El ambiente de las redacciones, la figura del periodista como héroe, villano ambicioso o escritor fracasado y bohemio siempre ejerció una fuerte atracción en el imaginario popular. Y en los últimos años, series y películas han empezado a reflejar además la cercanía de los medios con el mundo de la política y el poder. Un poco de todo esto confluye en Número cero, la nueva novela de Umberto Eco, en la que imagina un diario que, nacido para convertirse en una latente amenaza de chantaje en los albores de los años noventa, jamás saldrá a la luz. Un repaso por los mitos y las verdades del oficio que generaron films y libros desde los tiempos de las Ilusiones perdidas de Balzac a la última novela de Eco.
› Por Natali Schejtman
En las reuniones de sumario narradas en Número cero, la última novela de Umberto Eco, suceden cosas como esta: un editor transmite reglas para colar opinión disfrazada de información por medio de la elección de los testimonios en la crónica de un incendio. O: el mismo editor, otro día, lista los pasos a seguir en caso de que lectores irreverentes se atrevan a escribir al diario para señalar errores en artículos publicados, siendo el primer paso difamarlos ostensiblemente; los jefes rebotan propuestas de notas de los periodistas porque por esa nota, por ejemplo la del asesinato de un magistrado, podrían enemistarse “con la policía, con los carabineros, con la Cosa Nostra” (y todo eso podría no gustarle al dueño del diario) y aceptan o proponen otras notas, como un artículo editorial, profundo, sobre la honradez, porque “deberíamos hacer entender que, si quisiéramos, podríamos desencadenar una campaña contra los partidos”. Estas podrían ser escenas de La invención de la mentira, aquella película dirigida por Ricky Gervais sobre una sociedad que no sabía lo que era mentir y que resultaba incomodantemente franca y transparente cuando tocaba mostrarse horrible, maligno o miserable. Pero es también el despliegue, con personajes, trama y reuniones de sumario, de una idea recurrente en la cultura popular: la del periodismo como el malo de la película.
En Número Cero, la redacción de Domani prepara un diario que nunca saldrá a la calle. Eco ha decidido mostrar la cocina de una publicación que concentra, celebra y expone las peores prácticas del periodismo, sin ninguna sutileza, tanto que a veces parece una parodia absoluta.
La historia es así de turbia: en 1992, un hombre llamado Simei ofrece a Colonna, narrador y protagonista de la novela, un escritor frustrado por no haber escrito el libro que lo llene de gloria y riqueza y por tener que trabajar como ghost writer, sumarse a él en la aventura de un diario fantasma. Ellos son los únicos que saben esa verdad: que el poder de este medio radica en su latencia, que al misterioso capitalista que pone el dinero, el verdadero estratega de la cuestión, le alcanza con eso para mostrar de lo que es capaz y que durante todo este tiempo estarán trabajando en un diario que, aunque nunca llegue a los lectores, puede dar miedo. El Commendatore quiere entrar en los altos mandos de las finanzas y los bancos, y por eso ideó este experimento: 12 números cero dispuestos a contar la verdad sobre todo. Cuando hayan logrado el cometido, susto y sumisión, el mandamás podrá renunciar al diario y acceder a los círculos a los que pretende acceder.
También, Simei le pide a Colonna que escriba un diario sobre la preparación del diario, con una versión épica de la aventura.
Colonna empieza a asistir a la redacción y conoce a los periodistas, aunque Simei le aclara, en confianza, que uno de ellos es de los servicios y usa el periodismo como fachada. Así es todo: desfachatado. El narrador y Simei no parecen tener ningún tipo de resguardo moral ni la sensación de que se podría encarar de otra manera. Y nadie parece muy escandalizado.
En su última novela, Eco recala en el periodismo del modo en que lo viene haciendo hace décadas, pero llevado a un plano tan ficcional como amargo. Sus personajes principales son prácticamente amorales, al menos en un principio. Hay algunos periodistas más comprometidos, como Braggadocio, nostálgico, escéptico pero no cínico, que está investigando una historia que involucra a la CIA, a Mussolini y una trama de poderes gigantes, pero en general es una novela sobre el fango. Simei menciona que “en lugar de pregonar datos que alguien podría cotejar, siempre es mejor limitarse a insinuar”, también dice, para justificar el encargo de un perfil sobre un juez, “tengan en cuenta que hoy en día, para rebatir una acusación, no es necesario probar lo contrario, basta deslegitimar al acusador”, o le pide a Colonna, cuando descubre que le gustaría que en el Domani hubiera dossiers de personajes, “sea amable, redacte una lista de personas con las que nuestro editor puede eventualmente relacionarse, encuentre un universitario repetidor y sin dinero, y hágale que prepare una decena de dossieres.” También, pregona Simei sobre la palabra “Schadenfreude”: “regodearse de la mala suerte ajena. Es este el sentimiento que un periódico tiene que respetar y alimentar”.
Pero la temática del periodismo ya no solo como contexto o profesión para el protagonista sino como trama novelable encuentra unos cuantos antecedentes en la literatura, como por ejemplo la insoslayable Ilusiones perdidas, de Balzac. También rebota en una enorme batería de películas y series de televisión que ven en la profesión periodística un núcleo narrativo potente para crear historias diversas.
Mientras que en las series de médicos lo que motoriza las acciones es el eje problema, la enfermedad, y la solución provista por la medicina, cruzado por la endogamia de las guardias médicas que suele resultar muy productiva en términos de amor y sexo e historias “humanas”, en el periodismo de las ficciones televisivas, el eje moral entre lo “objetivo” y lo “subjetivo” pero, especialmente, entre la buena y la mala praxis, da como resultado narraciones con tendencia al dedito acusador. Los condimentos de estas series son la “adrenalina” de la noticia y del espacio periodístico –cada vez más en crisis, por cierto– como una locación funcional y variopinta, que tiene oficinas privadas, espacios colectivos para el yugo, secciones temáticas –internacionales, política, online– y, si se trata de periodismo televisado, star system. Esa adrenalina estuvo en la última temporada de la serie The Wire, en la que la lucha por el narcotráfico cambió de escenario y se ubicó en una redacción y, por supuesto, lo tuvieron las tres temporadas de la más reciente Newsroom, escrita por Aaron Sorkin, en la que toda la trama, incluyendo los romances y separaciones, se subsume a lo principalísimo: la gesta épica en la cual un grupo de periodistas hacen periodismo bien hecho, o sea, moralmente apto y empresarialmente competitivo. Allí, en las antípodas de Número Cero, aparece la idealización del prurito permanente, como cuando una periodista joven escucha una primicia en un tren, dicha por un funcionario que está sentado delante de ella y que no vio que lo estaba escuchando, y entonces ella decide no usar esa información. O cuando un periodista muy profesional convence a una chica para que no salga en su propio noticiero ya que la van a confrontar con su supuesto violador quien, él ya sabe, tiene una versión completamente diferente a la de ella. Eso sería un gran golpe de efecto que haría crecer la audiencia, pero él cree que la chica se va a exponer a un momento incómodo y cree, además, que su iniciativa de página web en la que las mujeres denuncien a sus violadores es muy compleja porque da para venganzas infundadas. Los periodistas de Newsroom no sólo son éticos sino que además son brillantes y pueden argumentar hasta el infinito y hacer las preguntas más incisivas a cualquier entrevistado.
Si Colonna, el personaje que utiliza Eco para describir a un periodismo esperpéntico, habla de la “ciencia” de la utilización de citas textuales para dar opinión que pase por información, Will McAvoy, el líder de Newsroom, lucha consigo mismo cuando siente que no está siendo objetivo o que hay algún tipo de conflicto de intereses entre el hecho noticiable y la información producida al respecto. En Newsroom se hace mucha mención no sólo a las reglas del buen periodismo (sobre todo las metodológicas) sino a las casas de estudios que las definen y promueven: uno fue a la universidad de Columbia, en donde conoció a una profesora intachable que podría publicar la noticia que ellos no pueden debido a presiones empresariales, otra fue a Cambridge, y así. (Nota de la redacción: hace unas semanas salió un informe de la universidad de Columbia. La universidad fue convocada por la Rolling Stone Estados Unidos para auditar el procedimiento según el cual se había hecho una investigación sobre violaciones en la universidad de Virginia, publicada en la revista en diciembre y acusada luego de tener elementos falsos. Rolling Stone, una de las revistas que sigue pensando el periodismo y sus formatos, publicó los resultados de Columbia en su página web.)
En Número cero hay prácticas rescatables. Por ejemplo, la BBC, ese medio público británico que es una entelequia comunicativa de todo-lo-bueno. Mientras que a Domani no le interesó para nada publicar aquella historia de Braggadocio sobre la CIA y Mussolini, BBC sí lo hizo.
Pero como hay tantos productos culturales sobre periodismo, es lógico que también haya una ficción que se meta, sino con, al menos en la BBC, más específicamente en la producción de un nuevo noticiero en los años ‘50.
“Los noticieros están muertos”, dice Freddie, un periodista joven, enérgico y protorrockero en la primera frase de la serie The Hour, cuando ensaya frente al espejo cómo va a proponer su idea revolucionaria de noticiero a la BBC. La serie, fabulosa aunque lamentablemente sólo duró 12 episodios, fue producida por la misma BBC entre 2011 y 2012, según algunos, como la respuesta british a Mad Men, y allí el retrato de los periodistas también está atravesado por las buenas prácticas profesionales y su relación a menudo inversamente proporcional con el rating. El noticiero que quiere hacer Freddie sucede en 1956, con el árido contexto de la crisis del Canal de Suez, acontecida cuando Egipto nacionalizó el canal y el Reino Unido, Israel y Francia iniciaron una guerra que Estados Unidos interrumpió. En la serie, el noticiero de Freddie en la corporación de medios públicos de Gran Bretaña empieza a recibir presiones consistentes del gobierno para transmitir determinada posición, y los periodistas pujan para poder informar lo que está sucediendo en pleno conflicto. En el medio, se cruza una trama de espías, tanto como las líneas editoriales que los diversos personajes quieren imprimirle al show. Curiosamente, el programa –aplaudido y todavía recordado– fue suspendido por BBC... por falta de rating.
Pero todas las épocas pueden ser fructíferas a la hora de situar un conflicto relacionado con los medios y la política. La novela de Eco transcurre en el ‘92. Quizás Eco quiso evitar la complejidad de hablar de un diario en papel en estos días en los que todos apuestan por su fecha de defunción o sus posibles reconversiones. Él ha dicho que le interesaba que transcurriese lejos del presente. Pero, además, menciona que fue un año en el que los partidos entraron en crisis y comenzaron los juicios por corrupción en Italia, por lo cual prevalecía una esperanza en que las cosas fueran a cambiar. Dos años después, en 1994, llegó Berlusconi al poder, un hombre que tiene mucho que ver con la trama de Número Cero.
En el libro Media and Society into the 21st. Century, Lyn Gorman y David McLean aportan el diagnóstico de la época: “En la elección italiana de 1994 Berlusconi, habiendo establecido un nuevo partido político, Forza Italia, explotó el control que ejercía sobre los medios italianos a través de su compañía, Fininvest, ganó las elecciones y se convirtió en Primer Ministro por un período breve (hasta diciembre de 1994). Berlusconi fue criticado en ese momento por haber convertido el sistema político italiano en una “videocracia””, término que se ha usado más de una vez para describir a la política de los ’90. Eco dice que para su historia de periodismo cínico se inspiró en Mino Pecorelli, dueño de una especie de agencia de noticias de los años ’60 y ’70 que distribuía las noticias que producía sólo a ministros y gente con decisión. Era un arquitecto de conspiraciones y operaciones mediáticas por medio de esa modalidad, apenas mostrándole a unos pocos pero fuertes de lo que era capaz. Lo asesinaron en 1979. Lo cierto es que aunque esté inspirado en este modus operandi, cualquier lector podrá ver en el Commendatore, esa figura misteriosa e indescifrable que le da las órdenes a Simei, algo de Berlusconi.
Alrededor de esa época, unos años antes, también está ubicada otra película reciente sobre periodismo, esta vez en Estados Unidos: la secuela de The Anchorman 2, traducida al castellano como Al diablo con las noticias, precisamente porque retrata, en el código de una comedia bastante graciosa, ese momento en el cual las cadenas de noticias empezaron a transmitir 24 horas y, por lo tanto, tuvieron que convertir en noticia cualquier pavada de la realidad. La película lo describe como el descubrimiento epifánico de un presentador/periodista bastante torpe (interpretado por Will Farrell) al que le habían dado un horario marginal a la madrugada. Ron Burgundy, este personaje insufrible con muchos conflictos de autoestima, descubre que contando algo como si fuera una noticia, podía pasar por noticia. Eureka. Las cadenas de noticias agregaron comillas a su última palabra y se multiplican como hongos: las hay del espectáculo, de música, de servicio público, de todo. Por supuesto, como reza el género de todo producto de la cultura popular que gire en torno al periodismo, en un momento Burgundy se debate si estará haciendo lo correcto o mancillando la profesión. Del otro lado tiene indignadísima a su ex mujer, una periodista comprometida y ambiciosa. Y no es para menos: ella tiene que finalizar abruptamente su entrevista exclusiva con Yasser Arafat porque están perdiendo a lo loco con otro canal que está pasando una persecución policial a un auto, desde un plano aéreo, relatado por su ex como si fuera otro alunizaje.
Mientras la aparición de periodistas en pantalla es una constante –motivada en parte por la necesidad de incluir siempre que se pueda la industria del espectáculo delante de la escena–, el periodismo como temática es un clásico con exponentes para todos y todas: grandes historias que también son postulados sobre la industria mediática (como podría ser Citizen Kane pero también El diablo viste a la moda); escenario de los peores villanos poderosos (Five Stars Scandal), de aventureros con anotador o cámara de fotos (Casi famosos o en algún sentido, La vida secreta de Walter Mitty), de héroes justicieros (Todos los hombres del presidente, La sombra del poder); también, por supuesto, la excusa perfecta que suma carácter, obsesión y compromiso a los personajes; o la mezcla de todo eso, como Buenas noches, buena suerte, Frost / Nixon o las recientemente estrenadas en Sundance True Story y The End of the Tour, una ficción basada en una entrevista de cinco días entre el periodista de Rolling Stone David Lipsky y el escritor David Foster Wallace.
Entre el periodista sin escrúpulos que usa su rol de poder para extorsionar, el héroe que persigue la verdad o el paparazzi molesto, se cifran las ambivalentes representaciones mediáticas de la profesión, especialmente en cine y tele. (Es muy recomendable entrar al ijpc.org, una iniciativa para analizar la Imagen del Periodismo en la Cultura Popular, tal como indican sus siglas en inglés, construida por la escuela de Comunicación y Periodismo de la Universidad de Southern California. Entre otras cosas, el sitio contiene una enorme e inabarcable base de datos –85.000 entradas– con todas las apariciones de periodistas en libros, canciones, películas, comics, etc).
Los personajes-periodistas también copan la literatura y ahí suele estar permitida una mayor proliferación de matices en las que no son tan héroes ni tan mercenarios. Sí hay un tema recurrente en “la caída” del hombre que quería ser escritor y terminó pervertido o frustrado y gris en una redacción. Esa fórmula podría caberle en cierto modo a una novela como El periodista deportivo, de Richard Ford. La literatura argentina ha explorado la temática. Mientras que en El vuelo de la reina Tomás Eloy Martínez describe a un director de diario francamente malvado (el implacable Camargo) en una trama que guarda varios puntos en común con Número Cero, diversas novelas retrataron diversos periodismos: en Redacciones perdidas, de Claudio Zeiger, aparece uno reconstruido y mitificado a partir de la imagen pincelada por la propia literatura, que aun así deja espacio para cuestiones técnicas del oficio periodístico de todos los días; en Diario de la Argentina, Jorge Asís relata los pormenores de la vida cotidiana en un diario muy parecido al Clarín donde él trabajaba, en una novela que es crónica de coyuntura y también de pujas de poder dentro de una gran empresa periodística. Es ya historia vieja y conocida las consecuencias que la publicación de este libro trajeron sobre la vida de Asís durante años.
Más acá en el tiempo, se podría pensar que el cuento “Fireman”, incluido en el libro No alimenten al troll, de Nicolás Mavrakis, actualiza la temática con el retrato de un sórdido moderador de los comentarios ultraviolentos de la comunidad online de un portal de noticias.
En Ilusiones perdidas, Balzac describe la caída de Lucien, un joven que se muda desde un pueblo a París porque quiere ser poeta, pero termina como periodista: “Veo a los periodistas en los salones de los teatros. Me causan horror. El periodismo es un infierno, un abismo de inequidades, de mentiras, de traiciones, que no se puede atravesar y de donde no se puede salir en estado de pureza sino protegido, al igual que Dante, por el divino laurel de Virgilio”, así le dice Fulgence a Lucien, cuando él plantea a sus amigos del cenáculo de poetas que está pensando en ganarse la vida en un medio.
Balzac carga tintas contra un personaje que todavía mucho después de su novela, sigue siendo habitual. El periodista como un escritor que, sin poder ejercer ni vivir de la literatura, recala desganadamente en la redacción. No es ni héroe ni villano. Prevalece, sobre todo, la idea del periodismo como “consueldo” de tontos, inescrupulosos o, simplemente, personas que pasarán por la vida sin haber hecho esa cosa grande que habían soñado, malogrados.
Aunque siempre sobrevoló como un tema importante, nunca antes “los medios” fueron tan centro de análisis del prime time como ahora, en Argentina y en otras partes del mundo también. Es de esperar que eso redunde en nuevos libros, series y películas que sigan exponiendo la fascinación por las construcciones de los relatos y agreguen a su vez las suyas propias. Umberto Eco debe haber tomado en cuenta algo de todo esto cuando intuyó que una novela situada en los ’90 también podía hablar de la actualidad.
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