Performer de su propia poesía, Fernando Bogado publicó recientemente Jazmín paraguayo, una compilación de sus libros, plaquetas y fanzines de los últimos años. Vitalidad, romanticismo rabioso y una variadísima enciclopedia barrial se dan cita en este poemario intenso.
› Por Juan Pablo Bertazza
Los habitués de la nueva poesía ya deberían estar al tanto del gran empuje de Fernando Bogado –escritor, periodista y docente–, un verdadero performer que logra sacarle jugo a la palabra con su histrionismo. Pero la publicación de Jazmín paraguayo, libro que compila su poesía escrita desde 2006 al 2014 (incluyendo libros, plaquetas y fanzines), muestra ni más ni menos que el nacimiento oficial –si se le quita a la palabra cualquier matiz administrativo– de una voz poética.
La principal característica del jazmín paraguayo (o Brunfelsia australis, para quienes gustan de nombres técnicos) es el cambio de color que experimentan sus flores –al abrirse son violáceas, luego mudan al azul claro y, finalmente, desembocan en el blanco–. Como un camaleón de la flora. Más allá de responder a la procedencia geográfica de su rama familiar paterna, el título es acertado porque se ajusta también a la amplificación y variedad de la poesía de Bogado: desde los niños cantores de la lotería de Crónica hasta las líneas de colectivo (especialmente las que cruzan la General Paz), el universo cotidiano y casi todas sus vicisitudes dan de comer a esta poética tremendamente variada y, a la vez, plagada de motivos y frases que se repiten, a tal punto que uno de los libros fue bautizado con una frase extraída de una botella de jugo comprada en el súper: “Este envase contiene el jugo de ocho naranjas exprimidas aproximadamente”.
Pero no es sólo una cuestión de temas o tramas: la poesía de Bogado abreva también en la literatura (algo que parece obvio pero no siempre lo es: de hecho, en algunos de los poemas se incluyen dedicatorias con citas a diferentes autores), en la música (para leer “Mear todo un templo de dientes” propone escuchar Sonic Youth) y, en definitiva, en registros muy disímiles: por momentos parece irse por las ramas (entre los poemas de largo aliento se destaca, sin dudas, “El escritor latinoamericano y la tradición”) y, por momentos, hace gala de una concisión que cala los huesos, como ese verso para saber cómo armar la soledad: “Armar la soledad de a poco/como si de ladrillos se tratara:/una, dos, tres muertes./Armar la soledad/sin dejar un espacio vacío para respirar/cuando te quedes adentro”.
Hay huesos, hay muertos, hay cadáveres, hay carencias y hay deseo en estas páginas pero, por sobre todo, hay algo que podría definirse como secreciones del orden del secreto: sangre, sudor, orina y lágrimas que, lejos de quedarse en el mero gesto escatológico, intentan erosionar un tanto las barreras de lo indecible: “Y así, confundido, emprendo la vida nueva, y sobre el muro escribo con saliva palabras que se convierten en formas de convocar aquello que se me escapa cuando te llamo por tu nombre”.
Algo similar podría decirse de la autorreferencialidad que propone este Jazmín paraguayo, y que lo diferencia del narcisismo estéril de cierta poesía contemporánea (presa, casi siempre, de las redes de las redes sociales): un yo alucinado que, más que regodearse en el propio ombligo, indaga en el espejo la extrañeza del mundo: “Hay días que me separan de mí mismo, y yo me leo como un libro que se lee después de mucho tiempo, y me doy cuenta de que soy diferente, diferente a mí mismo todo el tiempo”.
Algo desparejo como toda compilación –como casi todos los seres vivos– son muchas las emociones que se ponen en juego al correr las hojas de este jazmín paraguayo. Pero, sobre todo, el chispazo de inspiración que logra Bogado con su romanticismo rabioso, un romanticismo que cambia, nada menos que el sentido de las flores: “Cuando pienso en una flor/pienso en lo furioso/Los jazmines, para mí,/son la naturaleza prendida fuego”.
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