Domingo, 17 de mayo de 2015 | Hoy
Escritor de cuentos cortos, aspirante a poeta, Jesús Carrasco protagonizó una explosión editorial cuando Seix Barral apostó a su novela Intemperie. Se trata de un libro que bucea en lo más esencial y puro de la narrativa a partir de conjugar el lenguaje con una mirada sobre la naturaleza, en este caso la de la llanura castellana, con un lirismo seco que no pocos han equiparado al del gran escritor español Miguel Delibes.
Por Violeta Serrano
Por Violeta Serrano
Lo de Jesús Carrasco, dicen, es un milagro. Mandó su primera novela a la editorial Seix Barral como quien tira una botellita al mar sin esperar nada más que, tal vez, en algún momento, una carta que educadamente declinase la publicación. Pero no. Resultó que aquel tipo que llevaba escribiendo más de veinte años, aunque nunca más allá del relato corto o similar (tal vez por su oficio de redactor publicitario que, obligatoriamente, le llevaba al ejercicio de la condensación de ideas), fue elegido como autor novel, para constituirse como una apuesta en regla con una promoción apabullante. Y tuvo un gran éxito. Su primer libro, Intemperie, publicado en España en 2013 consiguió tantos galardones que no hay lugar para nombrar todos acá. Además, la famosa productora Morena Films compró ya los derechos. Industria cultural, fuegos artificiales y una nueva vida para un escritor que nos ofrece, paradójicamente, la posibilidad de reflexionar sobre la importancia de lo más elemental y simple de la vida.
Intemperie es una novela escrita con la precisión de un poeta, argumentada en la base de la dignidad primigenia y desarrollada con la paciencia de quien puede subirse al caballo del éxito sin que la soberbia asome los colmillos. Tal vez porque él dice haberse criado ahí, lejos de las comodidades de la ciudad, en el campo, donde se aprende que la paciencia es virtud, que el éxito es una cuestión de esfuerzo y donde las pocas palabras son ley. Nacido en 1972 en Extremadura, al oeste de España, en la frontera con Portugal, admite que se crió en un contexto así, rural, aunque posteriormente se trasladó a las afueras de Madrid debido al trabajo de su padre y, hoy, por cuestiones personales, tiene su residencia en Sevilla. Pero cultiva parte de lo que come: el contacto con la tierra es para él irrenunciable.
Jesús Carrasco dice que no es poeta porque no se siente a la altura de una calificación que tanto respeta, a pesar de que ha escrito un libro cargado de lirismo, con gran riqueza léxica. Trazos firmes y delicados a un tiempo para conformar, en un relato sencillo, una reflexión universal. Y para conseguir llegar a la destilación misma del concepto de literatura, este autor novel optó por el camino más inteligente: ni abundancia de personajes ni la posibilidad de incurrir en errores de contexto. En Intemperie no hay más que tres caracteres principales que se mueven por un espacio-tiempo indeterminado. Y el llano. La naturaleza es la base fundamental de este relato. Ella determina la suerte que corren los humanos que por ella transitan y que a ella se deben. Una realidad que parece habérsele olvidado a quienes pasan su vida en el contexto urbano pero de la que todos venimos y a la que, si todo cae, sin remedio volveremos. Por eso tan importante es respirar como saber ordeñar una cabra, diferenciar el agua potable de la que no lo es, saber desollar un cadáver, ya sea de oveja o de rata, porque lo mismo da cuando el hambre apremia.
La sequía abrasa el espacio de este texto que se mueve entre el bildungsroman, la tradición picaresca del Lazarillo de Tormes y el western: aunque parezca mentira, podría ser cualquier paraje castellano del centro de España, esas llanuras de frío seco y cortante en invierno y de sol cayendo a cuchillo en pleno verano. Pero no sabemos realmente cuál es el lugar que Carrasco utiliza para hacer avanzar la acción y esto está así configurado con premeditación y alevosía: su objetivo es borrar lo máximo, podar y podar, rodear el centro pero no tocarlo, dar pistas que revelen sin juzgar, evitar, incluso, dar nombre a los personajes para que la narración en sí misma emerja como elemento primordial.
Para llegar a tal logro, Carrasco, además de ser capaz de poner al paisaje como clave fundamental, configuró la trama en base a un niño que, huyendo, se mueve entre dos polos opuestos: un alguacil y un cabrero. Cayendo en maniqueísmos se podría decir que el primero es la encarnación del mal y el segundo, del bien, y que el niño, claro, está en pleno desarrollo de su identidad y transita entre uno y otro hasta llegar a emerger como una personalidad autónoma tomando como ejemplo revelador a uno de los dos adultos. Pero tanta sencillez no existe en las obras de calidad como ésta. Ni el cabrero es la bondad personificada ni el niño es un inocente en busca del sentido de su existencia. El único que tal vez sí pueda corresponder con el concepto de abyecto sea el alguacil. Pero no hay juicios. El autor, efectivamente, desaparece y sólo muestra lo que considera necesario para que el lector, después, rellene los vacíos minuciosamente colocados a lo largo de la trama y así, por sí mismo, establezca una conclusión.
Podar hasta dejar lo esencial para que el efecto del golpe sea aún más duro: desposeerse de todo para que los huesos crujan al contacto con el enfrentamiento directo al texto. Eso consigue este adorador de narradores norteamericanos de la talla de Carver, Cheever, Updike o McCarthy. Ha habido incluso quien lo ha puesto a la altura de Faulkner: él, humildemente, ha dicho, en otras palabras, que le faltan algo así como tres vidas para llegar a sus talones. También le han dicho que es el Miguel Delibes del siglo XXI, y de hecho sí es cierto que en esta obra se reconoce asimismo la belleza de las llanuras de la meseta castellana. Pero para compararlo con alguno de sus contemporáneos españoles se podría decir que su técnica es similar a la de Rafael Chirbes pero, en el caso de Jesús Carrasco, aplicando su fuerza a transitar por la antinomia entre la oscuridad y la dignidad del ser humano en un contexto extremo de orfandad de comodidades: la intemperie, vivir al aire, arreglárselas con la tierra en un mundo sin ley o en el que la ley, la mayoría de las veces, la dicta quien ostenta el poder, en este caso, el alguacil, que poseería el único elemento disruptivo en un entorno dominado por la naturaleza: un sidecar. La naturaleza acá, a pesar de su innegable dureza, es la que implica la posibilidad de subrayar la dignidad, sobre todo a través del personaje del cabrero, poseedor de una sabiduría artesanal que Carrasco ha sabido hacer brillar en unas descripciones descarnadas, donde podemos sentir cómo la sangre corre desde una cabeza abierta, escuchar unas tripas sonar por días sin tomar alimento u oler la putrefacción de un cuerpo muerto y abandonado al sol. No se trata de una lectura perfumada de flores silvestres sino una obra violenta que hace honor a su nombre: Intemperie, con todas las consecuencias que semejante palabra implica.
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