Domingo, 22 de marzo de 2015 | Hoy
Quizá no haya una figura más controvertida que la de Ezra Pound en la poesía contemporánea. Reivindicado por T. S. Eliot y los beatniks, su adhesión al fascismo y su antisemitismo lo llevaron a ser entregado por los partisanos al ejército aliado en 1945, y por más de diez años vivió encerrado en un psiquiátrico. La importancia de su obra también puede rastrearse en la flamante y voluminosa edición de Primeros poemas (1908-1920), un recorrido por los inicios que prefiguraban su credo anticapitalista, su cultura plagada de citas y su antibelicismo en tiempos de la Gran Guerra.
Por Guillermo Saccomanno
Al caer la República de Saló, en 1945, Pound tiene sesenta y dos años. Los partisanos lo capturan y lo entregan al ejército aliado. Sus compatriotas lo juzgan traidor, lo declaran un tipo peligroso. Lo condenan al Disciplinary Training Center, campo de concentración cercano a Pisa al que despachan los criminales de guerra que pueden ser “reeducados”. Lo arrojan dentro de una jaula a la intemperie. Tirado sobre unas mantas, padeciendo el sol, la lluvia, la sed y condenado al silencio, nadie puede hablar con él. Por las noches la jaula permanece iluminada por focos. Los guardias recibieron órdenes de impedirle una tentativa de suicidio. Su equilibrio psíquico no tarda en zozobrar. Convertido en un espectro balbuceante, lo trasladan a la enfermería. Apenas puede caminar. Trastabilla y delira. Juega mentalmente al tenis, su deporte predilecto. En una letrina encuentra colgada de un clavo una antología de poesía inglesa. En vez de limpiarse el culo, se guarda el libro. La lectura lo incita. Y en los márgenes de las hojas, entre noviembre y diciembre, empieza a escribir una obra que le valdrá más tarde reconocimiento y galardones: los “Cantos pisanos”.
Si una constante puede definir la historia poética del siglo XX, el siglo del “compromiso intelectual”, es el sinnúmero de mártires que pagaron la palabra con el cuerpo. Pensar puede ser un riesgo, mayor es revelarlo. Todavía más acompañar con actos aquello que podría pasar por un arrebato literario. Pero, ¿acaso la literatura es sólo literatura? ¿Acaso puede fingirse inocente?
El caso de Ezra Weston Loomis Pound (1885-1972) es, con su creadora vitalidad expansiva, su frenesí anticapitalista y su repudio de la economía especuladora de su país, uno de los casos más paradigmáticos. Pero antes cabe preguntarse, ¿cómo fue que el muchacho de Idaho, con sus inquietudes líricas, terminó enjaulado como un temible prisionero de guerra? El camino existencial que lo explica no es ni corto ni monótono. Más bien parece responder a la consigna estética que lo tornaría un maestro de la modernidad: “Make it new”.
Un desarrollo somero del origen de su tragedia puede encontrarse en Primeros poemas (1908-1920), la flamante y voluminosa edición de Rolando Costa Picazo. Hastiado de la mediocridad y el convencionalismo de una concepción conservadora de la cultura, como varios de sus compatriotas, el joven Pound dejará atrás su Idaho natal y también su país. No sólo los poemas sino, en especial, las notas biográficas y las anotaciones críticas son las que favorecen el acceso a una obra vasta y apasionada en cada uno de sus matices. En la lectura cronológica pueden seguirse de cerca, poema a poema, los tanteos y exploraciones de todos los Pound que fue Pound antes de ser el creador de los Cantos. Extensos y breves, amorosos y morales, altisonantes y casi aforísticos, en su recorrido, burlándose de Browning, repitiendo ecos de Villon o celebrando a Dante, incorporando una profusión de fragmentos en francés, italiano o latín, sus tanteos deben ser leídos además como la desconfianza de un artista acerca del apoltronarse en una marca de fábrica (llámese “estilo”) en el cual dormir la siesta. Si bien de un libro a otro hay vasos comunicantes que habilitan una nueva búsqueda, Pound pone siempre en duda en cada uno la noción tranquilizadora de “carrera”. “Make it new”, en efecto.
Como Henry James, con quien establecerá amistad, deslumbrado por la cultura europea, viajó a Londres y más tarde a París. Según Edmund Wilson, la gala por momentos exhibicionista de sus citas evidencia el pavoneo de un provinciano nuevo rico de la cultura. No obstante, cabe resaltar tanto como su desprecio a la cultura vernácula, la oposición tajante a su economía y la Gran Guerra, que juzga consecuencia lógica de la especulación financiera y la usura. En esta actitud irreductible incidirá la muerte en el frente de su amigo escultor Henri Gaudier Brzeska. “No/ hay/ guerras/ justas”, escribirá años más tarde en los Cantos pisanos. Observa Costa Picazo: “Para Pound, el peor crimen es que el dinero provenga del dinero y no del trabajo o de otras fuentes naturales”.
Simultáneo es el entusiasmo que le inspira la literatura oriental y la china en particular. El sinólogo Ernest Fenollosa lo introduce en el estudio de los ideogramas, despertando su fascinación. Los motivos chinos serán un tamiz para recrear sus obsesiones. Más que versionados, los poemas de Cathay (1915) son creación de una China imaginaria con un Li Po no menos personal. En este sentido, su poemario se convierte en un punto de inflexión en el que aprovechará los temas míticos, situaciones ejemplares de la historia que le permiten una interpretación de las tensiones contemporáneas. A Li Po lo asocia con Petrarca. Vislumbra en su poesía un modelo de forma sustantiva, esquivo a la retórica, apto para enfocar la realidad de manera concreta, lo que coincide con su programa imaginista. Una pauta la propone la “Canción de los arqueros del Shu” (1915), recreación de Kutsungen
(poeta del siglo IV, a. C.) que en interpretación de Pound deviene una alegoría de los frentes de la Gran Guerra: “Estamos aquí, recogiendo los primeros brotes de helecho,/ y diciendo: ¿Cuándo volveremos a nuestra patria? (...) Cuando partimos, los sauces se agobiaban con la primavera/ volveremos con la nieve,/ vamos despacio, tenemos hambre y sed/ nuestra mente está llena de tristeza, ¿quién sabrá de nuestra pena?”
Europa representa para Pound la amistad con Wyndham Lewis, Hemingway, Joyce y Eliot. Colaborará como benefactor estilístico y promotor de unos y otros. Con Hemingway canjeará lecciones de boxeo por sugerencias literarias. A Joyce lo ayudará a editar el Ulysses. Si se analizan los originales de La tierra baldía revisados por Pound, con acotaciones, tachaduras y enmiendas, se comprobará la magnitud de su influencia, tanto que este poema no habría obtenido el nivel de consagración del que gozó más tarde de no haber mediado su intervención. Agradecido, Eliot lo nombraría en la dedicatoria bautizándolo “il miglior fabro”. Pound influye sobre todos los que se le arriman. Escribe dos ensayos indispensables: “El ABC de la lectura” y “El arte de la poesía”. Europa también significa Italia, el descubrimiento de Dante y Cavalcanti, que incidirán notablemente en sus composiciones. Imposible dejar de lado la seducción que ejerce, como sobre otros intelectuales, Mussolini, a quien asocia con Jefferson. La adhesión de Pound al Duce es total. Lo juzga la alternativa necesaria a Stalin si se quiere ponerle un freno a la usura.
Es en este período cuando escribe “Hugh Selwyn Mauberley” (1920), un extenso poema en el que retrata un poeta que se autocritica el pasado formalista y comienza a percibir los reclamos de su época. En el mismo se advierte la transición formal a sus monumentales Cantos, en los que la economía y su relación con la usura están machacadas con obsesión y, por carácter transitivo, la denuncia antibélica: “Murieron algunos, pro patria,/ caminaron con el infierno hasta los ojos/ creyendo en las mentiras de los viejos, luego dejando de creer/ volvieron a casa, a una mentira/ a casa a muchos engaños,/ a casa a viejas mentiras y una nueva infamia, a la usura vieja como el tiempo”. La indignación subraya su coherencia entre pensamiento y estética. A partir de este poema, puede decirse, no sólo está señalado el camino hacia sus Cantos sino el compromiso político y el castigo inexorable con que purgará la miopía política al confundir al fascio como enemigo del capitalismo.
El compromiso lo manifiesta enjundioso en sus espacios radiales Aquí, Radio Roma, donde despotrica contra Estados Unidos y su política, acusándola de arrastrar a su pueblo a la contienda. En los discursos furibundos no escasean las diatribas antisemitas al identificar los Rotschild & Co. como banqueros financistas del armamentismo. Sin embargo Pound no es un tipo confiable para el Duce. En la única entrevista que le concedió, como balance del encuentro, el Duce comentó irónico: “Divertente”.
En defensa de Pound se aduce que su compromiso tuvo bastante de idealismo y alienación, que sus reflejos políticos eran en más de un aspecto los de un poseído, que ignoraba los campos de exterminio. Después de la prisión, retornado a los Estados Unidos, recluido doce años por demencia en el hospital Saint Elizabeth, contó con la solidaridad de William Carlos Williams y Charles Olson como asiduos de la lista de visitas. Dado de alta y en libertad, volvió a Italia en 1958, y en su retorno se lo pudo ver alzando el brazo en el saludo fascista. Se confinó en Rapallo. Allí lo visitaría Allen Ginsberg. Contra la veneración que le profesaban los
beats calificándolo como su profeta, un Pound viejo y desencantado opinaba ahora que la suya había sido la obra de un imbécil. En la actualidad, en YouTube, puede detectarse una filmación junto a Pasolini. El autor de Las cenizas de Gransci le lee un poema: “Strappa la tua vanità”, repite un verso. Aun en su decrepitud, el anciano Pound conserva un aire venerable de severa dignidad. Como consciente e imperturbable ante la posteridad que le esperaba, invocando tácitamente que el cielo lo juzgue, sus cantos se habían cerrado con una invitación: “Dejemos hablar al viento”.
Discutible y discutido, criticado como un poeta confuso y hermético, relegado por los poetas de izquierda, todavía hoy un hueso duro de roer, dueño de un estilo complejo que no se la hace fácil al lector desprevenido, ostenta a pesar de sus detractores el aura que configura su audacia creadora, su capacidad inagotable de agitador cultural, su generosidad indiscutible en el aliento de los principales artistas de la primera mitad del siglo XX. No hay chance de acercarse a su obra inmensa y no sentir, además de su exigencia, su profundidad.
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