RESEñAS
En lugar de la verdad
El mundo de Erik Satie
Robert Orledge
Trad. Mariano García
Adriana Hidalgo editora
Buenos Aires, 2003
338 págs.
Por Diego Fischerman
Tal vez la frase más famosa de un músico que se especializó en frases destinadas a la fama haya sido “he llegado muy joven a un mundo demasiado viejo”. La que abre el brillante libro en el que Robert Orledge reconstruye la vida de Erik Alfred Leslie Satie a partir de testimonios de quienes lo conocieron no es menos ocurrente: “Aunque nuestra información es falsa, no nos responsabilizamos por ella”.
Tratándose, como se trata, de un trabajo documental, la boutade elegida por Orledge no puede sino leerse como una declaración de principios acerca de la verdad, no sólo de este libro en particular sino de todo el género documental en su conjunto. ¿Qué es una biografía? ¿Qué diferencia, en todo caso, a una historia verídica de una que no lo es? El mundo de Satie, y en general toda la colección “El mundo de...”, que está publicando la editorial Adriana Hidalgo (en la que ya han salido a la venta volúmenes referidos a Gershwin, Debussy, Ravel, Mahler y Wagner) es, en ese sentido, ejemplar. Aquí no hay narrador. Ninguna voz actúa como la poseedora de la verdad. El demiurgo apenas aparece, casi secreto, en la selección de los testimonios que, por otra parte, están organizados cronológicamente recorriendo las distintas etapas de la vida del músico. El significado provocado no sólo por esos textos sino por sus contigüidades está, entonces, en manos del azar. O, en todo caso, Orledge se las ingenia para que ésa sea la impresión y los informes y calificaciones de los profesores de Satie en el Conservatorio de París, entre 1880 y 1886, se completen (¿involuntariamente?) con la semblanza casi romántica insinuada por su amigo, el poeta Contamine de Latour (en realidad José María Vicente Ferrer Francisco de Paula Patricio Manuel Contamine), cuando relata cómo Satie hablaba de su muerte a los 25 años.
Satie, en todo caso, fue un personaje enigmático, endiosado por algunos que, como Poulenc o Milhaud, lo convirtieron en dios de un credo personal (un credo en que el antirromanticismo resultaba una pieza clave) y vilipendiado por otros. El ingenio, eventualmente, le jugó en contra en una época en que la formación del gusto estaba en manos de alemanes y en que la profundidad (en lo posible solemne) y la dificultad (de composición, de interpretación y de escucha) estaban asociadas indefectiblemente a la idea de valor de una obra. Alguien que, en respuesta a la crítica de que sus obras carecían de forma escribía unas “Piezas en forma de pera”, que defendía la idea de la música funcional (fue un pionero del muzak, como lo prueba uno de los testimonios del pintor Fernand Léger), que se reivindicaba como “compositor medieval” o que indicaba al público, con un cartel colocado sobre el escenario, que aquellos a quienes no gustara la obra, supieran guardar “una actitud de silenciosa inferioridad”, no podía ser tomado en serio y todavía circulan por ahí algunas historias de la música (y algunos de sus lectores) asegurando que Satie era un compositor “de ingenio pero no de genio”. Y es que la revolución de Satie lo fue hasta tal punto que, como la de John Cage años más tarde (uno de sus herederos más claros), no podía ser ni siquiera juzgada dentro de los parámetros que, precisamente, rompía. Las obras de Satie sólo podían ser medidas con la vara que esas mismas obras creaban. La historia de este creador de vida casi patética, preocupado por los cuellos de sus camisas y por el aspecto de su sombrero hongo, que trabajó con Cocteau, Picasso y Picabia entre otros, que tocaba en un cabaret (El gato negro) con el mote de “Erik Satie, gymnopédiste” y que fue amigo, entre muchos otros, de Alphonse Allais, Blaise Cendrars y Reynaldo Hahn (el músico venezolano que fue amante de Proust y le dio la idea de la famosa Sonata de Vinteuil), se cuenta en este libro a partir de voces ajenas. Son ellos, y otros como Man Ray, Sylvia Beach -.la primera editora del Ulises de Joyce-., los compositores Arthur Honneger, Igor Stravinsky y Charles Koechlin o su hermana Olga, que murió en Buenos Aires como profesora de piano (“Mi hermano fue siempre difícil de entender. Ni siquiera parece que alguna vez haya sido perfectamente normal”), quienes, tal vez sin saberlo, unen sus recuerdos, como si se tratara de las piezas de un rompecabezas, para construir ..de a retazos, sin certezas acerca de la verdad-. un relato único, en donde la vida privada se convierte en la historia de una época y de una estética.