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Domingo, 11 de enero de 2015

LÍNEAS DE TIEMPO

Financiada por Oliverio Girondo y dirigida por Aldo Pellegrini, la revista Letra y Línea apareció durante cuatro números en los años ’50. Identificada con el surrealismo, fue uno de los puentes tendidos hacia la modernidad de los años ’60. La Biblioteca Nacional dio a conocer la edición facsimilar con estudio preliminar de Liana Wenner, quien también entrevistó a Miguel Brascó, para incorporar así el testimonio de uno de sus integrantes, conocedor de las internas y los personajes que circulaban por el ambiente poético. Aquí se reproduce esta entrevista en la que Brascó no recordó en los mejores términos a Girondo y repasó el clima cultural de la época.

 Por Liana Wenner

¿Cómo fue la financiación de la revista Letra y Línea?

–Girondo pagó todos los números.

El era el único martinfierrista que estaba con los jóvenes de la vanguardia del ’50. Es evidente que fue un puente entre aquella experiencia y la de ustedes. ¿Cómo fue su relación con Girondo?

–El era un terrateniente poderoso, lo cual no es malo. Lo malo es cuando se actúa como tal... y Girondo lo hacía. Por ejemplo, solía recibir en su casa –que era lo que hoy es la parte vital del Museo Fernández Blanco– a pintores o poetas, pero no los mezclaba con los amigos de su mujer, Norah Lange. Tenía dos reglas para actuar que eran muy esquizofrénicas: ibas un día acordado y todos eran poetas surrealistas. Si ibas otro día porque te había llamado, te encontrabas sólo con apellidos de Palermo Chico, aunque por mi ubicuidad no me molestaban y me llevaba bien con todos. Hasta que un día de lluvia torrencial fui a su casa porque me había llamado no me acuerdo para qué. Yo había ido en mi auto y me acompañaba una actriz amiga mía que, por supuesto, bajó conmigo. Aclaro que en aquellos años no había nada en Buenos Aires, ni siquiera taxis, lo cual generaba exasperación en los lunfas... Entramos con mi amiga, a quien luego llevaría a su casa, y Girondo me recibió –aunque no se le notaba mucho porque usaba barba– con el rostro demudado. Con el rostro amueblado, diría Borges. El separaba muy bien los grupos sociales y todo eso me parecía horrible...

Al día siguiente Aldo Pellegrini, su secretario oficial, me dijo que Girondo no veía con buenos ojos que llevara a una mujer sin previo aviso. Le contesté “decile a Girondo que nunca voy a volver a llevar a una mujer sin previo aviso y que tampoco voy a volver yo. Quedate tranquilo”. Al tiempo fuimos con Alberto Vanasco a llevarle un libro. Yo me quedé en el auto, no bajé. Nunca más volví.

Me parecía ridículo de un poeta que escribió En la masmédula. No vivía como poeta. Yo conocí a Ezra Pound y era absolutamente Pound, no se hacía ni se dejaba de hacer.

Descubrió que en Girondo, al contrario de lo que postulaba la vanguardia y él mismo durante el martinfierrismo, vida y poesía no eran equivalentes...

–Era típico de aquella época fantasiosa de los ’20, medio de chacota, caminar por Florida con un elefante, porque lo vivían como una afirmación poética. Lo que había hecho con mi amiga era totalmente incongruente con aquel juego martinfierrista. Para nosotros la revista Martín Fierro era una cosa pintoresca, histórica.

Sí reconocí y valoré la atmósfera de Tuñón, de quien me hice amigo y me sirvió mucho. Me gustaba su poesía.

¿Fue mayor la influencia de Tuñón que la de Girondo?

–Ciertamente, Girondo influyó poco y nada en mí. Tuñón era un poeta admirable y muy buena persona.

Aldo Pellegrini fue el director de Letra y Línea y muchos –si no todos– los miembros del comité de redacción militaban en el surrealismo. ¿Se trató de una revista surrealista? ¿Usted se consideraba surrealista?

–Aunque los poetas y los ismos son incompatibles, me sentí bastante surrealista de una manera arbitraria; me gustaban especialmente las asociaciones libres. El surrealismo fue un movimiento serio que juntó a una gran cantidad de macaneadores porque era fácil. Muchos de ellos eran como mejillones: no se abrían, practicaban una poesía que no se entendía, y a la poesía hay que entenderla. Del movimiento me atrajo Jean Cocteau, a quien traduje, por la cosa homosexual y morbosa que tiene. En aquellos años, lo que giraba en torno de Pellegrini tenía el sello del surrealismo pleno como Carlos Latorre, aunque para mí, de todos aquellos poetas, Francisco Madariaga era el mejor. Después venía, con muchas mentiras, aunque llevando una vida surrealista, Enrique Molina, a quien conocí mucho y con quien además compartimos un tiempo en Perú. Era un poeta de fórmulas: “las mujeres con las cabelleras negras como fuego cruzando el puente”. Eso es terrible...

Madariaga sí era genuino porque tenía una vivencia juvenil de los Esteros del Iberá y era del campo. Conozco muy bien la Mesopotamia; Misiones es mágica. El Paraná, el Uruguay, el Iberá son alucinantes. Son surrealistas. Los surrealistas tendrían que haber ido a vivir ahí e involucrarse con ese clima.

La mayor influencia para mí es el Siglo de Oro, especialmente Góngora, donde la música está muy metida en la poesía. Los de Poesía Buenos Aires me parecían unos macaneadores bárbaros. Toda la cosa de los ismos era marketing. Porque, ¿sabés qué? La literatura son poemas, no bloques.

¿Por qué dice que Molina vivía como surrealista?

–Bueno, no tenía ataduras convencionales de ninguna especie, y en términos económicos vivía de la caza y de la pesca.

¿Cuáles fueron los miembros del comité de redacción que más influyeron en Letra y Línea?

–En la revista empezaron a influir decididamente Alberto Vanasco y Mario Trejo (secretario de redacción), cuya acción cultural fue muy fuerte. Mario era un genio creativo y en cualquier lugar que actuase lo hacía de una manera visiblemente preponderante, aunque era muy perezoso en su producción. A pesar de que su creación literaria era muy apreciada y los editores lo procuraban, no trabajó nunca en su vida. Hacía colaboraciones esporádicas en algunos medios gráficos; me parece que durante un breve período estuvo en La Prensa.

¿Cómo era la relación entre Letra y Línea y la revista Sur?

–Para Letra y Línea, Sur era una revista literaria seria. Para Sur, Letra y Línea no existía. Toda la generación de Sur era muy anglosajona y ahí estaba la seducción que producía. Por otra parte, nos reíamos de Eduardo Mallea y Enrique Larreta, que eran algo así como nuestros tíos tontos.

Letra y Línea Edición Facsimilar. Ediciones Biblioteca Nacional 82 páginas

En el primer número de Letra y Línea, de mayo de 1953, si hay algo que sorprende es el retrato de Roberto Arlt en la tapa, hasta entonces un olvidado del sistema literario. De manera que ustedes se adelantaron a la revista Contorno en su reivindicación. ¿Cómo fue la relación con ese grupo?

–Hay pocas fotos de Arlt y ésa tiene una cosa romántica, con el mechón en la cara. ¿Nos adelantamos? Puede ser...

Los contornistas eran dos locos que no tenían nada que ver con nada, los Viñas. Tipos desagradables, prepotentes. Jitrik nos copiaba a nosotros, los surrealistas, aunque estaba más cerca de Poesía Buenos Aires.

Otra revelación de Letra y Línea fueron las colaboraciones de Juan Carlos Onetti. En el número uno, escribiendo una crítica literaria y en el número dos, publicando un adelanto de su novela. ¿Cómo lo conocieron?

–Onetti era un creador solitario, que admiraba a Faulkner, con un mundo propio, y todo el resto no le interesaba. Yo había leído Para esta noche y traté de averiguar quién era. Supe que se trataba de un uruguayo, de quien Ernesto Sabato me dijo que no se sabía dónde estaba y que probablemente anduviera trabajando de hachero en La Forestal. Era mentira..., al final lo encontré de casualidad en un bar de Callao y Corrientes, pero no fue por mí que llegó a la revista.

¿Su viaje a Perú estuvo determinado por la coyuntura política argentina?

–En absoluto. En el ’54 viajé a Bolivia y después a Lima. A Perú entré el 14 de septiembre de 1954; ahora ha cambiado, pero entonces era más seductor todavía. Allí conocí a Sebastián Salazar Bondy. El alejamiento de Letra y Línea se debió a mi viaje, aunque alguna nota mía había quedado en parrilla, creo...

¿El viaje fue una marca generacional? Pienso en Mario Trejo y Enrique Molina, que durante largos períodos llevaron una vida nómade.

–Muchos se fueron en esa época porque era fácil viajar: te empleabas como comisario de a bordo y sólo tenías que hacer tarea burocrática en el barco, prácticamente no necesitabas hacer nada. Así viajaron muchos, el secreto era ser joven y alto.

¿Cuándo regresó a Buenos Aires? ¿Hubo alguna razón concreta que lo trajera de vuelta?

–Viviendo en Lima, recibí el ’55 con gran placer... al peronismo hay que haberlo vivido generacionalmente. Hoy lo consideraría una dádiva. Me molestaba su guarangada, era un régimen fascista puro. Al poco tiempo me escribió un amigo mío, Rodolfo Walsh, diciéndome que para nosotros se abrirían muy buenas perspectivas con Frondizi. Entonces, volví.

¿Qué papel jugó el surrealismo argentino en aquel momento político?

–Internacionalmente el surrealismo se orientó hacia la izquierda. Aquí no se ataron a ningún sistema de ideas que estuviera por fuera de la creación libre y de la poesía. Podría decir que eran anarquistas.

¿Eso explica los extensos homenajes a Francis Picabia –con un memorable artículo de Tomás Maldonado– y a Dadá en los dos últimos números de la revista?

–El dadaísmo, que era anarquista, tenía bastante que ver con Letra y Línea. ¡Maldonado era un talento! Más bien clásico... No tenía mucha relación con Bayley, su hermano, que era un fantasioso.

¿Por qué dijo que quienes actuaron en Poesía Buenos Aires eran “macaneadores”?

–Porque un escritor puede cuestionar cualquier cosa menos los significados de las palabras. Si cuando digo “perro” quiero sistemáticamente referirme a una cucaracha estoy rompiendo el convencionalismo del lenguaje. Hay que ahondar, utilizar los significados, pero no cuestionarlos, porque si no no hay comunicación. Digamos que no compartiría su visión del lenguaje.

En Letra y Línea hay varias intervenciones suyas sobre música. Recuerdo especialmente alguna a propósito de la dodecafonía y un recuadro, a modo de obituario, por la muerte de Django Reinhardt. Estaba muy metido en el mundo de la música...

–Muchos menos de lo que me hubiera gustado, por entonces tocaba el piano.

¿Le gustaba el tango?

–Me gustaba como expresión musical y en algunos casos la interpretación del canto, pero no me parecía una expresión literaria. Más bien lo veía como la repetición de un modelo. Después, con Piazzolla en el bar empezó una cosa..., todas las noches estábamos ahí. Escribí el poema “Condolencias de un dejado de la mano de dios”, que a Piazzolla le encantaba. Una noche me pidió que lo leyera siguiéndolo mientras él tocaba el bandoneón. Como tengo oreja musical y él conocía el poema, logramos armar un clima. Desde esa vez tuvo mucho éxito y nos lo pedían casi todas las noches.

Qué extraña planta es la sensualidad...

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