Dom 05.07.2015
libros

TODO LO QUE HUBO

Cuando en 2013 dio a conocer Todo lo que hay, su última novela y primera que publicó en 35 años, era esperable que finalmente abandonara su puesto de escritor secreto. Pero no sin pasar por un breve y resonante momento de fama, pronto volvería a ocupar el digno lugar que lo había caracterizado a lo largo de su vida: el de escritor de escritores. A pocos días de cumplir los 90, James Salter murió el pasado 19 de junio. Piloto de aviación, había abandonado la Fuerza Aérea tras dar a conocer su primer libro. Con el tiempo, se convertiría en un escritor realista, elegante y refinado, clásico y a la vez ligado a cierta tradición secreta de la literatura norteamericana, como un extraño eslabón perdido entre Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald. Rodrigo Fresán lo despide haciendo un recorrido por sus obras más significativas.

› Por Rodrigo Fresán

En su introducción a The Collected Stories of James Salter (2013), el irlandés John Banville arranca celebrando la maestría del norteamericano para “conseguir uno de los efectos más complejos de la literatura: describir la realidad de todos los días”. Banville –con quien Salter compitió cabeza a cabeza por el premio Príncipe de Asturias del 2014– lo ubica junto a Chejov, Flaubert y al cotidiano y epifánico Joyce de Dublineses. Pero, también, dentro de un contexto Made in USA, Salter (1925-2015, nacido como James Arnold Horowitz, el alias fue adoptado para esconder su identidad ante camaradas y superiores de la fuerza aérea, donde pasó más de quince años) resulta alguien aún más interesante.

Ya lo dije, lo repito: Salter es el tercer hombre. Aquel que combina lo mejor de Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald. Prosa lírica y diálogos exactos, la guerra y el extranjero, la muerte del amor y la fascinación por los ricos. Pero mientras Hemingway es un aventurero de lo macho y Fitzgerald un sentimental de lo masculino, Salter se consagra como el gran romántico de la hombría alcanzando, además, una apasionada sexualidad que Nick Adams o Jay Gatsby jamás soñaron con experimentar (alguien comentó, con tan burlona como deslumbrada gracia, que “en los libros de Salter los hombres son hombres y las mujeres no trabajan, todos beben Chateau Margaux y Kirs y Calvados, ellas le lanzan a ellos entrecerradas y largas miradas y, cuando se juntan para hacer el amor, la tierra no se conforma con moverse; se estremece bajo el más poderoso de los terremotos”). Y Salter, sin caer en la bravuconada hemingwayana o en el crack-up fitzgeraldiano (nada cuesta imaginar a Salter fumando y escribiendo tranquilo en una mesa mientras contempla cómo Hemingway se agarra a golpes con el barman y Fitzgerald cae borracho al suelo), es un narrador mucho más sabio y preciso a la hora de establecer las justas coordenadas de las acciones y reacciones de sus personajes. La literatura de Salter es, al mismo tiempo, familiar en sus temas pero siempre novedosa en su maestría. Su prosa de mot juste –Salter atribuye esto a su lectura constante de Kawabata, Tanizaki, Mishima, Babel y Gogol; “pero los escritores que me influyeron ya no importan, porque han sido absorbidos”– es en apariencia de una soberana placidez para descubrirnos, enseguida, que ese lago en perfecta calma es en realidad mucho más profundo de lo que en principio pensábamos. No es casual su formación con japonés porque, de un extraño modo, su cadencia, aunque tan diferente, produce un efecto similar en el lector a la de Haruki Murakami: una especie de ensueño opiáceo que, al principio, suena un tanto imposible y hasta absurdo pero que en seguida te gana y te convierte en adicto a esa mezcla de maravilla constante y dolor inminente y obsesión por inmensas pequeñeces. Banville describe: “Sus personajes son afilados y conocedores del ambiente en el que se mueven, y se usan los unos a los otros. Es la segunda mitad del siglo americano y las Torres Gemelas aún están dibujadas en los planos. ¿Acaso algo puede salir mal? Y, sin embargo, casi todo sale mal... Y tan a menudo la atención del lector se atora en un detalle revelador, como una uña en la seda”.

Pero esa familiaridad es engañosa y esconde algo mucho más fino. Salter –absorbente cum laude– empieza y termina en sí mismo y su pericia al pilotear lo suyo queda en evidencia en los planeos de posibles aprendices que sólo parecen poder disparar sobre aspectos parciales de lo de su capitán. Por ejemplo: Michael Ondaatje se pasa en lo poético, Mark Helprin se pasa en lo cursi, Richard Ford se pasa en lo parco, David Gates se pasa en lo sórdido. Salter, en cambio, mantiene un perfecto equilibrio con todas las bolas en el aire.

“Soy, en verdad, un romántico y un clasicista. Casi me enamoré dos veces”, proclama un personaje en uno de los cuentos de Salter.

Pues eso.

Así, Salter como mutación para mejor y a ubicar como eslabón extraviado entre la Generación Perdida y –cerca, pero no al lado, de John Cheever y Richard Yates– el Realismo Sucio que, en su caso, siempre aparece impecable y bien vestido para la hora de los cocktails.

Y en sus memorias o, como prefiere definirlas, “recollection”, Quemar los días (1997), Salter recuerda –con modales muy parecidos a los de sus ficciones y donde apenas se detiene en su faceta de escritor y lo que escribió entre avión y avión y festejo y festejo– una vida que Papa Hem y Scott Fitz ya hubiesen querido para ellos. Y, sí, “no hay hombre que –si es honesto consigo mismo– pueda evitar el sentir envidia ante la biografía de Salter”, admitió John Irving. A saber: piloto de combate en Corea, muy apuesto e infiel seductor en serie (lo que, en ocasiones, en sus libros, se manifiesta como una misoginia delicada), guionista de cine de cierto prestigio (suyo es el guión del film de culto Downhill Racer, dirigido por Michael Ritchie, con Robert Redford como un esquiador casi existencialista), alma de toda fiesta, turista profesional, sibarita (llegó a recopilar un volumen de recetas propias y de amigos junto a sus esposa) y –last but not least– adorado por Susan Sontag, Julian Barnes, Edmund White, Tim O’Brien, Joseph Heller, Graham Greene, Harold Bloom, Tobias Wolff, Michael Ondaatje y Richard Ford, quien lo definió como “el mejor escritor de oraciones entre todos nosotros”. Un bon vivant con todas las (mejores) letras capaz de evocar con todos los sentidos cuando hacía el amor mientras el hombre llegaba a la luna en un televisor con el volumen bajo o (una hija de Salter murió electrocutada en un accidente doméstico, a eso le dedica apenas un puñado de líneas bruscas e incómodas y como anestesiadas) el dolor imposible de transferir y de poner por escrito: “Puede recitarse la muerte de reyes pero no la agonía de perder a un hijo”.

UN REALISMO VINTAGE

Todo lo que hay (2013), su última y primera novela en treinta y cinco años –“Mi piano todavía suena afinado y me gustaría hacer sonar una última nota. Ya saben, los escritores nunca se retiran. El único modo de detenerlos es arrastrarlos afuera y pegarles un tiro”, sonrió en una entrevista– volvió a poner en evidencia el método y estilo de un escritor mucho más raro de lo que parece. Un realista practicando un realismo no anticuado pero sí vintage que tampoco es tan “real” y que volvía a esconder y revelar esquirlas de rareza singular y sólo suya. Allí, por más que parezca apenas un casi naturalista, hay un rasgo sutil pero auténticamente vanguardista en el modo en que se (des) ordena el paso del tiempo, se hace entrar y salir caprichosamente a secundarios de primera o, en determinados tramos, el personaje incluye tanto al narrador de la acción como al autor que contempla todo. Entonces, en Salter, la paradoja de valerse del realismo como de algo experimental: no el realismo clásico y calculado e irreal de Madame Bovary o Anna Karenina sino algo que escala los picos dramáticos pero también se demora en las llanuras inocurrentes y muertas y grises de esa travesía espasmódico que es toda una vida.

Conocemos a Bowman como hijo abnegado, soldado en la Segunda Guerra Mundial, editor querido por sus editados (con más de un rasgo del legendario Richard Seaver cuyas brillantes memorias póstumas, The Tender Hour of Twilight, se publicaron hace un par de años con prefacio de Salter), conocido y conocedor de celebridades (abundan los nombres propios que ya son de todos) y, por encima de todo y de todas, marido/amante en serie. Porque en lo que hace a la cuestión sexual, Bowman es una especie de contemplativo pero zen-sual depredador: ninguna se le escapa por más que luego lo abandonen. Lo suyo, hasta en el otoño y en el invierno de su satisfecho descontento, es una suerte de Cuan verde era y sigue siendo mi lecho. Así que, madres e hijas, están advertidas: donde el erotómano Bowman –“siempre al mando en la cama”– pone el ojo, pone la bala sin importarle que en más de un affaire el tiro le salga por la culata. Y es de estos casi compulsivos pasajes románticos y sexuales de donde la novela deja escapar sus risitas más bobas y nerviosas y renuncia a la perfección que llega a tocar, como a un cuerpo caliente, con la punta de los dedos. Una historia que en páginas consigue iluminarnos con esa luz verde al otro lado de su muelle (Salter y sus Homo Salter son siempre la luz verde; las mujeres son la luz roja a atravesar veloces pero que, sin embargo, pueden lanzar cuchillos del tipo “Oh, mi teoría... Mi teoría es que ellos te recuerdan por más tiempo si tú no los recuerdas”) o con el coraje producto de la gracia bajo presión navegando el Gran Río de Dos Corazones y por otros nos encandila con los fulgores artificiales de un episodio de Mad Men de esos que parecen como pensados por alienígenas retro-adictos a ciertos tiempos y modas de nuestra historia y especie. El resto –como siempre– es una maravilla. Volver entonces a disfrutar y paladear el modo en que Salter recupera a una Manhattan que ya no existe pero sigue allí, los gajes del oficio literario y los gajos de amistades y enemistades que se desprenden de él, el sabor de una comida o el perfume de un paisaje, la manera más de pintor que de escritor con que se nos describe la caída de una noche o el ascenso de un avión para que todos y todo se eleven, el calibrado preciso de un sentimiento con el que un hombre sienta cada vez más inalcanzable a su patria y más semejante a lo extranjero que no es otra cosa que, finalmente, la cada vez más inminente travesía hacia la muerte.

Cabe pensar que ciertos pasajes y reincidencias de Todo lo que hay (su título es, claro, una declaración de intenciones totalizadoras, de resumen de lo publicado, de summa ética y estética) podrían haber sido pulidos o recortados. Pero, de haberlo hecho, Todo lo que hay sería una novela menos rara. Así, como quedó y como nos recibe y nos deja, Todo lo que hay no es una obra maestra sino nada más y nada menos que –acaso por última vez, gracias por todo– otra obra de un maestro.

Todo lo que hay –de algún modo limitando con el universo de la ya mencionada y, en inmediata perspectiva, cada vez más absurda y sobrevalorada Mad Men– hizo pensar en que Salter, finalmente, disfrutaría de una despedida por todo lo grande y que dejaría de ser, como lo definió un crítico, “el más secreto de los escritores secretos”. Y, de acuerdo, fue muy bien reseñada (con alguno de esos reparos especialmente dolorosos). Y hasta arañó durante una semana la lista de best-sellers de The New York Times. Pero luego todo volvió a ser como era, como había sido hasta entonces. Y Salter –a quien siempre le preocupó el que no le fuese mejor de lo que le iba; ahora, por un rato, ¿justicia poética?, sus obituarios y revalorizaciones han disparado las ventas de sus libros en Amazon.com hasta lo más alto y compiten cuerpo a cuerpo con los jadeos torpes y posiciones absurdas del Grey de E. L. James– debió conformarse con seguir siendo un “escritor de escritores” y de lectores a los que les gustan los escritores de verdad.

JUEGO Y LUZ

Antes de esto, Salter ya había ido afinando su arte en novelas y relatos de tramas muy norteamericanas pero de resonancias universales y textura inconfundiblemente salteriana. La experiencia del soldado en combate (Pilotos de caza, 1957, y The Arm of Flesh, 1961, ambas reescritas a fondo a finales del siglo pasado para su reedición, contienen, seguro, las mejores descripciones del acto de volar junto a las de Antoine de Saint-Exupéry), el narrador poco confiable en el erotizante Viejo Mundo (la ya clásica Juego y distracción, 1967), el crepúsculo matrimonial (Años luz, 1975), los espacios abiertos y el deporte como rito de paso (En solitario, 1979, que salió de un guión sin filmar y que a Salter nunca le convenció demasiado pero que es, seguro, una más que lograda aproximación a la literatura de hombres en pugna). Especialmente interesante es –en tándem con Todo lo que hay– la relectura de Juego y distracción, para muchos su obra maestra, y su primera gran pirueta formal con el manejo del punto de vista.

La muy carnal y sudorosa Juego y distracción, publicada sin pena ni gloria en 1967 (la editorial la lanzó en su momento con una pegatina en la portada donde se advertía: ‘Atención, lectores, no es un libro sobre baseball’), ha ido adquiriendo, sin prisa ni pausa, la categoría de pequeño-gran clásico norteamericano. Un privilegio y condena que su inclusión en 1995 en la prestigiosa Modern Library así como su creciente número de admiradores casi consiguió cambiar por la de clásico a secas. Aquí, Salter aparentemente abarca muy poco –el romance caliente entre un turista norteamericano y una joven francesa; Juego y distracción es una de las cumbres y un tour de force del erotismo elegante y no por eso menos explícito, sexo anal incluido– para acabar apretándolo todo con una maestría que no hace más que confirmar el logro de lo que el autor, humilde, se había propuesto en un principio: “Escribir un libro que fuera seductor en todas y cada una de sus páginas y que contrastara lo ordinario con –aunque suene ilícito– lo divino”. Salter lo consiguió de sobra plantando una trama simple a la que rarifica –o vuelve técnicamente admirable– a partir de un narrador en primera persona que se define como “agent provocateur o doble agente” y “persigue” desde fuera la historia de un hombre y una mujer a través de lo que ve, pero, también, de lo que intuye o, quién sabe, de lo que se inventa porque entiende a sus sueños como “el esqueleto de la realidad”. Así, en sus primeras páginas, se nos advierte: “Nada de esto es verdad. He dicho Autun, pero igualmente podría haber dicho Auxerre. Estoy seguro que acabarán por darse cuenta de ello. Tan solo estoy asentando los detalles que me han atravesado, fragmentos que fueron capaces de abrir mi carne. Es la historia de cosas que jamás han existido aunque la más leve duda en cuanto a ello, la más pequeña posibilidad, arroja todo a las tinieblas. Tan solo quiero que todo aquel que lea esto lo haga con mi misma resignación. Ya hay suficiente pasión en el mundo”.

La maniobra es brillante y, de este modo, el lector de la novela lee a su vez a ese otro “lector” que es quien se la cuenta y que, quién sabe, tal vez no sea otro que el joven enamorado mirándose a sí mismo a través del tiempo y del espacio, desde muy lejos pero tan cerca. No falta ni sobra una palabra en esta novela cuyo único defecto –el único que se suele señalar a las auténticas e inequívocas obras maestras– es el de tener un final, el de terminar. Y que, en su amplitud y poder retroactivo, hasta nos permite pensar que el Phillip Dean de veinticuatro años que persigue y alcanza a Anne-Marie Costallat de dieciocho bien puede llegar a ser (con otro alias) un temprano Philip Bowman recordándose desde sus últimas páginas, las que siguen a Todo lo que hay.

Su tercer libro imprescindible entre todos sus libros imprescindibles, y para muchos salteristas el mejor de todos, es Años luz (1975). Actualización tanto en teoría como en práctica del Suave es la noche de Fitzgerald –Salter alguna vez tuvo el coraje de afirmar que El gran Gatsby estaba sobrevalorado y la sorpresa de elogiar a George Saunders y a David Foster Wallace, “el trágico joven príncipe del posmodernismo”– para narrar el ocaso del amor de un matrimonio y las mareas de una familia que obliga –como explica en uno de sus relatos– a “acostumbrarse al plural de las cosas”. Entonces, Salter se nutrió de los Rosenthal, un matrimonio amigo, para (como Fitzgerald lo hiciese con los Murphy) retratar su propia percepción del modo en que se acerca el otoño y el invierno de la pasión. Los Rosenthal, como los Murphy, se sintieron traicionados por su amigo con ojos de rayos x (quien los convirtió en los casi divinos y caídos Viri y Nedra Berland) y, claro, se divorciaron al poco tiempo casi siguiendo al detalle las instrucciones de la novela. Salter, por supuesto, también. Pero, ah, las rupturas y grietas (por ahí tiene un cameo Irwin Shaw, mentor y compañero de juergas europeas) se proyectan sobre un paisaje casi paradisíaco donde el infierno apenas se percibe como fuego ardiendo en las chimeneas. En el Mondo Salter suceden, siempre, cosas terribles pero consoladas por los placeres de un mundo ideal. Y lo que queda de todo es un perfume triunfal a pérdida, a aceptar que todo lo que viene lo hace sólo para poder irse: “No hay una vida completa. Hay sólo fragmentos. Hemos nacido para no tener nada, para que todo se nos escurra entre los dedos. Y, sin embargo, esta pérdida, este diluvio de encuentros, luchas, sueños... Hay que ser irreflexivo, como una tortuga. Hay que ser resuelto, ciego. Porque cualquier cosa que hagamos, incluso que no hagamos, nos impide hacer la cosa opuesta. Los actos demuelen sus alternativas, he aquí la paradoja. La vida, por tanto, consiste en elecciones, cada cual definitiva y de poca trascendencia, como tirar piedras al mar. Hemos tenido hijos, pensó; nunca podremos no tener hijos. Hemos sido mesurados, jamás sabremos lo que es derrochar nuestra vida”, concluye uno de los protagonistas de la sombría Años luz cuyo final es de los más desgarradores pero reposados de toda la historia de la literatura y que incluye a la lentitud de una tortuga poniendo en evidencia lo rápido que pasa y se pasa todo.

LAS ULTIMAS PREGUNTAS

En una conversación con el escritor Dan Pope, primero publicada en la revista The Believer y más tarde incluida en el imprescindible The Believer Book of Writers Talking to Writers (2005), James Salter se refiere a lo que para él constituye lo mejor y lo peor del oficio de escritor.

Lo peor es: “Tener que hacerlo. Cualquiera te responderá lo mismo. O haberlo hecho y haber fallado”.

Lo mejor es: “La grandeza de ese mundo y sentirte parte de él. Hay una realidad en el mundo de la escritura que es mucho más grande que otras realidades, aunque no pueda reemplazarlas. Cuando lees algo que te parece maravilloso, no existe esa incómoda sensación de haber agotado algo. Siempre estará allí, esperando a que regreses. La emoción jamás desaparece”.

La muerte de Salter –puntilloso hasta el final, se informó de que su fallecimiento se produjo durante una visita al médico para un chequeo de rutina– hace de nuestro mundo un sitio más vacío y menos luminoso. Se extrañará esa perturbación al leerlo y provocando en uno, como tembló alguien, la desconsoladora sensación de no haber vivido lo suficiente y con la suficiente intensidad la grandeza de este mundo.

A falta de vida, la obra. Eso a lo que Salter se refería como a “juntar palabras”. En The Paris Review explicó que “me gusta frotar a las palabras entre ellas, como si las tuviera en una mano cerrada. Sentirlas dar vuelta, chocar, y después elegir nada más que a las mejores”.

“Charisma”, el relato inédito –tal vez lo último que escribió, incluido en la antología mencionada al principio de estas líneas– vuelve a ser buena muestra de esa inmejorable elección a la que, en el adiós, sólo cabe volver a agradecerle. Este cuento concluye con la voluntad de “partir hacia donde nunca puedan encontrarte” y de “escapar a las últimas preguntas”.

Buen viaje y nada pendiente a lo que responder, James Salter.

Todo lo que hubo fue bien vivido, mejor dicho, y perfectamente escrito.

En un momento de Quemar los días, una mujer, un tanto exasperada, le pregunta a Salter “¿Qué es lo que quieres?”

“Ser inmortal”, responde Salter sin dudarlo un segundo.

De nosotros depende ahora –el placer será nuestro y la recompensa será para nosotros– que ese deseo sea, al menos en parte, concedido y hecho realidad.

James Salter se lo merece.

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