Domingo, 12 de julio de 2015 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
La documentada y exhaustiva biografía de Edward Jablonski aparece en 1987. Pocos meses después, en abril de 1988, en el Miami Jewish Tribune, el musicólogo y escritor Morton I. Teicher, en una inteligente reseña, le reprocha a Jablonski la carencia de elementos biográficos valiosos y necesarios en esa, justamente, dilatada biografía que pretendía agotarlo todo. Ha olvidado, dice, el judaísmo de Gershwin. Lo menciona solo un par de veces y sin darle su merecida relevancia (1). Gershwin había sido el hijo de Rose y Morris Gershovitz: “La familia vivía entonces en el East New York Section of Brooklyn, que era, durante ese tiempo un gueto judío” (2). Más tarde, seis semanas después, se mudaron al Lower East Side, fue un chico callejero y nunca rehuyó las peleas, según se sabe. De modo que podemos deducir que si alguien le dijo “sucio judío”, George le habrá respondido con una trompada de sus dedos acaso ya preparados para tocar la Segunda rapsodia. Teicher le reconoce a Jablonski mencionar uno o dos episodios en que las malas críticas sobre alguna de sus obras eran claro resultado del odio antisemita. También que George quiso, en cierto momento, hacer una ópera con el cuento folclórico judío The Dybbuk.
Dejemos, por el momento, a Teicher. Gershwin fue, por sobre cualquier otra cosa, un músico. No todos, pero la mayoría de los músicos no se complican en cuestiones políticas. El antisemitismo tiene muchas caras. La primera es la carencia existencial del sujeto racista. Su odio le confiere un fácil sentimiento de superioridad. Imaginen a alguien diciéndole “sucio judío” a Gershwin en 1934. Este habría largado una carcajada. Pobre hombre, qué fácil le resultaba sentirse superior a él. Cualquier empleado público se cruza por la calle con Gershwin y le espeta su oscuro origen judío. ¡Qué triunfo tan sencillo! Este triste desneuronado se siente superior a ¡George Gershwin! porque él es cristiano y el gran músico de América... no. Se trata de un pobre tipo que remite (por su necesidad de odiar para ser-alguien) a la impecable frase de Sartre: “Si el judío no existiera, el antisemita lo inventaría”.
Teicher –volvemos a él– le reprocha a Jablonski no mencionar que Gershwin fue cierta vez a un acto antinazi. Es posible. No encontré fuentes de tal cosa. Habrá sido alrededor de 1936. Y no citar tampoco la “entretenida” historia (que es, por otra parte, tan conocida que acaso Jablonski la dejó de lado) de un nazi que confiesa que, muchos de ellos, tenían escondidos en sus casas discos con música de Gershwin que escuchaban secretamente.
Jablonski está más allá de estas críticas. Gershwin jamás ocultó su judaísmo. Al morir, fue velado en un templo judío. Y aquí tenemos que preguntarnos algo esencial: ¿por qué hizo una ópera sobre negros? Porque él era judío, algo que lo acercaba naturalmente a las razas perseguidas. Sin duda, aunque no hay declaraciones contundentes, Gershwin era un músico progresista. En 1935, la situación de los negros era más que incómoda. Jamás se preguntó si esa ópera perjudicaría su carrera. A él, que vivía en un país racista, cuyo primer gran intento cinematográfico es un canto de gloria al Ku-Klux-Klan (3). Además, su decisión de vivir durante meses entre comunidades negras expresa el amor que les tenía y el deseo por empaparse de su cultura. Hegel tiene un concepto que utiliza a menudo y es muy rico: elemento. El “elemento” de una época es el clima en que esta se despliega. Gershwin quería formar parte del elemento de la negritud. Solo alguien que ha calado muy hondo en el alma de una comunidad puede escribir el pregón de la vendedora de frutillas. Además, ¿era fácil de aceptar para todos los americans que el más grande de sus músicos buscara la esencia de la nación entre los negros? ¿No la había encontrado ya en la Rhapsody? ¿No era la Rhapsody un canto a Nueva York? ¿Se había trasladado la americanidad? ¿Ya no estaba en Nueva York? ¿Estaba en Catfish Row? ¿Cómo era posible? Sucede que, además de su adhesión a las razas perseguidas, para Gershwin los negros eran el jazz. A ellos dedicó su ópera.
¿Por qué no se casó? George, muy divertido, contestó una vez: “¿Casarme? Qué disparate. ¿Para qué disfrutar de una sola mujer si tengo a mano a las más bellas de todo Broadway?”. No es una respuesta seria. Todas las coristas hermosas que lo codiciaban eran insuficientes para reemplazar a una buena compañera. Se dice que fue amante de Paulette Goddard, que era esposa de Charles Chaplin. Si esto fue así hay que concederle grandes méritos a Miss Goddard, ya que haber tenido en su cama a Chaplin y a Gershwin (separadamente, claro) es un lujo que pocas mujeres podrían igualar. Hacia 1938, George le pidió a Miss Goddard que se definiera: o él o Chaplin. La decisión de la estrella le fue desfavorable. Entonces le escribió a un amigo: “Eligió a ese funny Charlie”. Eso –funny Charlie– era Chaplin para Gershwin. Lo habrá dicho por despecho, por rencor, pero sin duda (Paulette Goddard mediante o no) pensaba eso de Chaplin. ¿Cómo habrían de compararse un clown y un gran compositor?
George tuvo algunas amigas, fieles amigas, compañeras de alegrías y tristezas. Sin embargo, algo ha cambiado con la publicación del libro de Katharine Weber The Memory of All That: George Gershwin, Kay Swift, and My Family’s Legacy of Infidelities, que apareció en junio de 2012. Kay Swift es la abuela por parte de madre de Katharine Weber. Es una exitosa compositora de Broadway y una más que respetable figura de la música clásica norteamericana. Además, según detalla Katharine Weber, sostuvo un romance de diez años con George Gershwin. Kay estaba casada con un magnate de Wall Street y siempre se supo su cercanía con George, sin que nada pudiera comprobarse. Todos siempre dijeron que era la mujer para él. Y sin duda lo fue. Y se merecían. Ella, Kay, además de talento, era bellísima y elegante. Colaboró en alguna de sus comedias musicales y terminó la que George dejó inconclusa. Resta, para los investigadores futuros, develar a fondo los secretos que atesora Kay Swift. Se han encontrado manuscritos de George escritos por los dos. Ella era una formidable orquestadora y es muy posible que algunos brillantes pasajes de Porgy and Bess (armonía contrapunto) hayan surgido al calor de sus sugerencias. Pero fue su amiga y su amante durante diez años. Se dice que James Paul Warburg, el marido banquero, lo sabía y, sin duda un hombre de mundo, había decidido tolerarlo (4). Por otra parte, para un banquero, aunque fuera uno poderoso, una de las cumbres de Wall Street, ese lugar desde donde se maneja, en buena medida, el mundo, era un secreto orgullo que su mujer desatinara sábanas con un hombre mítico, con un americano ya glorioso como George Gershwin, a quien, sin duda, el banquero admiraría.
Kay, ella sí, se había formado técnicamente en excelentes lugares y con gran entusiasmo y talento. (Se recibió en la mítica Escuela Juilliard, por ejemplo.) Era un personaje que pertenecía más a una novela de Scott Fitzgerald que al mundo real. O tanto a una como a otro. Fue la primera en escribir un show completo para Broadway. Y fue un hit: Fine and Dandy, de 1930. Escribió canciones que perduraron entre los más reconocidos standards norteamericanos: Can We Be Friends? Can this Be Love? y Fine and Dandy. Suya fue la música del primer ballet de George Balanchine en Estados Unidos y tuvo el honor y la sabiduría de completar la canción que Gershwin dejó inconclusa. Nada menos que Love Is Here to Stay (5). En cuanto al éxito de Can We Be Friends? bastará decir que la cantaron a dúo Ella Fitzgerald y Frank Sinatra. Si eso no es un hit, who could ask for anything more? Luego se divorció del financista y siguió componiendo. También se casó con un cowboy de Oregon. No duró mucho pero le permitió escribir una novela. Precisamente: Who Could Ask for Anything More? Pero su mayor fidelidad fue a la memoria de George. Atendió, en su departamento de Manhattan, a los scholars que la buscaban para preguntarle detalles sobre la obra del maestro. El le había dedicado el musical Oh, Kay! y las Dieciocho canciones para piano. Se hizo –además– famosa por ser la única que podía tocar la obra de Gershwin tal como él la tocaba. (Algo que luego haría Jack Gibbons.) Y hay apuntes, señales y notas suyas en el manuscrito de Porgy and Bess, algo que revela la confianza, la admiración que George le tenía. Una gran mujer. Una hermosa historia de amor. (Me gustaría escribir algo sobre eso: una nouvelle en que se mezclen la música, la mutua admiración, el amor, el sexo, los celos, las finanzas de Wall Street, las dificultades de una mujer brillante para crecer en el mundo de los hombres y otra vez la música. Ojalá pueda.)
(1) Recordemos algo que se sabe, algo que dijimos: George, cuando Cole Porter lo visitó porque sus canciones no se vendían bien y quería que el maravilloso, infalible autor de Swanee le diera algunos consejos, le dio sobre todo uno: “Ponele un toque judío a tus canciones”.
(2) Morton I. Teicher, Miami Jewish Tribune, 14/04/1988.
(3) Se trata, por supuesto, de The Birth of a Nation (El nacimiento de una nación), de D. W. Griffith, del año 1915, 190 minutos, muda, con un gran reparto que ostentaba a su frente a una destacada actriz de la época y de la historia del cine norteamericano: Lillian Gish.
(4) Insisto en una sugerencia. Kay Swift, que vivió noventa y seis años, fue una mujer excepcional. Es lamentable –y hay en esto un machismo torpe que hasta ha ocultado a “la gran mujer detrás del gran hombre”– que la figura de Kay recién empiece a aparecer en los textos sobre Gershwin. Lo ayudó a componer sus obras. Le dio consuelo en momentos difíciles. Aprendió mucho a su lado. Y lo admiraba ilimitadamente. Se sabe que a esa frase boba que propone que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer, la ratio feminista ha respondido con una formidable: detrás de todo gran hombre hay una mujer asombrada.
(5) Esto resuelve la polémica sobre cuál fue la última canción de George. La última que escribió completa fue “Love Walked In”. Y la última que escribió pero no pudo concluir, “Love Is Here to Stay”. Son dos canciones memorables, inmortalizadas por los intérpretes de jazz. Un crítico, tratando de denigrarlo, deslizó: “La muerte lo sorprendió escribiendo canciones para Hollywood”. Primero, la muerte nos sorprende a todos y lo que estemos haciendo en ese momento no adquiere mayor relevancia por eso. Segundo, estaba tomando aire luego del esfuerzo titánico de Porgy and Bess. Tercero, esas canciones “para Hollywood” valían tanto como las arias de Porgy and Bess. Y como las mejores. En mi novela Ni el tiro del final, 1981, el protagonista y su sufrida amante forman un dúo: él toca el piano y ella canta. Canta “Love Walked in”. El film, basado en mi segunda novela, que Juan José Campanella filmó en Nueva York y Nueva Jersey con producción de la Columbia Pictures, no se llamó Ni el tiro del final, título tanguero de imposible traducción, sino Love Walked in. A la que Gershwin llamaba “My brahmsian song”, según hemos dicho.
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