Honda inmersión en lo más despojado de la escritura, Nudo de piedra plantea una escritura sin atenuantes: contar las batallas del amor, la locura y la muerte para dejar algún resto en la superficie del lenguaje.
› Por Laura Estrin
Nudo de piedra, un pequeño libro compacto, fuerte, doloroso, con mucho aire de profunda literatura, escribe de un tirón un pedazo de vida entera. Nudo de piedra, un título verdadero porque es cierto aquello de que las piedras recuerdan. Y quizá no haya muchas otras cosas que contar que las piedras de la vida, los amores, las batallas familiares, las pérdidas. Escribir de eso. Una literatura sin atenuantes, sin retorno. Y el amor en el medio, además. Una escritura que se abre a buscar, pero que muy precisa se cierra en el pudor necesario, hermético del mostrar una parte. Porque “en el afán de tocar todas las teclas –decía Zelarayán–, la canción se viene abajo”.
Un pequeño libro que dice lo que quiere decir, lo más difícil: “La posibilidad de error o decepción es menor que la posibilidad de muerte”.
Cosa cierta, terrible. Y más: “En su lugar, cada uno responde”. Sí. Por eso estamos solos. Sí. Porque cada uno responde en su lugar. Y esas valiosas y valerosas frases van entrecortando el relato. Un relato que puede funcionar o pensarse como una carta de suicida. Un libro de cosas contundentes, cráneo, amor, talismán, ausencia: las partes en que se divide. Un libro sin adjetivos o que sólo nos remite a una frase: “Dios mío, el horror”, como el verso que sacó Osvaldo Lamborghini de Roberto Raschella. Pero el relato sabe: “Esa cláusula no contempla el abandono, el abandono es soledad, distancia, amabilidad, demanda, contingencia...”.
Un libro que es una anotación propia. Un libro pedazo de vida. Y en ella no hay palabra más linda que “campanita” para el amor que ahí se recorta. Claro, en ese amor el hombre se vuelve mujer. ¿O al revés? Pero es lo mismo. Entonces el relato es una escritura difícil, cerrada. Una escritura cerradísima. Pero está la música que ella así trae. Y las frases hermosas: “Esa mujer, en una sala empañada de sueño...” y “Esas singularidades, distribuidas a lo largo de una recta perversa, morir, volverse loco, escribir” y la cita de Heráclito que nos dice a muchos: “A lo que nunca se oculta, ¿cómo podría escapar?”
Nudo de piedra sabe. Y lo dice: “Estoy pasando en limpio mundos iluminados”. Nudo de piedra es un libro triste. Pocos se atreven a estos libros. Algunos no los podemos refrenar. Afectos que afectan transpuestos en delicadas escenas rotas, pedazos de relatos, narraciones fragmentadas, sacudidas por un viento marítimo, excesivo y solo, recorridos por una mirada como hilo que se sostiene, aunque viva de cara al vacío.
En cuatro zonas, la pequeña novela abre, se disgrega y se conecta: parece que se leyera a sí misma. Se escucha un piano de fondo. Así como ciertas imágenes no tienen forma, Nudo de piedra es una bruma, un nocturno hijo de la noche que no tiene nombre, pero tampoco máscara. Una insistente, continua condición efímera, un rayo que cruza la oscuridad que ese alguien vive, una violencia que se deletrea como novela familiar, pero no siempre.
Nudo de piedra también es un viaje, cruzar un río, alcanzar la casa perdida y volverse, y refugiarse. Un movimiento que asusta, rapidez y desgano. Alguien muere, otro casi está muerto. ¿Y antes? Antes nada. Es cierto que se muere de nada. Pero antes que morir de nada, perder. Tampoco es un estado de ánimo, eso que puede medirse, desentendiéndose de la causa en el inmenso mar de la amnesia clara como el sol del mediodía que protege de la oscuridad, aunque lo más justo sería repugnar el menor asomo de apremio. Y el tumulto. Ese tiempo de locos es el del peligro. El tumulto, la mascarada, la felicidad. Pero la luz se corta, el peso del mar es enorme, queda respirar: ese silencio de la emergencia. Y es el silencio el que empuja la escritura, sin soltar un poco de risa, la lentitud del caminante algo, un poco, perdido. Así abre espacios para un mundo imposible. Y quizá pueda empezar de nuevo, obstinarse en perforar un límite que señala el fin o el principio. La pirueta, el aliento yonqui o la muerte como consejera.
Nudo de piedra parece escrita como un golpe, como un costurón: escribir rápido interrumpe la desconexión, la noche, el silencio, el desconocido que late adentro. El que habla, siente y anota es un desconocido, nunca un calculador. Y allí las mujeres enseñan la vanidad del heroísmo. Y todo el libro es entonces islas desproporcionadas de encuentros, pequeñas grandes contingencias, amor y apagón.
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