Domingo, 17 de mayo de 2015 | Hoy
Cuando en 2011 recibió el Premio Nobel en silla de ruedas, después de haber sufrido un derrame cerebral que le paralizó medio cuerpo y le quitó el habla, pero no la capacidad del lenguaje y de tocar el piano, Tomas Tranströmer ya era un poeta muy popular en su país, Suecia, lo que no significa que las cosas fueran sencillas para este hombre que había nacido en Estocolmo en 1931 y que murió el pasado mes de marzo. A apenas dos meses de ese final, se repasa aquí su obra y su trayectoria singular, no solo relacionada con la poesía, sino con su actividad como psicólogo en hospicios y correccionales.
Por Guillermo Saccomanno
“Despertar es un salto en paracaídas del sueño”, escribió Tomas Tranströmer en el primer verso del primer poema de su primer libro, 17 poemas, en 1954, a los veintitrés años. Y también: “El círculo ulterior es el del mito”. De qué se trata su poética, puede preguntarse uno al entrar en sus libros en los que se percibe un misticismo reservado y una introspección con los que observa el paisaje, se trate de un atasco de tránsito en una autopista nevada o de un acantilado en el viento. Su reserva se esfuma cuando busca una explicación tentativa a esta mirada entre melancólica y desgarrada que puede encontrarse en ese mismo libro, el inicial: “Alcanzar las mesetas últimas/ junto a las fronteras del ser. Allí caen/ todas nuestras acciones / claras como el cristal / no hacia otro fondo / que el de nosotros mismos”. Cimiento de lo que vendrá, este primer libro –en el que figuran barcos y naufragios como metáforas– opera como proyecto de una escritura que vendrá, el trazado de un mapa a recorrer que, partiendo desde lo íntimo logra la identificación del lector. Compleja sencillez la suya. Pudorosamente solitario y solidario, trascenderá hacia lo colectivo para convertirse, sin proponérselo, en gloria nacional, luego de un camino largo, con una obra que comprenderá, como summa, unas quinientas páginas. En Suecia, su país natal, llegará a vender miles de ejemplares, una cifra impensable para otros países, incluyendo los Estados Unidos, y ni qué decir el nuestro, donde apenas se lo conoce y su nombre deviene contraseña entre pocos. Aun cuando la crítica no siempre le fuera favorable, Tranströmer no alteró en absoluto sus convicciones. Por el contrario, la aversión de los intelectuales de ghetto lo afirmó en su oficio.
No son escasas en sus poemas las referencias a la naturaleza y a los bosques en especial. Se diría que sus versos respiran Escandinavia, la misma de Ingmar Bergman, pura desolación sin Dios. Lejos de ser el bosque un territorio idílico, tiene más que ver con la selva oscura dantesca o la espesura acechante del gran malentendido Ted Hughes.
Nacido en Estocolmo en 1931, hijo de un periodista y una maestra, sus padres se separaron cuando tenía tres años. Madre e hijo se mudaron a un barrio obrero. Pronto el chico criado en un ámbito progre se enfrentó al autoritarismo de una escuela pública donde debió adaptarse. “Una diferencia importante entre mi vida y la de mis compañeros de curso era que yo no tenía un papá para mostrar. La mayoría eran chicos de hogares de trabajadores, donde el divorcio no era al parecer nada frecuente”, escribió en Visión de la memoria, su autobiografía. Hay un compañero más grande que le gana en lucha libre y se dedica a humillarlo. “Al final encontré un método para desanimarlo, relajándome totalmente. Cuando se acercaba, yo fingía que mi Yo había volado lejos y lo único que había quedado era un cadáver, un trapo que él podía manosear como quisiera. Entonces se cansó. Me pregunto qué ha significado para mi existencia el método de transformarse a sí mismo en trapo sin vida. El arte de ser atropellado, conservando el amor propio. ¿No lo habré utilizado en exceso? A veces funciona, a veces no.” Siguiendo a Rilke, que reconocía la infancia como el territorio donde subyacen además de la mitología personal todos los temas de un poeta, la autobiografía de Tranströmer, si bien se detiene cuando publica su primer libro, es clave porque aquí identifica su primera percepción poética en una irrupción luminosa: “Mi vida. Cuando pienso estas palabras veo ante mí un rayo de luz. En una aproximación mayor, el rayo de luz tiene la forma de un cometa, con cabeza y cola. La extremidad más intensa, la cabeza, es la infancia, los años de crecimiento. El núcleo, su parte más densa, es la más temprana infancia, en la que los rasgos más importantes de nuestras vidas se definen. Las vivencias más tempranas son en su mayor parte inalcanzables. El relato, las memorias de las memorias, las reconstrucciones en función de estados de ardor repentinos”.
Al terminar el secundario, Tranströmer estudió psicología, se graduó y desde entonces, casi toda su vida, trabajó en hospitales e instituciones penales y correccionales de jóvenes delincuentes, muchos con problemas psiquiátricos. Años más tarde, refiriéndose al lugar alejado en los bosques del Norte donde acude a una conferencia sobre parálisis cerebral, mencionará la inclemencia del espacio en que “esos desgraciados se recogen y rehabilitan”. Y acota: “Al entrar allí recibes un fuerte impacto, pero te acostumbras con rapidez. El ambiente es casi religioso”. Esta ocupación, que para muchos resultó snob, Tranströmer la eligió, contra todo prejuicio, más por instinto e ingenuidad y terminó convirtiéndose en una mezcla de pasión y nutriente lateral de su poesía.
Conviene prestarle atención a su correspondencia con Robert Bly (1926) que va desde 1964 a 1990. Uno se pregunta qué clase de afinidad, además de lo escandinavo, puede haber entre el extrovertido norteamericano de familia noruega y el sueco introvertido que reniega contra el ambiente literario y la degradación de la democracia de su país. Bly ha sido siempre un tanto ampuloso, casi exhibicionista y más cerca del showman que habría de derivar en pope de “la nueva masculinidad” convocante de misóginos abrazadores de sequoias. El sueco, en cambio, viajando cuando podía –fue un viajero y no un turista– siguió con su callado trabajo social y escribiendo recluido y familiero. Uno de los tramos más vibrantes de la correspondencia resulta el de fines de los sesenta, con la guerra de Vietnam en primer plano y las discusiones en torno de la política exterior norteamericana y su repercusión en Suecia. Ambos se cartean comentando la compartida oposición a la intervención yanqui. Bly participa, militante, de manifestaciones, recitales, solicitadas, confecciona antologías de poetas pacifistas, busca adhesiones en todo el país y polemiza contra quien se le cruza. Si bien Tranströmer comparte la repulsa a la guerra, no es un antinorteamericano y tampoco un intelectual comprometido, lo que le acarrea la crítica de sus compatriotas de izquierda. Tranströmer marca en sus cartas su posición personal contra la corriente: “En líneas generales no les gusta que no me haya renovado lo suficiente, que no me interese mucho por los medios de comunicación de masas, Mac Luhan, el pop y la poesía concreta. La otra acusación es que no estoy suficientemente comprometido social y políticamente. Lo que ha ocurrido en realidad es que he tenido un trabajo social a tiempo completo. De preferencia, uno debe declararse marxista. Han encontrado en mi obra elementos de romanticismo trasnochado, incluso de religiosidad”. Que en algunos poemas pueda haber un templo no lo hace necesariamente un creyente. Más bien lo que trasunta su poesía, si se la lee cronológicamente, es un diario personal en clave simbólica, un proceso de indagación en el conocimiento de sí mismo. En este sentido, es relevante cómo describió su modo de escritura: “Hay poemas que se han creado en muy poco tiempo y casi como si me los hubiese dictado el subconsciente, y hay poemas que han visto la luz tras largos y complicados procesos, y hay poemas que nunca han sido otra cosa que grandiosos y pequeños intentos, pero también es difícil saber qué se quiere decir con escribir, porque en el interior de uno tiene lugar una escritura constante y que no necesariamente acaba en el papel”.
Inmiscuirse en el carteo puede ser una buena entrada y acercamiento a la comprensión de la escritura de Trantrömer. Especialmente el período que va desde fines de fines de los 60 y comienzos de los 70 están presentes, entre muchos, tanto nombres como Haydn y Joan Baez al igual que Allen Ginsberg y Robert Lowell, además de una infinidad de poetas nórdicos –que le interesan difundir a Bly en EE.UU.– y de poetas norteamericanos –que le interesan a Tranströmer por idénticos motivos–. Por sobre estos intereses divulgativos está privilegiado el diálogo sobre la obra de ambos y, en su relación con la traducción, el intercambio se vuelve, para el lector, un auténtico taller de escritura. Aquí Tranströmer se destaca como un conocedor de Vallejo, Machado y Neruda, y auténtico orfebre de la palabra al discutir cuestiones del lenguaje. Basten como ejemplo las enmiendas y puntos de vista del sueco sobre la traducción al inglés que hace Bly de su poema “Lamento”, que en nuestro idioma sería así: “El dejó la pluma. /Quedó quieta en la mesa. /Quieta en el vacío. El dejó la pluma. / ¡Demasiado no se puede escribir ni callar!/ Está paralizado por lo que sucede muy lejos / aunque la prodigiosa mochila late como un corazón. /Afuera es el comienzo del verano. /Del verdor llegan silbos - ¿personas o pájaros? / Y cerezos en flor que palmean los camiones que llegaron a casa. / Pasan semanas. / Se hace lentamente noche. / La polilla en la ventana: / pequeños, pálidos telegramas del mundo.” Por si no queda claro, con la alusión a lo que “sucede muy lejos”, debería quedar transparentado para quienes lo criticaban que aludía a Vietnam. Puede aducirse que la fórmula es demasiado elíptica, pero también es cierto que Tranströmer era un lector de Horacio y el mundo clásico no le era indiferente. Redondeando, la traducción es un asunto serio para Tranströmer. No se trata sólo del pasaje de una lengua a otra. También del salto de una geografía y un tiempo problemáticos a otro. “Los que saben escribir olvidan. Anota y olvida”, escribe. Y también: “He dado una vuelta alrededor de la vida y he vuelto al punto de partida: una habitación dinamitada”.
Volviendo a lo político: más que de la pronunciación pública importa en Transtörmer la forma de manifestar en lo concreto el dichoso compromiso con el prójimo: tener conciencia de que no hay afuera ni lejos de los conflictos que aquejan y terminan con la humanidad bajo el capitalismo. Es decir, hay que elegir la responsabilidad ante el dolor y asumirla en vez de consolarse cómodamente en la declamación.
A pesar de que puede pensarse que su traducción se debilita, su obra fue traducida a más de sesenta idiomas, incluyendo el turco, el estonio, el persa, el macedonio, el tártaro. El dato indica que estamos frente a un creador verdaderamente apreciado que vence por su sensibilidad las barreras idiomáticas. En lo que respecta a nuestro idioma, los lectores son afortunados ya que el responsable de su puesta en castellano es el profesor y poeta uruguayo Roberto Mascaró (1948), integrado a la Universidad de Estocolmo y la de Upsala, quien se sumió en su obra desde su llegada a Suecia, su país de exilio. Desde el principio Mascaró estableció con Tranströmer un vínculo de admiración y amistad, que redundó en beneficio de una traducción rigurosa consensuada por el poeta.
Y acá viene la parte en que –creer o reventar– el poeta puede ser un vidente. En 1974, Tranströmer escribe un poema en el que se anticipa a un ataque cerebral. “Entonces llega el derrame cerebral: parálisis del lado derecho con afasia, sólo comprende frases cortas, dice palabras inadecuadas. / Así no alcanzan ni el ascenso ni la condena. / Pero la música permanece, sigue componiendo en su propio estilo”. En otro poema habrá de escribir: “Cansado de todos los que llegan con palabras, palabras, pero no un lenguaje. / Parto hacia la isla cubierta de nieve. / Lo salvaje no tiene palabras. / ¿Las páginas no escritas se ensanchan en todas direcciones!/ Me encuentro con huellas de pezuñas de corzo en la nieve./ Lenguaje, pero no palabras.” La profecía inconsciente se cumple. En 1990, a los cincuenta y nueve, padece un derrame. Una hemiplejia que le paraliza medio lado, el derecho, y lo enmudece. Tranströmer se empecinó en un rescate existencial. Y recurrió al haiku. Dos ejemplos: “Un soplo duro/ atraviesa la casa: son los demonios”, escribió. Y también: “Se cayó el techo/ y los muertos me ven. / Este es el rostro”. La enfermedad le vedó el habla, pero no el lenguaje. Para comunicarse, como mediadora, estuvo siempre a su lado Monika, su compañera de siempre. Mudo, en silla de ruedas, con el medio lado inmóvil, siguió tocando el piano. Puede vérselo, anciano, canoso, en paz por fin con sus demonios, sabio, en YouTube, interpretando una melodía clásica de sosiego extremo. El mismo sosiego debería leerse como humildad, la humildad de quien se paró ante la locura, quien escarbó en lo hondo de sí mismo en nombre de los otros. En 2011, mudo en silla de ruedas, aureolado por la pompa y circunstancia, recibió el Premio Nobel de manos del monarca local. Anécdota no menor: fue el primer premiado en toda la historia de los Nobel que no tuvo que mandarse un discurso respetuoso de la tácita exigencia políticamente correcta de la Fundación. El galardón no cambió su modo de vida apartado y, en los tres años más que estuvo en este mundo (murió en 2014), tal vez accedió de nuevo a la revelación que vislumbró al descubrir la poesía: “Debo pasar por el umbral oscuro. / Una sala. / El blanco documento relumbra. / Con muchas sombras que se mueven. / Todas quieren firmarlo. / Al fin la luz me dio / y el tiempo fue plegado.”
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