiográfico, pero el proyecto no lo es. Fui a buscar lo que me parecía significativo de ese momento: quería alejarlo de la relación a distancia. Quería escribir sobre cómo en torno de una ausencia puede avanzar o crecer un diálogo. Y lo que me había impactado mucho al leer las cartas de papá fue cómo en ese momento él había podido ser mi padre, y ser tan importante a pesar de que teníamos un diálogo restringido y de autocensura total.
En esa situación acotada, entre un padre en la cárcel que sólo puede recibir cartas en castellano y una hija de once años que tiene muy claras las reglas bajo las cuales puede mantener esa relación epistolar, nace algo que los salva a ambos: una relación literaria. Daniel Alcoba, el padre real de la escritora, es también un escritor y traductor que hoy reside en Barcelona y que empezó a escribir durante esos años de dictadura y cárcel. Ese padre-personaje le propone un pacto a la hija-narradora, una escapatoria a la censura y a la distancia: leer a dúo los mismos libros, ella en francés, él en castellano. “Me proponía lecturas delirantes”, recuerda Alcoba. Entre ellas, La vida de las abejas, de Maeterlinck, “un libro súper ambicioso, imposible de entender por una nena de diez años”, que inspira el título de la novela y empuja a la narradora a sumergirse en él aunque de todo el libro apenas entienda que el azul es el color que las abejas prefieren. “Dentro del desafío para mí de leer para cumplir, para mantener el diálogo, para sostener el vínculo, fue apareciendo de manera borrosa un espacio de intercambio. Creo que ése es el centro del libro: a pesar de que él estuviera preso y yo en una especie de ghetto en los suburbios de París, aparecía un campo, abejas, flores: charlas concretas y abstractas a la vez, un espacio mental donde estábamos juntos.”
Un “indio de ojos celestes”, robado por un malón cuando niño, vuelve años después a la casa paterna. No recuerda ni siquiera cómo hablar castellano, pero atraviesa el zaguán corriendo y saca de la campana de la cocina un cuchillito de mango de asta escondido en su niñez. “¿Conocés el cuento ‘El cautivo’, de Borges?”, pregunta Alcoba para ejemplificar ese reencuentro con las cartas paternas que fueron su cuchillito de mango de asta para ese ir y venir entre recuerdos que “toman el poder solos” y son parte del presente de la narración en su novela. “Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron”, escribe Borges en este cuento mínimo. Alcoba se reconoció en ese vértigo que no tiene que ver con recordar, y que también tuvo cuando escribió La casa de los conejos y volvió a la casa de la calle 30 en La Plata, donde había vivido de niña y donde fueron asesinados los compañeros de militancia de sus padres. “Cuando volví a esa casa no recordé sino que volví al pasado, de repente me movía en la casa como lo había hecho en los ’70, y todo había cambiado alrededor. Al leer las cartas de papá me pasó algo similar, me conecté con una materia viva, incluso con objetos, que venían del pasado y no había vuelto a ‘domesticar’ durante años. Esa mezcla de presente y pasado en la escritura entonces tiene que ver, de alguna manera, con ese viaje relámpago. De repente estoy en ese momento. Pero eso surge en la escritura. No es una construcción deliberada. Se va tejiendo así.”
¿Alguna vez dudaste de si los libros que componen esta suerte de trilogía tenían que ser construidos como ficción?
–No, ninguna duda. Porque para mí el testimonio encierra. De hecho, encontrar una voz que funcione, una narradora que funcione como personaje es una manera de abrir, de ofrecer el texto a más gente, de otro modo. Creo que fue lo que hizo que La casa de los conejos viajara tanto: se tradujo al inglés, al alemán, al serbio, al árabe, se está traduciendo al italiano. Cuando se arma algo como una ficción, el lector puede conectarse y apropiarse, hacerlo suyo. No es el caso del testimonio, que se encierra en el “yo” del que cuenta. Y además asumo el hecho de construir: con estos elementos, que son recuerdos, algunos los elijo y otros no. Sería como un Lego: tengo piezas que son retazos, flashes, y son auténticos. Pero elijo algunos para armar algo que pasa a ser una ficción, piezas que me parecieron significativas, que hablaban entre ellas, que armaban una historia. Sin ir más lejos, el hecho de crear una voz infantil me despega del testimonio.
En ese sentido, ¿cómo fue recibido en Francia, siendo que, de tus libros, es el que tiene a ese país más presente?
–Bueno, hay mucha inmigración, mucha gente que nada que ver con la Argentina pero que se encontraban en una experiencia común: una nena en situación de desarraigo, una nena con un padre lejos como tantas otras. Pienso en una carta muy linda que recibí de una mujer ucraniana que me explicaba por qué le había regalado el libro a su hija de doce o trece años que estaba viviendo algo similar en ese momento. La novela está hecha de una materia que es personal, argentina, pero al buscar una voz que hace al personaje se despega, se libera. Creo que por eso se lo puede apropiar otra gente. Es verdad que es un libro donde casi hay un personaje que es el idioma francés, pero de todas mis novelas fue la que tuvo la mejor recepción, y me sorprendió con una crítica muy favorable, estuvo entre los premios más prestigiosos.
El epígrafe de la novela es de Clarice Lispector y ahí también, además de otras citas a lo largo del trayecto de esta nena, hay una referencia al color azul como un color alrededor del cual giran muchos sentimientos...
–Sí. Cuando encontré lo de Maeterlinck en las cartas me pareció que resonaba algo ahí: azul el mar, azul la distancia, azul la nostalgia, azul la Argentina... no sé, gravitaban un montón de cosas alrededor de ese color.
Un color que vuelve a aparecer en la cita que cierra el libro, donde la protagonista alcanza un nuevo estado, se va “volviendo señorita”, entre otras cosas. ¿Sentís que ésta es una novela de formación?
–Sí, tiene que ver con la transformación física de ese momento tan particular en que te estás transformando sin mucha conciencia del cambio que estás teniendo. Y al mismo tiempo pasa de una ribera del océano a la otra, de un idioma al otro. Es un momento en que giran y cambian muchas cosas al mismo tiempo. Y finalmente del exilio a estar en un lugar, porque al final del libro se está plenamente en un lugar, se está plenamente en otro idioma. Y se pueden lograr cosas que antes eran imposibles, porque era como si los pies no pisaran el suelo.
Esa nena que está dejando de serlo, ese registro parece vital en tu escritura.
–Es que hay algo que se pierde cuando salís de la infancia, con la intelectualización de las situaciones. Eso de estar conectado con emociones que te suben y te envuelven completamente, y no tener las palabras para ponerlas a distancia, es una forma muy intensa de vivirlas y de estar dentro de ellas. Eso para mí es muy particular de la infancia, y es una intensidad que se va perdiendo. Me interesa trabajar la expresión de esa intensidad, lo estoy haciendo en la nueva novela que estoy escribiendo, que no tiene ya que ver con mi infancia en particular pero sí con ese momento de la vida.
¿Y cómo es tu relación hoy con el idioma francés, ahora que es “completamente tuyo”, como anhela la protagonista?
–Escribo en francés pero estoy constantemente en ese juego. Traduzco del castellano al francés, enseñé muchos años literatura española clásica. Y ahora como editora en Seuil me ocupo de lengua española, selecciono una serie de libros que se van a traducir, así que estoy constantemente entre los dos idiomas. Por otro lado, creo que el francés me ayudó a encontrar un lugar para volver a la Argentina. La casa de los conejos era una experiencia que estaba grabada en mí en castellano y que fui a buscar desde el francés y con el francés. Es difícil salir de un pacto de silencio. Tal vez se pueda salir por otro idioma. Es una puerta, una vía de escape. Ahora ese ir y venir es algo que me acompaña. Lo que no sé, eso sí, es si voy a lograr escribir algo donde la Argentina no esté presente.
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