Durante los años que transcurrieron entre 1950 y 1960 hubo una revista que sin gestos ampulosos hacia afuera, como había sido típico de los movimientos de vanguardia locales, representó cabalmente la modernidad poética. Dirigida por Raúl Gustavo Aguirre, con la participación de Mario Trejo, Edgar Bayley y Rodolfo Alonso, Poesía Buenos Aires hizo un trabajo de difusión de autores de otras latitudes, como Pessoa, René Char o Wallace Stevens, y también cabe destacar que en sus páginas aparecerían los primeros poemas de Alejandra Pizarnik, Francisco Urondo y Leónidas Lamborghini. La Biblioteca Nacional publica en dos tomos la edición facsimilar de la revista, recuperando un material que circularía en forma esporádica y minoritaria, pero que aun así, con una impronta crítica y reflexiva, dejaría una marca perdurable en la poesía argentina.
› Por Daniel Freidemberg
Verano de 1956, número 21 de Poesía Buenos Aires. Raúl Gustavo Aguirre, el hombre al que debió sus diez años de existencia la revista, examina la etapa concluida unos meses antes en la Argentina, aunque ni Perón ni el peronismo ni el golpe de Estado del ’55 aparecen nombrados en el editorial. Se habla, en cambio, de “años de pesadilla”, en los que “en nuestra tierra proliferaban las más variadas especies del envilecimiento”, de “tiranía” y de un “tiempo de asfixia”, y se llama a “extender el diálogo sobre la tierra otra vez limpia”. “Limpieza” a la que Edgar Bayley, codirector de PBA con Aguirre en ese momento, prefiere ver como una libertad conquistada, en el artículo siguiente, no sin por eso dejar de avisar que “hay mucho que puede repetirse bajo otros nombres, bajo actitudes en apariencia opuestas”. Como confirmándolo, en el número 24 (primavera del ’56), una “Nota de la dirección” se refiere al necesario “proceso de renovación de las estructuras fundamentales de nuestro país”, y advierte que las “fuerzas interesadas en contener ese proceso (...) se proponen ahora reconquistar y asegurar posiciones, conservando las viejas estructuras económicas y las condiciones de dependencia con respecto al imperialismo”. Y en el número 25, la revista se solidariza con el poeta comunista Juan L. Ortiz al que la policía detuvo “por perturbador”. Son las únicas veces en que, en los treinta números que alcanzó a publicar, la realidad política argentina encontró lugar en PBA (la de América latina asomó en el número 16-17, de 1954, con un poema de Mario Trejo contra la invasión norteamericana a Guatemala).
De ahí seguramente que, en las “Palabras previas” para la edición facsimilar de la colección completa de Poesía Buenos Aires, Horacio González escriba: “Es como si no hubiera ocurrido, o hubiese ocurrido en cualquier lugar”, sorprendido ante una publicación que “goza de la dádiva de lo imperceptible para el trajín de la historia”. No es, por lo tanto, que a PBA el trajín de la historia le haya sido indiferente sino que es la historia específicamente política la que no tiene cómo percibir eso que a PBA le reclama una dedicación absorbente. ¿Qué sería? El “universo poético como un absoluto enigmático y sellado en sí mismo con lacre sagrado”, postula González. Podría haber mucho de hermético, sí, en ese vasto conjunto de poemas y prosas, al menos para quienes no consigan afrontar lo que tendría de enigmático, o no quieran, pero en todo caso es ahí, en su irreductibilidad, donde González encuentra “su verdadera y asombrosa fuerza: la que reina en su propia atmósfera vital, como flotando sin sostenes de tiempo y espacio, con su ensimismamiento etéreo”.
Si “ensimismamiento” alude al derecho que PBA se dio de empecinarse en la poesía como quien se entrega a una causa política o religiosa, es cierto: para Aguirre, y para otros integrantes del grupo, era una causa a la que bien podía dedicársele la vida, entre otras cosas porque, haciendo suya la fórmula de Tristan Tzara, a la poesía la entendían no como literatura sino como “una manera de vivir”. Y en cuanto a la ausencia de “sostenes de tiempo y espacio”, es un hecho que, aunque estaban profunda y conscientemente situados en Buenos Aires y en la década de los ’50, no sólo las cuestiones que más desvelaban a los integrantes de PBA no eran las que se supone “de interés público” sino que su objetivo era preservarlas de “la realidad”, tal como el consenso social entiende a esa palabra. No se resume en los rótulos “peronismo”, “Revolución Libertadora” o “gobierno de Frondizi” la realidad a la que PBA se enfrentó sino en nociones como “mundo actual” o “civilización contemporánea”.
¿No era PBA, sin embargo, y lo proclamaba, un movimiento de vanguardia? ¿No se autodefinió “poetas del espíritu nuevo”? Al describir una actitud común a los “poetas del espíritu nuevo”, en el número 13-14, la revista anuncia “la abierta rebelión contra los supuestos formales de la poesía, contra las maneras tenidas por prestigiosas, contra las convenciones literarias. Esta actitud se manifiesta, ya sea en una revisión de las tradiciones que atañen al lenguaje poético, ya sea –en un sentido más profundo– en una rigurosa crítica de la función del poeta en este mundo”. ¿No hay una contradicción con ese llevarse mal con “la civilización contemporánea”? No tanto: algo de conservador tuvieron muchas veces las vanguardias, no siempre sin saberlo. El porvenir de la poesía moderna –dice un ensayo de Roger Mounier en el número 30– “no está ante ella sino más acá, en el origen que la funda. Es un futuro anterior”. Así se entiende que, junto a poetas por ese entonces actualísimos, como René Char, Dylan Thomas, Henri Michaux, e.e. cummings, Jacques Prevert, Giusseppe Ungaretti o Francis Ponge, PBA incluyera poemas de Catulo, Keats, Heráclito de Efeso, Emily Dickinson o un anónimo español del siglo XV. Nacidas en contra de las sociedades que les tocaron, suele latir en el origen de las vanguardias una necesidad de resguardar lo que la época no admite, o de hacer que se manifieste lo que la visión de la época oculta o sofoca.
La poesía, precisamente, era lo que había que preservar, o lo que PBA entendía como “poesía”: la poesía moderna, como se dio en llamar la tradición iniciada por Baudelaire y Rimbaud. Ni entretenimiento ni instrumento para enseñar o convencer sino otro modo de relacionarse con las palabras y el mundo. Rebelión de los sentidos, o, visto desde otro ángulo, una liberación: dar lugar a las potencias humanas que el consenso social y cultural ignora o anula, buscar los modos para que la escritura se haga cargo de lo que no tiene cómo ser dicho a través de los lenguajes en uso. Contrarios al mercado –el mercado económico y el mercado como patrón de relaciones sociales–, Aguirre y sus compañeros buscaron dejar abierto un espacio autónomo donde la poesía moderna fuera posible, pero también algo más: como corresponde a una vanguardia, la intención de instalar algo es inocultable para quien recorra las 557 páginas de la edición facsimilar (216 el primer volumen y 341 el segundo). Salta a la vista en los abundantes escritos sobre poesía, pero también en algunos poemas, sobre todo los que responden a una cierta “poética de PBA”, que en la revista se fue conformando, basada en el invencionismo de los años ’40, pero más abierta a posibilidades que el extremismo hipermaterialista del invencionismo original vedaba: los poemas de Aguirre, desde ya, y los de Rodolfo Alonso (el integrante más joven del grupo y, seguramente, el que más supo sostener su legado) y los de los cuatro poetas que en distintos momentos compartieron la dirección con Aguirre, entre los cuales Edgar Bayley se destacó no sólo por sus aportes poéticos y teóricos sino porque, de haber estado en el núcleo mismo de la vanguardia invencionista, pasó a ser una presencia fundamental en PBA, casi tan decisiva como la de Aguirre, en cierto modo como su contrapeso o su complemento necesario.
En un ensayo en el número 24, Jean Cassou afirma que la naturaleza profunda de la actividad artística “es la de tender a una superación” e “ir más allá de las condiciones impuestas o simplemente dadas”. En busca de “una afirmación de lo humano”, ese arte “manifiesta su independencia de las utilizaciones prácticas a las cuales la sociedad quiere constreñirlo”, y para eso necesita encontrar “un lenguaje diferente de aquel de la convención oficial”, que le permita establecer “comunicaciones más intensas e intercambios más nuevos y enriquecedores”. Aplicada a la poesía, ésa era la visión que PBA procuró instalar, y lo consiguió. “Se cambiaron los modos de escribir y de vivir la poesía en la Argentina”, como anota Rodolfo Alonso en el prólogo a la edición facsimilar. Pese a su enfatizada intención de “no devenir institución”, Poesía Buenos Aires quedó en la historia de la literatura argentina como una referencia fundamental, un hito que marca un antes y un después, hasta para los que, sobre todo a partir de los años ’80, se dedicaron a cuestionarla. Y no es poca cosa que ese cambio lo produjera una revista prácticamente artesanal, que no pasó de cuatro u ocho páginas por número en algunos momentos y que nunca tiró más de quinientos ejemplares.
Aunque lo hiciera con afirmaciones que hoy suscitan una sonrisa compasiva (“queremos una humanidad a la altura de la poesía”, escribió uno de los codirectores, Nicolás Espiro, y otro, Jorge Enrique Móbili, “la poesía es ahora la cordialidad permanente de la inteligencia y el soporte más grande de las únicas y verdaderas acciones humanas”), hay acuerdo en que, prolongando y reformulando la brecha abierta por surrealistas e invencionistas, PBA sacó a la poesía argentina del compartimento inocuo en el que descansaba desde la década del ’30. En esa condición, la del movimiento que instaló definitivamente la modernidad poética en la Argentina, PBA llegó a ser algo así como un relato de familia en el ambiente poético: era la revista donde aparecieron algunos de los primeros poemas que publicaron Francisco Urondo, Alejandra Pizarnik y Leónidas Lamborghini, y gracias a la cual los argentinos conocieron a Wallace Stevens, Fernando Pessoa, Eugenio Montale, Cesare Pavese, Carlos Drummond de Andrade y –muy especialmente– René Char, la que rescató a Vallejo y a Juan L. Ortiz, y permitió a Girondo volver a ser vanguardia; pero todo eso se sabía porque fue leído en tal o cual historia de la literatura argentina, o en algún artículo, o en compilaciones: casi nadie que hoy tenga menos de ochenta años tuvo en sus manos un ejemplar de la revista, y menos aun pudo leerla completa. Esa es la experiencia que, al incluir la edición facsimilar en su colección Reediciones & Antologías, hizo posible la Biblioteca Nacional, y es una gran experiencia, o puede serlo. No es lo mismo contar con la información y los materiales que teníamos hasta ahora, que seguir desde el primer número hasta el último la aventura llevada a cabo por Aguirre y su grupo.
Son dos volúmenes (del número 1 al 19-20 y del 21 al 30), de muy dispares formatos, correspondientes a los de la revista en sus dos etapas: 1950–1955 (25 centímetros por 35) y 1956-1960 (12,5 por 19,5). Además de apreciar la diagramación y la tipografía –un placer de por sí–, lo que uno va a encontrar son poemas, textos críticos o de intención teórica y una amplia zona que participa de ambas condiciones, compuesta de apuntes aforísticos, sobre todo de Aguirre y de Char. No faltan, por supuesto, entre los poemas, los que apenas podemos leer como curiosidad o material de investigación, pero también están los de Mario Trejo, Francisco Madariaga y Alberto Vanasco, entre muchos otros a los que su visible pertenencia a un momento de la poesía no les impide estar siempre empezando a hablar. “Abandonar la métrica y la rima, la ilación gramatical y sintáctica, y renunciar a transmitir algún mensaje más o menos explícito”, sintetiza el prólogo de Alonso para describir la poesía que predominó en PBA, que en general es una poesía afirmativa, con cierta vocación visionaria, sostenida en imágenes fuertes y sorprendentes. Ni Lamborghini ni Wallace Stevens ni Pessoa entran cómodos en esta propuesta, ni Drummond de Andrade ni Pavese ni Michaux, porque lo importante no era sostener una poética sino a la poesía moderna en general. Claro que en estrecha interdependencia con el otro propósito de la revista, llevar adelante una causa, particularmente evidente en las numerosas prosas dedicadas a pensar la poesía o exaltarla.
Es cierto que hace bastante ruido hoy cierta fe desmedida y voluntarista en el rol de la poesía y más aún en la figura del poeta, entendido no como escritor de poemas sino como alguien que se hace cargo de una misión trascendente, con algo de militancia y de apostolado. Y que PBA expresó aspiraciones que ya nadie puede sostener seriamente, al hablar de un lenguaje capaz de ser “eficaz instrumento de comunicación humana” y del poema como un “objeto útil a las relaciones del ser humano con sus semejantes”: algo propio de las vanguardias, sean artísticas o políticas, es la dificultad para distinguir entre la realidad y los deseos, y, casi como su corolario, la confianza en la marcha hacia un venturoso futuro de armonía, reencuentro y plenitud.
Pero en el material reflexivo de Poesía Buenos Aires hay mucho más que ingenuidad y ambición redentora, porque, aun cuando no haya casi prestado atención a las cuestiones relativas al trabajo con la materia verbal o a la elaboración del poema, solamente de una enorme cantidad de búsquedas intensas, sostenidas y audaces, surgidas de necesidades que reclamaban respuesta, podrían haber surgido elaboraciones como las que se van sucediendo a lo largo de sus treinta números, de los integrantes de la revista pero también, entre otros, de Wilhelm Worringer, Pierre Reverdy, Herbert Read, Maurice Blanchot, Pedro Salinas, Karl Jaspers, Johannes Pfeiffer y, muy especialmente, René Char y René Menard. Y también porque, más allá de las declaraciones, queda a la vista que los poetas de PBA apenas intuyeron qué era eso que buscaban, sin poder definirlo –de ahí la insistencia–, y es Aguirre quien lo dice en el número 25: “Ninguna fórmula, ninguna receta, en conclusión, queda de todos estos años. Una vez más hay que decirlo: no sabemos qué es la poesía, y, mucho menos, cómo se hace un poema”. Claro que lo dice a siete años del comienzo: algo que también permite comprobar la edición facsimilar es cómo, sobre todo a partir de la segunda etapa, una actitud menos idealista y más reflexiva se va afianzando, ya anticipada, por otra parte, desde los primeros números, por los medulosos ensayos de Bayley.
La magnitud de la tentativa es extraordinaria, podrá decir, probablemente, quien lea ese medio millar de páginas, con sus desniveles y contradicciones, sus zonas de mayor o menor densidad. Lleno de desafíos, sorpresas, rincones donde detenerse, y también de esa fuerza y esa vitalidad que asombraron a González, hay un trabajo de pensamiento y de creación descomunal, que puesto ante los ojos de un lector actual implica un reto: aunque estén lejos de ser éstos los temas que más se plantean quienes se ocupan de la poesía en la Argentina (y no solamente en la Argentina), ¿seguro que se extinguieron las cuestiones que en los ’50 inquietaron a tantos poetas y pensadores de la poesía? La respuesta, muy probablemente, es “no”, si a lo que uno aspira no es a satisfacer tal o cual expectativa previa. Sin aceptar, por supuesto, lo que ya no tiene cómo sostenerse –así como a muchos nos resulta insostenible la posición de PBA ante el peronismo–, lo seguro es que quien se interne en esta maraña de letras va a tener ante sí la perspectiva de un trabajo exigente, complejo, de largo alcance, y probablemente la de una experiencia profunda y hasta conmovedora, como no pocas veces ocurre cuando se retoma lo que había sido confinado en los anaqueles de lo vetusto para ver si alguna materia viva late ahí, esperando el momento de ser interrogada.
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