Domingo, 22 de marzo de 2015 | Hoy
Mares, ríos, grandes naves y sucesos extraordinarios en la vida de hombres comunes confluyen en Mares baldíos, un libro de relatos que rearman una nueva constelación para algunos textos ya publicados en obras anteriores y que se constituye en un excelente muestrario de la prosa y el imaginario de Carlos María Domínguez.
Por Angel Berlanga
Un viejo entra a un bar, en Salto, y ofrece contar una historia a quien le pague dos tragos: un parroquiano acepta, acaso para que la conozcamos. Es la historia de un italiano que combatió junto al Almirante Brown en 1827, en la batalla de Juncal, y fue haciéndose piloto experto en el Delta, un hombre que volvió enriquecido a Italia, perdió su fortuna, intentó por allá un matrimonio y volvió a refugiarse por aquí pero ya sin mucha suerte, porque se unió a un grupo de piratas liderado por la Marica Fernández, y las luces se fueron apagando. Al viejo le contó esa historia alguien más viejo, el aventurero irlandés John Brooke, otro pirata. Esa, a muy muy grandes rasgos, es la historia que Carlos María Domínguez cuenta en “Delta”, penúltimo entre los siete cuentos que componen Mares baldíos, su último libro publicado aquí. Pero el relato es, a la vez, una pieza extraída y pulida de Tres muescas en mi carabina, novela que este periodista y escritor argentino radicado hace un cuarto de siglo en Montevideo había publicado en 2002.
Hay mares o ríos, y naves, y algún suceso tan extraordinario como memorable en cada uno de los relatos, hombres que se enfrentan a una catástrofe, un desafío, la inminencia de irse a pique o de quedar varado, el peso de un muerto en la conciencia. La desgracia puede tener la fuerza de lo natural, como en el tremendo temporal que en “El árbol de las garzas” arrasa una isla, un hombre solitario con su botecito, o puede llegar en forma de lluvia de misiles (“Combustión”), un hombre que queda a cargo de un gigantesco petrolero en llamas en el Golfo Pérsico durante la guerra Irán-Irak y la áspera tarea de organizar a una tripulación para que sobreviva, o puede la desgracia, también, devenir de una mixtura (“La trampa de arena”), una sudestada potente combinada con un buque medio cachuzo, quizá sin práctico a bordo y flojo de papeles, que encalla en un banco de arena a unas millas de la isla Martín García, un navío que fue cambiando de nombre con los años y que en 1982, cuando la Guerra de Malvinas, trajo en secreto de-sde Israel unos Exocet que usaría la Fuerza Aérea Argentina. Cada encrucijada desafía con sus preguntas claves y allí pone Domínguez a sus personajes para que, en el fragor del tiempo en el que ocurren y también a la distancia de los hechos ofrezcan sus respuestas, sus dudas, sus cicatrices, en esos escenarios que entreveran la inmensidad y el tiempo infinito, el detalle y el instante, la pequeñez y la soledad del hombre, y sus posibilidades para con la persistencia, el abandono, la solidaridad, la locura, el silencio.
En rigor, Mares baldíos está conformado con materiales de libros anteriores de Domínguez. Cuatro relatos provienen de un volumen de título homónimo publicado por Cal y canto en Montevideo una década atrás, en los que son protagonistas barcos grandes; a esta serie pertenecen, además de “Combustión” y “La trampa de arena”, los cuentos “Mancuso” (un experto en desencallar naves que trastabilla con las trampas que encierra un carguero griego) y “Una conversación honesta”, el diálogo entre un uruguayo y un polaco en una noche en altamar, cada uno en su lengua y sin entender al otro, largándose a descomprimir angustia, soledad, traumas (un relato que además inspiró Polski, obra de teatro que Domínguez adaptó junto al poeta Jorge Boccanera). Los otros tres cuentos que completan la edición argentina de Mares baldíos provienen del volumen La casa de papel, puntualmente de su segunda parte, “Hombres en la costa”. Hasta ahora no se ha aludido aquí a “La confesión de Johnny”, el relato de un nadador joven encandilado por la figura del Tarzán más afamado, Weissmüller, traído como instructor a Rosario por el general Perón, un texto en el que el humor asoma entre la idolatría y la decepción, porque Johnny les tenía alergia a los monos, andaba más bien mamado y no era capaz de emitir su famoso grito de rey de la selva, asunto con el que todos lo tenían bastante podrido. Al igual que “Delta”, la historia de “El árbol de las garzas” tiene su origen en Tres muescas en mi carabina y en la investigación que Domínguez hizo para ese libro: el hombre que se ata al ceibo de la isla Juncal en la época en que sólo tenía doscientos metros es en la novela hijo de aquel italiano al que se aludió al comienzo de este comentario, el protagonista de “Delta”.
Cada cuento planta en unas pocas pinceladas una intriga: por qué el oficial del petrolero largó todo y se puso un videoclub; qué pasa con los cuatro tipos que tienen que quedarse a bordo del buque encallado durante meses a la espera de que otra sudestada los desencalle; qué grado de comunicación o de reyerta alcanzarán el polaco y el yorugua. La prosa de Domínguez tiene una notable fluidez, de música tranquila, una corriente que lleva y tiene sus recodos, sus revelaciones, que no persigue el sacudón o el escalofrío, y retrata a sus criaturas ante unas circunstancias en las que talla casi siempre una adversidad ante la que se sucumbe, se sobrevive, se narra. “A veces creo que la desesperación y la confianza son los extremos de una soga con la que alguien juega sin más interés que averiguar dónde se rompe la fibra del hombre –piensa el narrador que enfrenta la tempestad en isla Juncal–. Y todas las especulaciones y el miedo, la voluntad y la conciencia, importan nada.” Y dice el protagonista de “Combustión”, en un bar de Montevideo, a quien lo escucha botella de por medio: “Ahí descubrí que frente al miedo unos quedan paralizados. Los teníamos que empujar para moverlos. Seguían al grupo o perdían el camino. A otros les da un choque de adrenalina, son capaces de saltar a las llamas, arrojarse al vacío, cometer la peor locura de su vida, lejos de lo que alguna vez, aferrados a la educación o una Biblia, se imaginaron capaces de hacer”. Una voz más, la del jefe de máquinas polaco, mientras mira sus manos ennegrecidas por años de trabajo, una suciedad impregnada que no puede quitarse con nada: “Detesto los motores. ¿Sabe por qué? Perseveré en un error. Me hubiera gustado entrar en la aeronáutica, ser piloto de avión, pero no había cupo y tenía un tío en los talleres navales que movió muchas influencias. Aprendí a disfrutar de lo que no amaba igual que otros aprenden a comer lo que no les gusta. Me lo he dicho muchas veces: si no puedo aprobar lo que hice, cómo voy a confiar en mí”.
Por sus diálogos internos que remiten a constelaciones, a cartas de navegación vitales para hombres y naves, los cantos rodados de estos cuentos por formas y libros anteriores de Domínguez componen aquí, en esta edición de Mares baldíos, una figura todavía más significativa y poética que en sus desembarcos anteriores.
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