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Domingo, 11 de enero de 2015

AMORES PERROS

Autor de ensayos y novelas, el cuento aparece en el horizonte de la obra de José Pablo Feinmann como una novedosa curiosidad: Bongo reúne unos treinta y tres relatos, entre cuentos y nouvelles, de carácter heterogéneo. Son lanzados, actuales, plagados de guiños a la filosofía, los medios y la literatura, son textos emotivos y humorísticos, muchos de ellos convocados alrededor de la figura de un perro, cuyo nombre se cita en el título, que marcó la infancia del escritor. Un regreso al paraíso perdido marcado por el infierno de la vida con los pies sobre la tierra: una colección de cuentos de amor, de locura y muerte.

 Por Juan Pablo Bertazza

El cuento no es, a priori, un género afín a José Pablo Feinmann. No suele estar a la cabeza del universo filosófico, literario y cultural que despliega en múltiples frentes: los libros, los programas de filosofía en canal Encuentro y las contratapas en este diario. Además, los pocos relatos de su autoría que, hasta ahora, conocíamos estaban más bien al servicio de otros géneros, como si tuvieran una existencia dependiente, satélite y relativa. Tampoco hay mucho en común entre lo que suele ser la brevedad del cuento y las siempre extensas obras del filósofo, novelista, periodista, guionista, conductor de televisión ¡y cuentista!

Sin embargo, a punto de que culminara el 2014, se metieron por la ventana de las librerías treinta y tres relatos de su autoría. Y la verdad es que Bongo. Infancia en Belgrano R y otros cuentos y nouvelles es un libro que, de hecho, disimula muy bien las diferencias que Feinmann pueda llegar a tener con el género: hay relatos extraordinarios como “Aníbal Torres y su bandoneón regresan de la muerte”, un cuento con comienzo costumbrista y vuelta de tuerca vampírica que salió en una antología de terror. “Después de decir que eran todos buenos, la prologuista destacaba que la mayoría de esos cuentos no terminaran de manera sorpresiva con los dientes de un vampiro, con lo cual hacía que todo Poe quedara nulo”, dice sin olvidar Feinmann.

También sobresalen “Dieguito” (“salió en una antología de fútbol pero tenía sólo tres páginas y ahora treinta” explica), “Madre y esposa ejemplar” (“me acuerdo de que se lo leí a unos amigos en un restaurante y quedaron todos aplastados”) y “Grandeza y decadencia de Roque, el pizzero” (“surgió de dos sketches de un programa que tuvimos con Gerardo Romano en los noventa, en Canal 9, que duró un mes, pero todo el final es nuevo”).

¿De dónde salieron todos los demás cuentos?

–Jajajá, de mi computadora, donde tengo muchos secretos todavía. “El viaje a la luna no ha tenido lugar” es una versión del cuento que incluí en Filosofía política del poder mediático, y “Perón muere” apareció en Peronismo. Cuando escribía los fascículos, que llegaron a ciento treinta, me dije que estaba escribiendo mi Facundo, por eso le puse Peronismo. Todo escritor argentino busca escribir su Facundo, y yo soy un escritor muy ambicioso, más allá de que las ambiciones de un escritor de un mundo subalterno o periférico son muy limitadas. Esos cuentos eran locuras que ponía en mis ensayos para que consideraran que son literatura –explica José Pablo Feinmann desde su cuarto de trabajo, y pasa en una sola frase de la alegría a la tristeza, del optimismo a la resignación, de la paz a la vehemencia, algo muy usual en estos relatos de Bongo, que es, sobre todo, un libro complejo, incómodo y multianímico.

Un claro ejemplo de esa montaña rusa emocional es “Perón muere”, en el que el protagonista intenta exorcizar la angustia por la inminente muerte de Perón, y todo lo que va a venir después –que va a ser mucho peor–, tratando de levantarse a Rosa Ferrero, decana de Sociología en la Universidad de Córdoba que lo invita a dar una conferencia y lo saluda siempre con un beso cerca de la comisura de la boca, porque “disfruta calentando a los pobres giles para los que, sabe, ella es imposible”.

Aunque son muy distintos, ese levante en medio del clima lúgubre recuerda al cuento de David Viñas “La señora muerta”.

–Sí, en eso se parecen, aunque son personajes muy distintos, y éste es básicamente un cuento de respeto. Viñas era muy contrera, tanto que se le iba la mano. Escribió cosas sobre peronismo muy irrescatables, salvo como obras maestras antiperonistas de la Revolución Libertadora, como por ejemplo el guión de la película El jefe. Lo que escribo en mi cuento lo viví, me pasó a mí. Todos ya habían escrito sobre la muerte de Perón, entonces quise contar lo que me pasó a mí con todo eso.

Todo eso es una mínima parte de lo que trae Bongo, un libro enorme en el que conviven relatos densos y difíciles de digerir, como los ya mencionados “Dieguito” o “Grandeza y decadencia de Roque, el pizzero”, con otros luminosos como los de la saga de Bongo, que da título al libro, una serie de relatos que, más que protagonizados, parecen directamente ladrados por ese perro de raza indefinida que acompañaba cada uno de sus veraneos en San Clemente y sus primeros años en el barrio de Belgrano.

Bongo es, después de todo, un campo de batalla donde se miden y confrontan, quizá, varios escritores, varias estéticas y concepciones del cuento: “Todo relato requiere, al menos, una idea rectora, está el cuento que describe una situación y el cuento hermético que se escribe siguiendo la musicalidad de las palabras, como la poesía. Mis cuentos en general empiezan, se desarrollan y terminan, todos cierran y, casi todos, sorpresivamente. Me gusta que sigan las reglas de Poe. También me parecen importantes los comienzos; para empezar estos cuentos tuve en cuenta una frase de Samuel Goldwyn: Quiero una película que empiece con un terremoto y vaya llegando a un clímax”.

Para usar una analogía bestiaria y bestial, casi todos los cuentos de José Pablo Feinmann empiezan con el rugido del león de la Metro-Goldwyn-Mayer y terminan con un cuervo ingresando por una ventana. Tienen, sí, mucho de Poe y de sus epígonos más brillantes: Guy de Maupassant y Horacio Quiroga.

Porque los de Feinmann son, básicamente, cuentos que hablan de amor, de locura y de muerte.

DE AMOR

Aunque con su nombre y su pose de príncipe bastardo copó título y tapa del libro, José Pablo Feinmann lamenta que los relatos de Bongo no hayan salido en una edición aparte, autónoma, y la verdad que razones no le faltan: en los cuentos de Bongo radica la mayor novedad que ofrece este libro sobre Feinmann escritor, una literatura potente y tierna, llena de amor a su perro pero también a la infancia que es, se sabe, uno de los máximos tesoros con los que cuenta un escritor. Bongo no es sólo un perro, es también paraíso perdido, la literatura antes de ser escrita. Por eso, mientras todas las acciones se nombran en pasado, Bongo siempre se conjuga en presente: “Bongo es expresivo, Bongo sufre, Bongo es alegre, Bongo es bravo, Bongo te muestra los dientes y te fruncís del julepe. Pero sobre todo –y no lo olviden– Bongo piensa”.

¿Cómo llegaste a Bongo o, mejor dicho, cómo llegó Bongo al libro?

–Esos cuentos marcan el quiebre del libro, el personaje de Bongo nace en una contratapa de Página/12: hubo un día en que no quise escribir de política y entonces me puse a recordar cómo eran nuestros veranos en San Clemente, esos veraneos eran hermosos porque estábamos todos vivos y sanos. Estaba hasta el Bongo, nadábamos, jugábamos a la pelota, cabalgábamos. Bongo siempre iba con nosotros, Bongo era feliz, Bongo era nuestro compañero. Aunque el que más lo quiso fue mi viejo, que incluso lo bañaba, y no te imaginás lo que eran esos baños, Bongo se sacudía y nos mojaba a todos.

Más allá de lo que significa cada uno de esos cuentos que se centran (o, a veces, cuentan al pasar) diferentes episodios de su perro de la infancia –su relación con el mar, con los adultos, con los chicos, con la libertad y también con su propia muerte– la estructura misma de Bongo es muy literaria. Tanto el primer relato como el último de la serie no incluyen explícitamente al perro en cuestión: “Sherad” (el primero) es una historia de piratas y bucaneros que transcurre en Cartagena y “Sus dos deberes” (el último), un elaborado y complejo relato de cowboys. Ambas historias construyen algo así como el marco donde trascurrirán las aventuras de Bongo. El recurso, similar a la nubecita con que en los dibujitos animados o los comics se introduce algún flashback o viaje en el tiempo, es eficaz porque esos dos relatos que, a su vez, son mencionados y aludidos en los cuentos de Bongo, Feinmann los empezó a crear precisamente en su infancia y forman parte de esos primeros ejercicios literarios que el escritor se arrepiente de haber tirado alguna vez. “Esos son los cuentos que tuve que escribir de nuevo, es cierto que los escribí de muy chico, pero es obvio que esos relatos que figuran en el libro no pueden haber sido escritos por un chico de diez años”, confirma, aunque preservando algo de misterio.

Por otro lado, y en defensa de la inclusión de la serie de cuentos de Bongo en el volumen completo de relatos de Feinmann, hay que decir que también establecen algunas conexiones interesantes con otros cuentos del libro. Como si los ladridos de Bongo tuvieran un inesperado eco en otras historias que no protagoniza, como si su espíritu libre trascendiera los límites de sus propios relatos para mear, correr y marcar territorio en zonas literarias ajenas. Eso es lo que sucede, por ejemplo, con “Dios es ateo”, relato en el que un ministro de Justicia decide rezar ante la delicada operación que va a atravesar su hijo, y se encuentra con un dios débil, derrotado y sin energías, que contrasta con la resolución y el aire triunfal del médico cirujano. El miedo reconcentrado de ese padre es la contracara del amplísimo horizonte que proponen los cuentos de Bongo, cuando todos los días estaban por delante y, como dice el propio Feinmann, no faltaba nadie.

¿Cómo se hace para convivir con las ausencias?

–Llega un momento en el que quedás huérfano de una familia. Desgraciadamente, yo no sé rezar. Algunos me van a tomar por loco pero te lo voy a contar igual: hay noches, cuando termino tarde y María Julia se tiene que levantar temprano, que duermo acá, en esta pieza, y en el silencio, en la oscuridad, voy diciendo en voz alta “papá”, “mamá”, “Enrique”, que es el nombre de mi hermano. A veces me duermo y a veces no porque el bocho no para nunca. Nombrarlos me hace bien pero también me asusta, porque es invocar sombras entre sombras, indagar dónde están, dónde se fueron, si saben de mí, y eso que no soy un tipo de fe o al menos eso digo. De todas formas creer en Dios y leer los diarios es un oxímoron.

DE LOCURA

En La astucia de la razón, una sus más celebradas novelas, José Pablo Feinmann plasmaba a partir de una escritura sinuosa, laberíntica, la neurosis del protagonista Pablo Epstein en el peor momento de su vida. Es probable que algo de ese registro obsesivo compulsivo tal vez se haya extendido a muchas de sus novelas: un predominio claro de la razón que, a lo sumo, se nubla con las nubes de la neurosis pero siempre se mantiene a flote. En los cuentos, en cambio, lo que parece haber es psicosis –y no sólo por la película de Hitchcock que Feinmann retoma en el cuento “El grito de Janet”– sino porque muchos de éstos emprenden la utopía de darle voz a la locura.

El ejemplo más claro de eso es, otra vez, “Dieguito”, la historia de un chico inteligente y solitario que presencia el terrible accidente ferroviario que sufre su ídolo Diego Armando Maradona. Dieguito va cayendo en una irremediable locura que la escritura del cuento retrata, por ejemplo, a partir de un verdadero tabú, el uso del gerundio, que repercutirá en el redondísimo final del relato: “El estudio intensivo del gerundio –explica la maestra– suele adherirse al habla de ciertos alumnos muy permeables a la enseñanza. Esa permeabilidad hizo de Dieguito, hasta hoy, un muy buen alumno. Ahora le juega una mala pasada. Le gusta hablar gerundiando. Se siente un ser superior. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que Dieguito, ahora, es, todo él, un gerundio”. Otra vuelta interesante, típica de Feinmann, es que dentro de Dieguito aparece otro cuento incrustado que relata uno de los personajes, y que corresponde nada menos que a Robert Bloch, el escritor de Psicosis.

“Yo le hago caso a mi pluma, cuando empiezo algo estoy constantemente pensando en eso, soy un apartado. Yo quería un libro de cuentos más o menos como éste, estoy muy contento, aunque arreglaría “La última invasión de Buenos Aires”, dice autocrítico Feinmann acerca de una Buenos Aires reaccionariamente apocalíptica y desintegrada en la que se aprueba la Ley Giménez (“el que mata, debe morir”) y la brecha entre pobres y ricos resulta ya irreversible. Es cierto que la acumulación de nombres propios apenas disimulados de la actualidad (Chiechi Gelberg, Ceci Giménez, Martha Lestrand y, el peor de todos, León Aguininsky) efectivamente le absorbe al relato fuerza literaria. Además de hacernos recordar las últimas apariciones televisivas y escritas de José Pablo Feinmann criticando la culocracia de Showmatch luego de que la Legislatura porteña decidiera destacar al conductor como personalidad de la cultura, lo cual motivó a Feinmann a devolver ese mismo premio que antes él había ganado.

¿Por qué decidiste incluir esos nombres?

–Con ese cuento traté de hacer El matadero y “La fiesta del monstruo” de Borges y Bioy, pero ese recurso es muy fácil y hoy me doy cuenta de que no tendría que haber metido tantos personajes conocidos. Pero la verdad es que me pueden, los odio tanto que los extraño, detesto a esos periodistas perversos y llenos de un lenguaje brutal y vulgar, tanto que me voy de boca. En el cuento no aparece Tinelli, pero pronto quiero escribir algo literario sobre él, estoy muy orgulloso de todo lo que dije sobre eso, y las reacciones fueron las esperadas. Esta televisión crea un mundo de zombies, persigue la estupidización del sujeto, busca que la gente no piense y el pensamiento es la única salida que tenemos en este mundo terrible.

No hay dudas de que las mejores radiografías de este mundo terrible Feinmann las consigue haciendo zoom en la locura. Una locura contagiosa que involucra a famosos, ignotos, inteligentes, idiotas y, sobre todo, a los adalides de la mediocridad capaces de escribir un poema insalubre (“cuando llega la noche/ ya no puedo verte/ no tengo esa suerte/ que la tendría/ si fuera tu amante/ y verte podría”), y que encima se considera bueno porque “un sistema es perfecto cuando consigue que nadie haga las preguntas que revelen su imperfección”. Esa locura colectiva, anidada, familiar, institucional es la que aparece en relatos como “La Máscara del doctor Muerte” o en el desolador “Madre y esposa ejemplar”, un escupitajo literario sin signos de puntuación.

“Salvo la infancia no queda nada, es un libro terrible, muy amargo, es la caída del Muro de Berlín”, afirma Feinmann sonriente. Y eso que todavía no hablamos de uno de los mejores cuentos de la serie, “La habitación N 10”, en el que una negativa se convierte en una urticante tentación que, como decía Oscar Wilde, sólo puede superarse sucumbiendo a ella. Un cuento de terror filosófico acerca del sinsentido y el vacío, un cuento que dice todo acerca de la nada y termina con un rotundo y, al mismo tiempo, indeciso: “Lo que resta es la locura. O la muerte”.

DE MUERTE

“La muerte fue, desde el inicio, el tema de mi vida. Crecí temiendo perder a mi viejo. Tener nueve años y ver que tu viejo ya tiene el pelo blanco, en tanto los viejos de tus amigos son todos tipos de treinta o menos y no tienen una cana ni para adorno, no es fácil”, dice el protagonista de “Rosario y el mar”, uno de los cuentos de Bongo aunque, palabras más palabras menos, también lo dice el propio Feinmann durante la entrevista. Porque todo miedo es autobiográfico.

En la nouvelle “Grandeza y decadencia de Roque, el pizzero” se dice de alguien que “vivirá el resto de sus días buscando conjurar la muerte, olvidándola, metiéndose en miles de problemas con tal de no recordarla, o recordándola y echando mano a innúmeros artilugios, unos más patéticos que otros, para negarla, para superarla, ya creyendo que hay un Reino de los Cielos, un Paraíso donde está Jesús de Nazareth junto al malvado Padre que lo abandonó”.

La muerte o, mejor dicho, el miedo a la muerte que, en el fondo, quizá sea lo mismo es algo así como la contracara de Bongo, el otro lado de esa infancia paradisíaca que también contribuyó, y mucho, al nacimiento del escritor: “Por el cáncer de testículos que tuve no pude ni exiliarme, el miedo del golpe sumado al miedo al cáncer activó en mi ADN una cuestión psíquica que podría no haberse activado nunca. Yo creo que el sufrimiento enseña mucho, como decía Sabato, pero también se aprende de la alegría, es un gran aprendizaje disfrutarla y valorarla luego del horror”, aclara Feinmann quien, lejos de tomarse vacaciones, está finalizando tres novelas y dos libros de ensayos: uno sobre su máximo referente, Jean-Paul Sartre, y otro sobre Gershwin.

“El día que presentamos en sociedad la editorial Octubre en la sala Roberto Arlt de la Feria del Libro, Baltasar Garzón me miró y me dijo: qué suerte que tienes, eres profeta en tu tierra. Pero no me lo dijo alegre, me lo dijo con dolor porque él está exiliado de su país. De todas formas, no creo que llegue a trascender nunca como acá lo hacen Carver, Paul Auster o cualquier pelotudito francés que publica un libro más o menos potable y se lo traducen a todas las lenguas. Nosotros no, ya no importamos mucho. No obstante, uno sigue escribiendo porque tiene esa pasión, porque escribir es vivir, porque lo hago constantemente y, además, el día que no escriba, chau, me las pico”, concluye Feinmann y, por momentos, su propia voz se confunde con la de los diálogos que incluye en casi todos los cuentos, uno de las marcas registradas de quien ganó el Premio Konex como mejor guionista de cine de la década del noventa. Y que ahora se queja de que la muerte le complicara un poco su trascendencia internacional tras el fallecimiento del editor de Albin Michel, prestigiosa editorial francesa que le había traducido Les derniers jours de la victime y L’armée des cendres, y luego con el accidente que sufrió el filósofo italiano Franco Volpi, quien tenía ganas de traducir La sombra de Heidegger y La filosofía y el barro de la historia hasta que lo atropelló un camión por eso que Feinmann llama “la mala suerte del filósofo distraído”.

Bongo Infancia en Belgrano R y otros cuentos y nouvelles. José Pablo Feinmann Planeta 488 páginas

¿Y pensás también en tu propia muerte?

–Sí, pienso mucho, la muerte está en todas partes. Quizá por eso quise hacer este libro tan lanzado, con Bongo a la cabeza, que representa todo aquello que fue y no volverá a ser. Te voy a decir que un poco siento que ya está dicho todo lo que vine a decir a este mundo, lo cual, por supuesto, no quiere decir que no vaya a decir más cosas ni que, en ese momento, no me vaya a cagar entre las patas.

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Imagen: Catalina Bartolome
 
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