Dom 24.05.2015
libros

LA MUSA FREUDIANA

Experta en los vericuetos de la palabra y de la mente, frecuentadora impenitente de divanes desde hace años, Tamara Kamenszain no podía ignorar la estrecha relación que su poesía iba a ir tramando con el psicoanálisis y su asistencia a terapia. Como resultado, alumbró un libro breve, coloquial y muy entretenido: El libro de los divanes trae más preguntas que respuestas acerca del destino del lenguaje. Aquí se publica el prólogo que escribió María Moreno para presentar a Kamenszain y su relación con el inconsciente.

› Por María Moreno

Somos muy jóvenes. Le hago una entrevista a Tamara Kamenszain porque acaba de aparecer De este lado del Mediterráneo. Pero la entrevista no empieza porque Tamara está parada sobre una silla colocando un reloj sobre la pared. Es un reloj muy grande, de péndulo, antiguo –funciona con una llave– que ha estado roto y ahora ha sido arreglado. Tamara, de puntillas me dice sonriendo, como disculpándose, que se lo ha dado su padre. Pienso que Tobías Kamenszain le toma el tiempo a Tamara, el tiempo de escribir los libros que vendrán.

Escribo la nota. Sin darme cuenta cambio el título del libro por Del otro lado del Mediterráneo. Pero soy yo quien está del otro lado, en otro lugar, no en el país de la poesía. Lejos, hago periodismo.

Con Tamara hemos compartido algunos divanes. Imagino que las impresiones de nuestras espaldas se han mezclado mientras escribíamos en el aire contra o con el eco de la voz de otra mujer. Somos hermanas de una manera extraña: en los divanes no se comparten padres.

LA VIA REGIA DE LA METAFORA

Cuando le digo que mi primer libro,
De este lado del Mediterráneo,
está por aparecer en la obra reunida
y que eso me da vergüenza,
ella como si hubiera escuchado mal me con-
testa
que un mar separa la habitación de la hija
de la habitación de la madre.

¿Será entonces que cuando escribo yo ventilo
las quejas, las falencias, las taras
que aparecen y desaparecen al ritmo
de mis sucesivos análisis?
Ella no contesta y eso debe querer decir
que siempre hay otra línea de lectura, siem-
pre hay otra.

Una analista que no era la mía ni la de Tamara Kamenszain ha hablado del principio de imprevisibilidad. Cuando en un análisis nada sucede como estaba previsto es porque las cosas andan bien. El saber ordenado bajo la forma de la previsión sólo da lugar a la sorpresa cuando falla, de ahí la afinidad de la sorpresa con la verdad y, se podría agregar: con la poesía. Como cuando un analista dice que “un mar separa la habitación de la hija / de la habitación de la madre”, algo que no sabe de donde le llega y recién por lo que provoca descubre que ha sido la frase adecuada en el momento adecuado porque el paciente poeta luego dice algo que no sabía que sabía y es el primero en sorprenderse.

Tamara Kamenszain ha escrito entre divanes sus libros de poesía. En cada uno ha corregido un poco la novela de su vida y dicho en voz alta borradores de poemas donde la voz del analista quizás haya imaginado una metáfora o simplemente no impedido su creación (“Cuando salgo contenta de una sesión me siento en el bar de enfrente / y ahí sí, ahí sí que asocio libremente / porque ni bien la gente enciende sin mí los decibeles de su charla / ya sé que las servilletas me van a servir / para ajustar unas palabras desteñidas / a los rigores de mi impresora cuando vuelva a casa”).

Pero estoy lejos de proponer el analista como poeta exfoliado: hay tanta distancia entre el “producto” que ocurre en el diván y el poema, como entre el contenido inconsciente y esa interpretación que se acepta precisamente porque hay otras.

La vulgata imagina el psicoanálisis como peligroso por arrastrar a la razón pulsiones oscuras e imágenes ambiguas que sólo el misterio preservaría para la poesía. Es exactamente lo contrario ya que el saber que un poeta saca del diván a la vereda no es el del capital de conocimiento ni el del archivo abierto sobre seguro de la novela familiar del neurótico reescrita. Como que el psicoanálisis, la literatura, la teoría y política son la materia poética de Tamara Kamenszain, materia que no la hace recibirse porque nadie tuvo nunca un diploma de poeta, como tampoco de lector y escritor: en la escritura son todos estudiantes crónicos.

Cuando en El libro de los divanes se lee que “se escribe para constatar / que no hay ningún inconsciente que aguante / las ganas de futuro la alegría de saber que aunque todo se repita / algo siempre va a cambiar de la casa al bar y del bar / hasta la casa alguna novedad alguna letra chica” se comprende que un poeta se analiza para no curarse de desear que el fantasma aprenda a hacer el verso.

POESIA Y RESPIRACION

Con su pudor burgués mis padres habían
traducido
enfermedad por cansancio asma por fatiga
el mar hay que nadarlo los asmáticos
se ahogan en un vaso de agua
no llegan nunca a la habitación de la ma-
dre
dan brazadas inútiles mientras el verdadero
enfermo
es otro.

La poética burguesa de los padres enseña que las metáforas son buenas maneras que preservan el secreto ante el qué dirán. La hija como un madre que no prefiere a ninguno de los hijos, abre la puerta a todas las palabras aún a esas plebeyas (figuras del aviso clasificado como “Solos y solas”, consignas evangelistas como “Pare de sufrir”, palabras del dialecto informático como “Facebook”, “Twitter” o “Post”) “reas” del qué es qué poético, exponiéndolas y exponiéndose al qué dirán.

La poesía de Tamara se cura del asma en ritmos regulares que no silban en la escansión, porque nadan el crawl de Héctor Viel Temperley pero no hacia el cuarto de la madre, sino que deseosa huye de ella porque de este lado del Mediterráneo está el mar Caribe donde el maestro Lezama Lima predica con el ejemplo que el asma se cura en un estilo que asfixia sin matar (el barroco) porque siempre se puede tomar un respiro en el puente de Plata extendido por los amigos en patota –Osvaldo Lamborghini, Néstor Perlongher, Arturo Carrera, José Kozer– hijos del cisne de Darío que devino pato criollo por saber nadar en el barro hasta devenir neobarroso.

DOS DIVANES

Cuando le cuento un sueño a la analista de
hoy
casi no dice nada una vez más se calla la
boca
como si buscara que en el silencio de mi
propia novela
hable mi realidad yo sin embargo
persisto no acabo de despertar
parece que necesito encontrarle un sentido
freudiano
a lo que no tiene, ya lo dije, no tiene
vuelta atrás.

A la poeta Hilda Doolittle no le gustaba que el profesor Freud llamara “síntoma” a la experiencia de lo sagrado. Se había recostado dos veces en su diván –dos tiempos, la década del 20 y las vísperas de la segunda guerra mundial– como Tamara Kamenszain en los suyos para dar una vuelta más a lo que no tenía vuelta atrás y dar con otra línea de lectura. También quería reescribir la novela de su vida con el que llamaba “el médico sin tacha” (quizás el mayor poeta de todos los tiempos; dijo del amor: “la sombra del objeto cae sobre el yo”). Ese cruce de palabras desde el diván y el sillón se hacía en dos lenguas que no eran las maternas: la de él, el inglés, la de ella, el psicoanálisis.

Hilda Doolittle había querido ir a Hellas (Grecia) y Helen era el nombre de su madre pero eso era sólo la verdad en parte porque complacía al profesor. En realidad había querido ir a Delfos a hacer la ruta sagrada para llegar al sitio en donde una pitonisa pronunciaba sentencias en dípticos que podían interpretarse de dos maneras (“siempre hay otra línea de lectura, siempre hay otra” insiste Tamara Kamenszain en El libro de los divanes). Con la ciencia del padre (un astrónomo) que ha recibido en la métrica modesta del recuerdo encubridor y hurgando entre objetos prohibidos de su escritorio en donde, entre frascos de tinta de colores, vasos con plumas y pisapapeles de vidrio, un búho vigilaba desde un fanal (a menos que fuera la lechuza de Hegel), Hilda Doolittle ha calibrado el secreto de los lentes, deducido las propiedades de la luz y de la sombra. Por eso cuando comienza a leer en la pared de una habitación en Corfú una escritura pictográfica –la cabeza de un soldado o aviador, un cáliz místico casi del mismo tamaño, un trípode semejante al que sostenía su pequeña lámpara de alcohol colocada en el lavatorio junto al cepillo de dientes, un par de alas que atribuye a Niké (Victoria) flotando sobre una escalera que podría ser la de Jacob, criaturas diminutas como insectos que zumban y constituyen el audio de la imagen– piensa inmediatamente que se trata de luces que se mueven entre las sombras de las ramas, los frutos y las flores de un naranjo que crece del otro lado de la ventana. Luego recuerda que el dormitorio queda totalmente en las sombras mientras que no serían sombras los objetos de la visión aunque uno cite al trípode de la lámpara de alcohol, el cáliz, a un vaso común y unos signos descriptos como medias, a los bordes como filigrana del espejo.

Para los poetas imaginistas de la coalición masculina regenteada por Ezra Pound, Hilda Doolittle no era uno de ellos sino la evidencia más pura del proyecto; al revés, a Tamara Kamenszain se la agrega en la serie neobarrosa con pocas evidencias; basta que haya nacido en una generación y la transferencia con ciertos nombres y cuerpos amigos cuya obra ella vela como la impar entre pares.

Si el Escrito en la pared es una escritura en imágenes, para Hilda Doolittle un par de iniciales, pueden constituir un sello: H. D. Tamara Kamenszain que vive en la era informática tiene en su contraseña las iniciales del nombre de sus hijos: (“Cuando hago un esfuerzo por pensar de otra manera / lo hago por mis hijos / no quiero hablar como vieja pero tampoco quiero / que lo hagan ellos. Tampoco quiero hablar / como joven pero sí quiero que lo hagan ellos. / Mi contraseña incluye sus iniciales. / Si entro ahora puedo abrir otra línea de lectura, / pero ellos, solo ellos, me la pueden habilitar.”)

H. D. describe su lectura entre la visión y una proyección involuntaria de su inconsciente e interpreta en la imagen del trípode, el símbolo de la profecía –la pitonisa de Delfos leía el futuro sentada en un trípode– o de la unión antigua entre arte, medicina y religión, las tres patas de su búsqueda tanto en el diván del profesor en Viena y en Londres como en la cama victoriana desde la que lee en la pared de su cuarto de Corfú.

H. D. sabe que esa experiencia es única pero sospecha que hay allí algo peligroso de lo que se podría no regresar y, al mismo tiempo, algo que domina y en lo que quiere quedarse. Pero mientras que en la alucinación la imagen persiste aunque se cierren los ojos e impide dejar de ver, el escrito en la pared exige la constancia de una mirada que no lo deje caer pero que podría abandonarlo si quien mira, lo quisiera: “Y allí estaba yo sentada, y allí estaba mi amiga Bryher que me había llevado a Grecia. Puedo volverme hacia ella, aunque no me muevo ni una pulgada pues de otro modo interrumpiría la mirada sostenida y fija en la pared que está ante mí. Le digo: “Ha habido pinturas aquí. Al principio pensé que eran sombras pero son luz, no sombras. Son objetos perfectamente simples; pero por supuesto es muy extraño. Puedo apartarme de ello ahora, si quiero –es cuestión de concentración– ¿qué opinas?, ¿debo detenerme?, ¿debo continuar?”. Bryher responde sin vacilar: “Continúa”.

La hospitalidad consiste menos en acoger que en dejar continuar, por eso Bryher es menos una amante que una analista. Y es ésa la posición que describe ejemplarmente H. D.: “Era ella en verdad quien tenía el desapego y la integridad de la pitonisa de Delfos. Pero era yo (...) quien veía las figuras, quien leía el escrito en la pared, a quien se concedía la visión interna. O quizás en algún sentido, lo estábamos “viendo” juntas, porque sin ella, con seguridad, no habría continuado”.

Con las traducciones del caso Tamara Kamenszain continúa. Ella podría describir en términos parecidos su paso del diván a la silla del bar Moderno, de la asociación libre a la poesía, porque el analista siempre es mujer. No en vano se quejaba Freud: “no me gusta ser la madre transferencial, soy muy masculino”.

El diván de H. D. es europeo, un poco Recamier; a sus pies hay una manta con que cubrirse en el invierno que cada paciente deja a su turno doblada a los pies; más una cama casta que un diván, se parece a esas camitas de Kuitka, semiabiertas para soñar y decir que se sueña. Yo las veo a Hilda Doolittle y a Tamara Kamenszain acostadas y multiplicadas en esas camitas, flotando en una oscuridad que no es el cielo del inconsciente sino el de la lengua. A sus espaldas hay una mujer que dice “continúa”.

UN PAÑUELO

Pero hay otra línea más vieja de lectura,
más sabia.
Por ejemplo el poeta cubano José María
Heredia
se preguntaba en 1824
¿Cuándo acabará la novela de mi vida
para que empiece su realidad?
¿Por qué no acabo de despertar de mi sueño?

Pero Tamara Kamenszain sabe que no hay otra realidad de la propia vida que su novela. “La carne es triste y todo lo he leído”, el grito de Mallarmé quería decir que leer sacia de la carne y que la tristeza nace de esa saciedad y no del hambre. Si El libro de los divanes se asusta de ser autobiografía o diario íntimo (“si me llego a comprar un cuaderno por cansancio / voy a terminar cayendo en el diario íntimo y la poesía / tendrá que versar sobre otros asuntos”) habría que recordar que Tamara Kamenszain ya escribió en su libro de ensayos Historias de amor una autobiografía de amores literarios, un recorrido por la palabra “tú” deslizada en la obra de algunos poetas latinoamericanos y la cartilla de estrategias con que las mujeres se contaron a sí mismas su pasaje de musa a poeta: escribir como viuda, como madre póstuma o como niña muerta, fantasmas femeninos que sirven para escribir que se ama. Difícilmente El libro de los divanes pueda superar esa revelación de su intimidad salvo la pregunta por si nacer es para desenterrar los restos politizados de un diario íntimo en donde el yo se esconda en el salir de sí para que algo del pasado escanee “un entusiasmo de grupo un nosotros naïf o salvaje / que me permita creer que alguna vez me colé / por los agujeros de las voces ajenas / para encontrarme feliz y contenta / con el eco de la mía”.

La “sujeta” (invención que feminiza un término teórico mientras alude a un verbo que indica dependencia) de Tamara Kamenszain es topológica. De este lado del Mediterráneo, La Casa Grande, Vida de living, Tango bar, El ghetto, El libro de los divanes son títulos de sus libros de poemas pero también la dirección de un movimiento que va desde un adentro metafórico a otro que marca una intemperie fecunda. De un estar en el medio, entre el sector de parroquianos politizados del bar Moderno y el de los gays y los despolitizados, entre el Pueblo judío de la genealogía familiar y el pueblo peronista visto en la residencia de Gaspar Campos y enfrentado a ese otro que el padre le señalaba en la Casa del Pueblo, a estar en el afuera del próximo libro.

Pero un lugar por nombre habla de un sedentarismo guardián o de un velar responsable que alguna vez Tamara Kamenszain, en Historias de amor adjudicó a la figura de la viuda.

“Para la figura de la viuda me inspiró un libro de María Victoria Suárez que se llama Vida de viuda” –me contó durante una entrevista–. “Ella tiene un texto adonde habla de dos tipos de viuda, la profesional que hace un mausoleo para que su marido muerto siga con vida y la que ejerce lo que se llamaría vida de viuda que es `encender en la escritura la hoguera de la pérdida`. Están las que hacen un mausoleo del objeto y del amor y las otras: las que ejercen la vida de viuda en la literatura, las que desde su eterno duelo poético se proponen ejercer las cenizas. Son formas de acceder a la ausencia, al objeto que se escurre. La de viuda es más la posición de la escritora. La de poeta perdida es querer poner fuego en las cenizas.”

Tamara Kamenszain ha puesto fuego en las cenizas de Osvaldo Lamborghini, Néstor Perlongher, Héctor Viel Temperley, Enrique Lihn. Ha hablado de “líricas terminales”, mantenido viva la flama de sus amigos neobarrocos muertos.

Hacia el final ha imaginado El libro de los divanes como un equivalente al pase, figura del psicoanálisis: “La primera vez que me topé con esa expresión lacaniana / fue cuando leí Un final feliz de Gabriela Liffschitz. / En ese libro tan luctuoso tan entusiasta / entendí el paso como un indicio en la escritura / del fin de análisis. Poder pasar en limpio / algo que ahí destelló permitiría, parece, / vislumbrar un final ponerlo en presente / no evocarlo no novelarlo pero sí / transformarlo en una realidad”.

Sin embargo para Gabriela Liffschitz el final feliz fue volverse soberana al decidir un punto final /el del análisis) antes del fin de su vida, ponerse de pie desde el diván antes de callar y yacer para siempre.

El libro de los divanes. Tamara Kamenszain Adriana Hidalgo 72 páginas

El sueño del fin del análisis en El libro de los divanes parece ser el fin de la posición de viuda simbólica, la que salta del diván luego de poner a los muertos en su lugar (la memoria) y como quien, cumplido el duelo, abre las ventanas de su morada, abandona el luto y se pone en marcha, atravesados todos los lugares metafóricos citados en los títulos de los libros de Tamara Kamenszain, para seguir de largo sin un final (“salvo que el final caiga como una fruta madura / y pegue en la cabeza de alguien que por fin pase por aquí”): el “pase” sería un paseo en donde el pañuelo, atributo de las lágrimas de la viuda, pase a ser ese perfumado que se arroja al paso de otro para que se detenga aunque le cueste –por conocer el peso de un final– perder la cabeza.

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