Domingo, 3 de mayo de 2015 | Hoy
Es el único músico de jazz argentino del período histórico cuyos discos de los años ’40 y ’50 fueron pasados a soporte digital. Conocido por su enorme destreza con la guitarra y con el cuerpo, Oscar Alemán rompió prejuicios en la relación entre público masivo y jazz. Nacido en 1909 en Machagai, Chaco, tuvo una ascendente carrera en París, truncada por la Segunda Guerra Mundial. Volvió a la Argentina, donde se convirtió en uno de los grandes animadores de la cultura popular y masiva casi hasta su muerte, en 1980. Aquí se anticipan fragmentos del libro de Sergio Pujol, Oscar Alemán. La guitarra embrujada (Planeta), que se distribuye esta semana.
Por Sergio Pujol
Verano de 2011, sábado al mediodía. La escena transcurre a centímetros de la mesa que elegí para almorzar en un restaurante típico de Buenos Aires. Una madre de más de 80 años y una hija que debe rondar los 50 y pico conversan con desánimo pero a un volumen lo suficientemente alto para que las pueda escuchar con claridad. Imagino que la madre vive en un geriátrico y la hija fue a buscarla para llevarla a almorzar a un lindo lugar. Se respira incomodidad en el ambiente. A cada comentario bienintencionado de la hija, la madre responde secamente, siempre al borde del disgusto. Discuten cada cosa pequeña, que en esa situación resulta enorme: el menú, la temperatura del comedor, la atención (para la madre es desatención) del mozo y, en fin, la desafortunada idea de la hija de ir a comer justo este día, justo a este restaurante. Lejos de marcar una tregua, la llegada de la comida empeora las cosas: “yo no pedí esto”, ataca la madre mientras con el tenedor examina el plato como si este contuviera ántrax.
Entre los vanos esfuerzos que la hija hace para remontar un encuentro que sabe será breve o larguísimo según cómo logre pilotearlo, se presenta el del fisgoneo compartido. “Mirá, mamá. ¿Ese no es Dringue Farías?” Un buen intento. Las paredes del restaurante están cubiertas de retratos de argentinos famosos, todos ellos del astronómicamente llamado “mundo del espectáculo”. Todos murieron hace bastante tiempo; como suele decirse a manera de consuelo metafísico: ahora viven en el recuerdo. En efecto, se trata de Dringue. Y más allá está Troilo. Y un poco más allá, casi adentro de la cocina, Tita Merello. Todos perfectamente enmarcados, de blanco y negro. De pronto, la madre, que hasta ese momento se ha mantenido impertérrita, resistente a la seducción de ese pasado glorificado, hace un gesto de expectación y levanta la mano señalando uno de los retratos. Su rostro se transforma, lo viste una sonrisa leve que la hija celebra, aliviada, pero que no llega a entender en todo su significado. “Aquel es Oscar Alemán. Con tu padre lo íbamos a ver cada vez que podíamos. Bailábamos con su música. No sabés las cosas que hacía con la guitarra.”
A partir de aquel descubrimiento y al menos durante el tiempo que dure el almuerzo, la relación entre ellas quedará mágicamente expurgada de resentimientos y malentendidos. La madre podrá rezongar de vez en cuando, como un rasgo de identidad al que no quiere renunciar, pero el recuerdo de la música que una vez la hizo feliz cortejará el resto del mediodía y la llevará en amable fox trot hasta los límites de la tarde. Insólitamente, en lugar de profundizar la brecha, el flashback de la memoria se ha convertido en un puente generacional. Piensa la hija, casi en voz alta: no bien regrese a casa, me pondré a buscar información sobre este señor que tanto le gustaba a mamá. Está bastante sorprendida. De todos los retratos de famosos que engalanan las paredes del restaurante como trofeos de cultura popular argentina, su madre sólo se conmovió con uno, el que ella nunca hubiera imaginado. El único que ella no conocía.
No tuve la suerte de ver a Oscar Alemán “en vivo”. Sólo alcancé a disfrutar, sentado frente al televisor de la casa de mis padres, de su última presentación en Canal 7 (por entonces ATC). Guardo de aquello un recuerdo vívido aunque fragmentario. Un hombre negro en traje blanco, casi un boicot a la flamante TV color. Anteojos grandes sobre un rostro frágil y un tanto indescifrable. Veloces dedos corriendo por todo el diapasón de una guitarra acústica sobriamente electrificada. Algún paso de zapateo americano y, para el cierre, la madera encordada en raudo viaje hacia la espalda. La música no era rock and roll, aunque estaba cerca de serlo. Era algo más antiguo pero no necesariamente demodé. Sonaba como si la escena musical mundial, sometida a un experimento de criogenia, hubiera quedado congelada en 1950, y súbitamente recuperara el pulso de aquellos días.
Como en los auditorios de las radios en los que supo reinar durante largas décadas, Oscar convocó esa tarde a un grupo de curiosos y viejos fans. No bien terminó su número, llovieron los aplausos, mientras los apuntadores avisaban que venía el corte. Y ahí –así– quedó Oscar, saludando con un leve movimiento de cabeza. Un fantasma de la Argentina de nuestros abuelos y nuestros padres nos había visitado –¿cómo saber que aquella sería la última vez?– para hacer su eficaz número de jazz y musichall en el país de Seru Giran, la música disco y la censura.
Al cabo de cuatro años de investigación en torno a su música y su época, ya no estoy tan seguro de no haberlo visto en vivo. Su presencia encandilando a miles de espectadores en las noches de los años 40 o 50 o su heroica reaparición en la década del ’70, cuando muchos ya lo daban por muerto, son imágenes que no dejan de visitarme. También lo veo descalzo en la puerta de un cabaret de Santo, niño de la calle ganándose la vida con un cavaquinho, después de que su padre se arrojara al vacío desde un tranvía carioca. Lo veo en la Buenos Aires de 1928 haciendo su número de música hawaiana a dos guitarras con el hombre que lo salvó de la indigencia, el brasileño Gastón Bueno Lobo, o participando en una jam session en el Hot Club de Francia, en uno de los descansos que le permite la gira con Josephine Baker. En fin, lo veo en los camarines del Casino de París tocando su guitarra metalizada frente a Duke Ellington que lo quiere en su orquesta. Oscar no se ha ido del todo.
La escucha de su música está bastante más extendida de lo que podría suponerse. Luis Salinas lo considera uno de los tres guitarristas que más lo influyó (los otros dos son Roberto Grela y Atahualpa Yupanqui). Lo escuchan con atención los jóvenes que quieren tocar jazz de los años ’30 en guitarra: “Hombre mío”, tema de su autoría que lo identificaba en la radio y en los bailes, roza el estatus de standard del swing con cuerdas, y el riff de su versión de “Tengo ritmo” es tan idiosincrásico como los de “Sucio y desprolijo”, de Pappo, y “Postcrucifixión”, de Pescado Rabioso. Su nieta, Jorgelina Alemán, canta blues y jazz con pasión equiparable a la que vuelca en mantener viva la memoria de su abuelo. La verdad es que ningún músico argentino de jazz “histórico” puede despertar tanto interés. El hecho de que los discos que grabó en los 40 y 50 sean los únicos en su género que fueron pasados a soporte digital –el resto de la historia del jazz argentino anterior a la década del 60 sigue dormido en las pastas de los coleccionistas– debería considerarse entre las pruebas de su vigencia.
Obviamente, a su música no se la escucha solamente en Argentina. Desde que cosechó los elogios de los mejores críticos de jazz de Europa –y eso fue en épocas tempranas, cuando tanto él como el jazz tenían una larga carrera por delante–, su figura nunca se desdibujó del todo. Sus fans se encargaron de avisar que su nombre era mencionado con entusiasmo por el célebre Leonard Feather, y que antes de eso los pioneros de la crítica jazzística en el mundo, el francés Hugues Panassié y el belga Robert Goffin, lo habían distinguido como a uno de mejores guitarristas. Pues bien, ese capital simbólico se viene indexando desde su muerte en 1980. En 1997, se llevó a cabo en Oslo, Noruega, un concierto en su homenaje. Entre los invitados estuvieron los mejores intérpretes argentinos del estilo gypsy swing: Walter Malosetti, Ricardo Pellican, Chachi Zaragoza y Héctor López Furst, entre otros. Unos años más tarde el documental de Hernán Gaffet, Oscar Alemán. Vida con swing, fue distinguido en el XVII Festival de Cine Latinoamericano de Trieste. En 2009, el crítico holandés Hans Koert abrió un blog titulado “The Rediscovery of Oscar Alemán”. Ese año, centenario del nacimiento del músico, un ilustrador nacido en Kosovo, Gani Jakupi, publicó la biografía gráfica Le roi invisible. Un portrait d’Oscar Alemán.
Pero quizá la prueba más impresionante de cómo su música sigue viva al amparo del tiempo sea la que recientemente nos brindó el mismísimo Bob Dylan, cuando en su programa de radio satelital Theme Time Radio Hour eligió –y presentó– “Bye bye blues” (“Blues del adiós”), tema grabado por el quinteto de Alemán en 1942, en la ciudad de Buenos Aires. Fue emocionante escuchar la voz áspera de Dylan contando brevemente la vida del “true unsung heroe of swing guitar”.
A diferencia de la parábola ascendente del artista latinoamericano que finalmente triunfa en Europa o en los Estados Unidos –de Carlos Gardel a Carmen Miranda, la lista es pródiga–, la vida de Oscar, nacido en Machagai, Chaco, en 1909, dibujó una parábola descendente, en la medida que debió abandonar París y regresar a Buenos Aires en medio de la Segunda Guerra Mundial. Esto frustró su carrera internacional, justo cuando su talento empezaba a ser comparado con el de su amigo Django Reinhardt (solían presentarlos como “el indio y el gitano”). Cabe decir que resulta cuanto menos eurocéntrico afirmar que la carrera de Oscar se frustró porque debió abandonar París, ciudad en la que se había radicado en 1931. Es entendible que se lo piense de esa manera –el mismo Oscar lo creía así–, toda vez que las escenas jazzísticas más interesantes estaban por entonces muy lejos de Buenos Aires. París era la gran caja de resonancia de las culturas del mundo: siendo un músico de minorías en Francia, Oscar tenía más chances de convertirse en universal que siendo un artista masivo en Sudamérica.
De todos modos, aquel dramático cambio de planes no fue algo fácil de sobrellevar. El enfant terrible de la orquesta de Josephine Baker –así lo llamaba la diva– debió hacer valer esos blasones cosmopolitas en un país que empezaba a vivir un tiempo abundante para el tango y la música de raíz nativa. Aún así, esos blasones no pasaron inadvertidos. En una de las primeras notas que le hizo la revista Sintonía, un cronista se maravillaba de su música, pero más se sorprendía por el hecho de que el personaje de la nota fuera argentino y músico de jazz: “Cuesta creer que se haya podido producir en nuestro medio un fenómeno como el de Oscar Alemán. ¡Estamos tan alejados de lo verdaderamente grande en la materia!”.
La biografía de Oscar nos ofrece la oportunidad para reflexionar sobre varios aspectos de la cultura popular en el siglo XX. Por ejemplo, tenemos el tema de la hibridación, hoy tan en boga en los estudios culturales. Obviamente, Oscar nos recoloca en el mundo del jazz, esa música que nació y creció a partir de combinaciones muy audaces. Con su imaginación artística y su vida aventurera, el guitarrista realizó un personal aporte a ese proceso de hibridación propio del jazz. Primero lo hizo en Francia, en contacto con grandes jazzmen norteamericanos expatriados, allí donde siempre dio el tipo de “negro latino”. Cuando en la navidad de 1940 volvió a Buenos Aires expulsado por los nazis, encarnó el problema de lo nacional/internacional, pero esta vez en el marco de esa gran prueba de fuerza de los sectores populares que empezaba a darse en la Argentina. Fue así como de “negro latino” en París pasó a ser, en tiempo de Perón y Evita, el principal exponente de la música norteamericana en Sudamérica. Fue entonces “el negrito Oscar”, una calificación que, en virtud de su ascendencia afro, podía acreditarlo en materia jazzística pero, asimismo, situarlo en el lugar del subalterno, según los escalafones de la recelosa clase media argentina.
La música argentina dio muchos animales escénicos, pero ninguno como Oscar Alemán. Si bien nadie discutió jamás la capacidad de entretener a su público de la que hizo gala por largos años, en el sistema valorativo del jazz, que en alguna medida reproduce el de la música académica, la destreza corporal podía ser entendida (mal entendida) como mera concesión comercial, un aditamento que nada agregaba –más bien restaba– a la interpretación. Si bien este prejuicio antishowman quedó desautorizado al confrontar con los conciertos de algunas estrellas internacionales de paso por Buenos Aires –Louis Armstrong, Dizzy Gillespie y, desde luego, del histriónico Cab Calloway–, ni siquiera el propio Oscar estuvo totalmente a salvo del mismo; en alguna oportunidad reclamó que se lo tomara “en serio”. Pero al cabo de un tiempo terminó aceptando la naturaleza espectacular de su música.
Investigar los primeros capítulos de su vida y encontrarlo, antes de su viaje a Europa, ganándose el sustento en una Buenos Aires poblada de artistas excéntricos, nos ayuda a comprender la raíz de aquella infalible fórmula de espectáculo musical unipersonal, pero también a visualizar su posterior potenciamiento en la llamada Era del Swing, cuando el jazz se bailaba sin pausa. Fue en esa época que Oscar encontró su lugar definitivo en el mundo de la música, como si todo lo anterior hubiera sido una preparación para alcanzar esa explosividad rítmica que, honrando el carácter originalmente dancístico del jazz, iba y volvía entre sus pies y su guitarra, como en una cinta de Moebius.
Este sentido de una música esencialmente corporal –y de un cuerpo esencialmente musical– lo abarcó por completo, incluso en sus últimos años, cuando ya no gozaba de la agilidad de otrora. Recordemos una anécdota ejemplar. En 1972, después de quince años sin grabar, Oscar pisa los estudios ION para hacer el disco Alemán 72. Los técnicos han colocado dos micrófonos a cada lado de la guitarra para captar no solo el sonido del instrumento sino también el de los pies. Pero a pedido del músico, los técnicos deberán alejar los micrófonos unos centímetros. Oscar necesita espacio para tocar. Necesita espacio para moverse mientras toca.
Ese despliegue de energía que dispensaba sobre un escenario debía producir al menos una sonrisa. Su gracia mayor, esa que evocan sus viejos fans cuando afirman que “hacía lo que quería con la guitarra”, era tocar virtuosamente en una situación risueña. Había vocación de mago en esto, y sobre todo el deseo de hacer feliz al público, fuera este oyente pasivo o bailarín descocado. En esto la estampa de Oscar se asemeja a la del personaje central de Novecento, la novela de Alessandro Baricco. Allí se narra la vida de un pianista virtuoso, pionero del jazz, que nunca baja de un transatlántico. Su destino parece ser el de animar la vida de los pasajeros, hacerlos felices todo el tiempo que sea posible. En un tramo del libro, Baricco pone en boca de su personaje: “Tocábamos porque el océano es grande y da miedo, tocábamos para que la gente no notara el paso del tiempo, y se olvidara de dónde estaba, de quién era. Tocábamos para hacer que bailaran, porque si bailas no puedes morir, y te sientes Dios”.
Oscar tuvo una existencia difícil, para decirlo suavemente. Pero su música siempre contagió una energía inconmensurable. Energía propia del jazz, pero también del samba carioca, el baión, el boogie woogie, el primer rock and roll... Todas esas músicas emanaron de sus manos, de su cuerpo, de su voz. El las convirtió en puentes plateados entre la Argentina y el mundo. También en este aspecto su arte no parece condecir del todo con la tradición de tristeza y melancolía del tango y otros amores nacionales. Pero, ¿tan seguros estamos de que la música argentina es triste y melancólica?
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.