Domingo, 3 de mayo de 2015 | Hoy
Saltó a la primera línea cuando en 2012 ganó el Goncourt, uno de los premios más prestigiosos del mundo. Así, Jérôme Ferrari alcanzó una visibilidad que parecía estar sólo reservada a escritores como Le Clézio y Houellebecq. En El sermón sobre la caída de Roma, el micromundo de un bar en Cerdeña abriga el interrogante de por qué caen los imperios y de por qué puede equipararse la desaparición de un mundo con la de una persona.
Por Juan Pablo Bertazza
“¿Es un imperio esa luz que se apaga o una luciérnaga?”
El inspirador haiku, que corresponde al siempre omnisciente Jorge Luis Borges, habla de la igualdad de todo ocaso pero también dice muchísimo acerca de El sermón sobre la caída de Roma, la última novela del escritor francés Jérôme Ferrari, que en 2012 saltó a la fama cuando ganó el prestigioso premio Goncourt (se sabe: en lugar de otorgar dinero asegura un fabuloso piso de ventas) y ahora se traduce al español.
Porque, tal como explica el epígrafe de San Agustín que estructura y repercute en todo el libro, ésta es una novela que se anima a poner en pie de igualdad la desaparición de un hombre con la desaparición de un mundo, como si fueran parte de lo mismo, dos caras de una misma moneda: “Admírate de la vejez del mundo. Es como un hombre: nace, crece y muere”.
Ese era, precisamente, el mensaje que en el siglo V, y en medio de los escombros del mundo que quedaba atrás, daba San Agustín de Hipona a sus fieles una vez que los bárbaros ocuparon el Imperio Romano que, a su vez, podría pensarse como una recreación bastante empeorada del mundo griego.
Las metáforas, analogías y efectos que trabaja la novela con respecto a esa idea son tan variados como numerosos. Involucran al paso de las generaciones, la fecha de vencimiento de determinada idea, la muerte de una persona y el enorme grado de ausencia y de enigma que eso conlleva, y también la desaparición de cierta concepción de mundo.
Sucede ya en el hipnótico comienzo del libro que, en el marco de la Gran Guerra (fin de cierto orden del mundo, comienzo del siglo XX), muestra una foto familiar en la que ya nadie sobrevive y el que la recuerda, un abuelo arisco que sintomáticamente se llama Marcel (como el propio Proust), aún no había nacido cuando la tomaron; hasta las vicisitudes de ese bar ubicado en Cerdeña que constituye una especie de micromundo (de metáfora del mundo) y donde recaen los amigos de infancia Matthieu y Libero para administrarlo, haciéndose cargo de sus complicadas finanzas pero también de la curiosa clientela que tiene, luego de abandonar sus estudios de filosofía en París, y dispuestos a vivir una revolución personal.
Jérôme Ferrari, uno de los escritores más jóvenes en ganar el Goncourt, nació en París, justo en 1968. Pero al igual que otros compatriotas como Mathias Enard, el Premio Nobel de Literatura Le Clézio y Patrick Deville desde muy temprano se puso a armar las valijas: mientras empezaba a escribir y a formarse en filosofía vivió y trabajó en Argelia (escenario donde transcurren casi todas sus novelas anteriores), Emiratos Arabes Unidos (de hecho, actualmente se desempeña como profesor de filosofía en el Liceo Francés de Abu Dhabi) y en Córcega, donde tiene lugar buena parte de este libro.
El sermón sobre la caída de Roma es una novela digna de un escritor con mucho mundo y es, sobre todo, un libro plagado de desvíos, de traslados literarios. No sólo porque va geográficamente de París a Cerdeña sino también porque es una novela que ofrece una especie de escenario literario para el debate entre dos universos filosóficos distintos: el de San Agustín, por un lado, y el de Leibniz, por el otro, sin que esto vaya en desmedro de su estructura literaria, como sí puede suceder con otros libros de tesis, de ideas.
Sobre todo a partir de la figura de San Agustín (quien, en cierta forma, aúna la idea de religión, filosofía y literatura, y en cuya vida hay también un marcado desvío moral a partir de su conversión) El sermón sobre la caída de Roma tiene la virtud de apuntar y creer en la literatura como el gran marco, el mejor de los mundos posibles, a partir del cual pueden ponerse a dialogar en igualdad de condiciones la filosofía, la historia, la religión y la propia ficción.
Es cierto: son muchos los temas que se van discutiendo a lo largo del libro, y que parecen tener diversas respuestas y exploraciones, de acuerdo a cada uno de los enfoques. La primera cuestión, el primer interrogante, parece ser si un imperio se cae por razones internas o externas a sí mismo: “El mundo no sufría por la presencia de cuerpos extraños sino por su propia podredumbre interna, la enfermedad de los viejos imperios”, responde la novela en una de sus muchas intervenciones aunque también se irá contradiciendo incluso desde el plano argumental porque así como no hay solo una razón que pueda identificar la caída de un imperio, también son muchos los enfoques que pueden aportar sus propias causas.
El otro tema que tiene muy en cuenta este libro, y que nos toca de cerca, es aquello de civilización y barbarie: “Los bárbaros primero ofrecen sus servicios al Imperio y luego precipitan su caída y lo destruyen”, concluye uno de los personajes tomando claro partido, aun cuando eso que está por vivir lo contradiga absolutamente.
En definitiva, con un fraseo en general de largo aliento y que por momentos parece tener efectos casi alucinógenos, donde se entremezclan distintos períodos históricos, escenarios geográficos muy diferentes y hasta géneros disímiles como la historia, la religión y la filosofía, el tema central de El sermón sobre la caída de Roma no es para nada distinto a Sumisión, la última y más que polémica novela de Michel Houellebecq que, tras la excusa un poco tonta de unas elecciones presidenciales que llevan al triunfo a un partido musulmán en Francia, no hace más que hablar también de la crisis de Occidente.
Es notable y también muy literario: en muchas entrevistas Jérôme Ferrari reconoció no haber leído ni tener ganas de leer esa novela, precisamente, a causa del tema elegido por Houellebecq.
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