La increíblemente prolífica Joyce Carol Oates acaba de publicar Carthage, su nueva novela, la historia de una adolescente que desaparece y de su supuesto asesino, un ex combatiente de Vietnam. En una trama de ribetes shakespereanos, con una escritura fluida y técnicamente vertiginosa, Oates presenta una tragedia familiar que vuelve una y otra vez sobre sus obsesiones.
› Por Rodrigo Fresán
Siguen sin darle el Nobel, pero ella como si nada. Porque lo que en realidad parece interesarle a Joyce Carol Oates (Lockport, NY, 1938) es romper todos los records del Libro Guinness a la hora de quien escribe más rápido y publica más seguido. Semejante ambición, claro, ha derivado en una carrera donde se demuestra gran resistencia física, pero en ocasiones los resultados son irregulares y hasta un poco tramposos. Lo que no resta mérito a esta centrífuga fuerza de la naturaleza que –con aires de lánguida doncella victoriana, constancia de conejito Duracell y voracidad de tiburón que nada entre sueños– sigue en un camino que, en su longitud, bien puede dividirse en cuatro grandes tramos excluyendo seudónimos varios, ensayos y memorias y diarios, poemas, obras de teatro y ficcionales para niños y adolescentes.
A saber: sus recopilaciones de relatos en más de una ocasión antológicos y casi siempre oscilando entre la locura amorosa y la compulsión criminal (Infiel es el último de ellos editado entre nosotros, pero claro que puedo haberme perdido algo); sus novelas-voz (como Zombi o Blonde o Agua negra o Puro fuego o Middle Age); sus novelones gótico-posmodernos (donde, a mi juicio, se encuentra lo más interesante y arriesgado de su producción, como Bellefleur, Las hermanas Zinn o la reciente y vampírica The Accursed). Y, cada vez más seguido, las sagas familiares modelo pueblo chico/infierno grande (para Oates nuestro planeta no se llama Tierra sino Peyton Place) en los que las mujeres suelen pasarla muy pero muy mal. Y allí se encuentran grandes logros como Qué fue de los Mulvaney, Niágara, Ave del paraíso, La hija del sepulturero y Hermana mía, mi amor, donde parecen confluir todas las anteriores obsesiones y modalidades de la Oates cuya influencia puede detectarse sin esfuerzo en serpenteantes hitos y culebrones hits como las recientes Perdida de Gillian Flynn o El jilguero de Donna Tartt.
A todas ellas se suma –y sigue– Carthage, a la que puede considerarse de lo mejor que ha producido en los últimos tiempos, teniendo en cuenta que los últimos tiempos a la hora de Oates equivalen a la semana pasada de cualquiera de sus colegas. Y aquí, también, nada nuevo y la insistencia en uno de sus motivos característicos: de pronto, alguien desaparece.
Y para que eso ocurra, lo que reaparece aquí es la historia de una familia y dos tragedias: un combatiente que regresa de Irak con el cuerpo y el alma hecho pedazos (campo de batalla que ya marcaba a fuego a otra no muy lejana novela de Oates: Mujer de barro) y una joven brillante pero poco sociable que se esfuma sin dejar rastro. La adolescente se llama Cressida Mayfield y su padre se llama Zeno y es el abogado y caudillo político del lugar (sí, tragedia greco-shakespearena en marcha; Oates nunca es muy sutil cuando se trata de definir su intenciones, por otra parte transparentes). Y el soldado se llama Brett Kincaid (y es, además, el ex prometido de la hermosa y popular y más bien tonta Juliet, hermana mayor de Cressida). Y pronto confiesa haber asesinado a la chica. Pero, ¿dice Brett la verdad o alucina o es víctima de la culpa por haber estado involucrado en la violación de una muchacha iraquí en el frente de batalla? ¿Cressida está muerta o viva, se fue o se la llevaron? Cualquier otro dato o avance de la trama sería una falta de respeto a la autora y a los posibles lectores de Carthage. Alcance con afirmar que –a diferencia de lo que postulaba aquí mismo, hace unos días, en cuanto a la imposibilidad de serializar lo nuevo de Thomas Pynchon– lo ya no nuevo de Oates se lee, luego de un inicio lento, a toda marcha, como si se viesen las páginas como pantalla marca HBO. Y esto último, en este caso, es un elogio. Porque la fluidez de Carthage no está reñida con cierto montaje complejo y vertiginoso y neo-televisivo –flashbacks, cambiante punto de vista, contramarchas, inesperados y largos saltos temporales hacia adelante y falsas pistas y sorpresas de esas que de verdad sorprenden– y que, lejos de parecer artificial o artificioso, acercan todo el asunto a la respiración y el pulso de la vida real.
Lo que no quita, por supuesto, la reincidencia en muchos de los defectos de Oates, que a esta altura ya casi pueden entenderse como las virtudes de un avasallante estilo: cierta propensión a la gradilocuencia operística, más de un símil modelo lugar común, giros un tanto torpes que pueden perdonarse por acaso dostoievskianos, y una fervorosa compulsión por subrayar los picos melodramáticos que la acercan, por momentos, a los films de Douglas Sirk y a los de uno de sus discípulos más aventajados: el Pedro Almodóvar “serio”. Pero por encima de todo esto se eleva su marca registrada y uno de sus rasgos más admirables a la vez que “divertidos” y tantas veces señalados: el modo en que Oates no duda en detestar y despreciar a sus criaturas mientras las hace caer y levantarse, como la más sádica de las titiriteras. Y su instrumento –una vez más, nadie hace “hablar” a las mujercitas fatales como Oates– es la formidable voz de Cressida: afilada como una navaja y feroz como una loba.
Así, hasta llegar a lo que tal vez sea lo más cercano a un final feliz en lo que a Oates es capaz de darnos. Pero también –y no es casual el leitmotiv visual de los dibujos à la M. C. Escher que imita Cressida– es un final circular.
Y ya se sabe: lo que tiene círculos no es el paraíso sino el infierno.
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