OSCAR CONDE
En el mismo año en que aparecían Don Segundo Sombra y El juguete rabioso, se publicaba una singular novela de la que a raíz de un incendio en la imprenta sobrevivieron apenas algunos ejemplares. Poco y nada se supo de ella y de su autor, pero se trataba indudablemente de un hito de la cultura popular: La muerte del pibe Oscar, de Luis Contreras Villamayor (que además de escribir sobre delincuentes y bajos fondos había alcanzado el grado de teniente del cuerpo de guardiacárceles de la Nación), aparecida en 1926, puede considerarse la primera novela lunfarda argentina. Prácticamente desaparecida hasta ahora, se publica una edición de La muerte del pibe Oscar, a cargo de la editorial universitaria de Unipe Universidad Pedagógica y al cuidado de Oscar Conde, poeta e investigador, miembro de la Academia del Lunfardo porteña.
› Por Juan Pablo Bertazza
La anécdota ya es bastante conocida, pero no por eso menos reveladora: en pleno año 1949, cuando todavía regía la prohibición de algunos tangos en lunfardo, hubo una reunión cumbre entre un grupo de músicos populares designado por Sadaic –entre los cuales estaban Francisco Canaro, Homero Manzi, Mariano Mores y Discépolo– y el presidente Juan Domingo Perón, ferviente admirador del tango que, durante su cargo en la Secretaría de Trabajo, ya había entablado relación con varios de esos artistas. En medio de un arrebato de informalidad, Perón se le acercó a Alberto Vacarezza para soltarle un inesperado: “¿Así que un lunfa lo afanó en el bondi el otro día, Don Alberto?”, lo cual además de generar la incontrolable carcajada de los oyentes le dio al lunfardo un oportuno reconocimiento y a su prohibición un tácito golpe de gracia. De hecho, pocos años después, en 1953, la promulgación de la ley de radiodifusión ya no proscribía el habla popular, al mismo tiempo que empezaban a salir libros que le dedicaban al lunfardo análisis cada vez más serios y menos prejuiciosos.
“Esa anécdota no sólo es cierta sino que salió publicada en los más importantes diarios al otro día. Yo creo que Perón ni siquiera estaba al tanto de esa censura, que empezó a regir en 1943, aunque retomando una medida de Castillo en 1933”, aclara desde la mesa de un bar perdido en Plaza Italia Oscar Conde, investigador y poeta que ejerce la docencia en la Universidad Nacional de Lanús y en la Unipe, empezó enseñando griego y latín en la UBA y ahora se dedica a investigar temas de cultura popular.
Consciente o no de la censura, esa ráfaga de espontaneidad peronista marca otro hito en la sinuosa y fascinante relación entre el lunfardo y la ley, a tal punto que la palabra “lunfardo” significa delincuente en lunfardo. Como si no habláramos más que de una manta corta que hace que de la prohibición recalcitrante a la legitimidad sin frenos no hubiera más que un paso, una frase, apenas un puñado de años.
Con tono recio y el facón lingüístico afilado, en el prólogo a su diccionario decía José Gobello que no hay nada más difícil que definir el lunfardo: “Para unos es el lenguaje de los delincuentes, de modo que un vocablo que no chorree sangre no merece tal nombre; otros, más exquisitos, sostienen que cuando una palabra ha pasado al lenguaje popular deja de serlo y no falta tampoco quien sostenga que los límites que separan al lunfardo del arrabalero son tan imprecisos que las respectivas jurisdicciones han de quedar por siempre indefinidas”.
Diagnósticos poco contundentes, aproximaciones lejanas que, según el por entonces presidente de la Academia Porteña del Lunfardo, no dan en el blanco de ese lenguaje que, tal vez, mejor que definirlo sea mostrarlo y mejor que circunscribirlo, descubrir su esencia.
Tal como lo hacía Gobello al rematar su prólogo con una estocada difícil de esquivar: “No hay término lunfardo que no sea a la vez literario y coloquial”.
“Existe la jerga carcelaria y gracias a programas de hace ya algunos años como Policías en acción o Tumberos, muchas de esas palabras entraron en el lunfardo que se dio en el Río de la Plata con la precipitada llegada de la inmigración, pero hoy está extendido en todo el país. Los términos del lunfardo suelen agregar una connotación lúdica y casi nunca críptica. Porque sería sospechoso que los delincuentes usaran palabras que nadie conoce, ¿no? Por supuesto, había palabras preexistentes, como ‘pucho’ (lo que queda para fumar) que viene del quichua y quiere decir ‘residuo’, o ‘gambetear’ que, al contrario de lo que suele pensarse, es una palabra rural, gauchesca, y existía ya en 1860”, explica Conde en su doble rol de miembro de la Academia Nacional del Tango, a la que ingresó el año pasado, y de la Academia Porteña del Lunfardo, que integra desde el 2002, junto a un equipo de lingüistas, músicos y gente de teatro que tratan en cada sesión una o dos palabras y expresiones lunfardescas. Un poco la intención de Conde fue renovar los análisis de lunfardismos que hasta hace no mucho tiempo llegaban con suerte hasta principios de la década del setenta. De hecho, en 2004 publicó un diccionario etimológico y ya está preparando una actualización.
Aunque el nombre de Luis Contreras Villamayor (alias Canero Viejo) no nos diga hasta ahora casi nada, mucho tiene que aportar acerca del lunfardo y el delito o, mejor dicho, acerca de la ley del lunfardo: nacido, como el General, en Lobos, en 1876, este viejo desconocido que murió a principios de la década del sesenta llegó a ser teniente del cuerpo de guardiacárceles de la Nación y escribió La muerte del pibe Oscar.
Que es, hasta el momento, la primera novela lunfarda de la historia.
Un cuarto de siglo atrás, cuando aún no formaba parte de la Academia del Lunfardo, Conde asistió a una de las conferencias de Gobello en la que el maestro se puso a explicar ni más ni menos que la etimología de la palabra “colimba” que no es “corre, limpia, barre” sino el vesre de la palabra “milico”, aunque con algunas transformaciones.
“Una de las formas intermedias es la palabra ‘colima’, que aparece en la novela de Luis Villamayor, La muerte del pibe Oscar.” Esa –todavía la recuerda– fue la primera vez que Conde escuchó el título de una novela que, aunque de manera gradual, lo vampirizaría.
Ya una vez adentro de la Academia del Lunfardo, ese título se fue volviendo cada vez más familiar, a tal punto que Gobello se lo mencionaba una y otra vez en charlas mucho más íntimas que la de aquella conferencia.
¿Y nunca le preguntaste cómo conseguirla?
–No, porque supuse que estaría en la biblioteca de la Academia del Lunfardo. Hará cinco años, buscando otra cosa en un libro de Luis Soler Cañas, que también fue miembro fundador de la Academia, encuentro un capítulo sobre Luis Villamayor, y ahí me acuerdo otra vez de La muerte del pibe Oscar porque reproduce una página de la novela y me encantó porque no era joda, lo que había era lunfardo cerrado. Entonces se me ocurrió por primera vez reeditarla. Otro día voy a la biblioteca de la Academia de lo más tranquilo y le pido al bibliotecario La muerte del pibe Oscar, por favor, y el tipo se entra a cagar de risa.
Serio pero siempre a punto de reírse, y sin despegar muchos minutos los ojos de la reedición que finalmente hizo de la novela de Luis Villamayor, Oscar Conde aún hoy se sorprende del interminable periplo que atravesó para poder dar con esa extrañísima y casi ignota historia de un chorro astuto y de buen corazón, con algo de Quijote y de Odiseo que siguió el mal camino pero, cada tanto, demuestra tener códigos y buenos sentimientos, como cuando entra con su banda a robar el hogar de una familia necesitada y no sólo decide dejarla indemne sino que incluso los ayuda económicamente: “El protestaba por los otros, por los más débiles que aguantaban y sufrían los golpes de los ‘gaitas’ y de los ‘esbirros’, sin hacer más que quejarse en silencio por los dolores que sentía”.
A veces dan ganas de pensar que esta clase de fenómenos, esos milagros no tan infrecuentes en que, de la noche a la mañana, aparece un libro inesperado y al mismo tiempo de mucho valor sólo suceden en la literatura argentina. De todas formas, es cierto que encontrar la novela le llevó a Conde muchos años y una larga carrera de obstáculos: “Como Gobello seguía sin encontrar el ejemplar en su biblioteca, en una reunión de la Academia pedí el libro adelante de todos y Ricardo Ostuni me dijo ‘yo lo tengo, en un mes te lo traigo’. Pero tampoco apareció. Fui a la Biblioteca Nacional y no estaba, tampoco apareció en la biblioteca del Congreso ni en la de Filosofía y Letras. Entonces empiezo a buscar por librerías de viejo, MercadoLibre, sin resultados. Hasta que un año después agarro la reedición de El lenguaje del bajo fondo, otro libro de Villamayor que editó en 1965 Enrique Del Valle y en el prólogo cuenta que cuando se estaba imprimiendo la novela del pibe Oscar se incendió la imprenta y prácticamente no quedaron ejemplares. Ahí me pongo como loco y lo vuelvo a llamar a José que ya estaba medio enfermo, en cama, y le cuento todo: ‘Mire, José, si no llega a encontrar su ejemplar, perdemos el libro’. Me llama él al otro día y me cuenta que finalmente su hijo encontró la novela caída detrás de un estante de la biblioteca. En un año hago el proyecto de investigación y el estudio preliminar, y me ponen de editor a Juan Manuel Bordón, un pibe bárbaro que estudió Letras en Cuyo y también se volvió loco con el libro. A mediados de diciembre del año pasado, viene y me dice: ‘Me compré un ejemplar de La muerte del pibe Oscar’. ¿Cómo? La puta que te parió. En MercadoLibre, por 160 pesos”.
Ese ejemplar que el editor le exhibía a Conde con cierta mojada de oreja también carecía de tapa, como el de Gobello. Pero motivado por ese nuevo hallazgo, Conde se pone a buscar de nuevo en las arcas de Google y descubre que la casa de remates Saráchaga había vendido en 2009 un lote de libros de literatura argentina, que incluía algunas novelas de Beatriz Guido y, sí, por supuesto, otro ejemplar de La muerte del pibe Oscar que, en este caso, según podía verse en la foto de la página, sí venía con la tapa: “Era una especie de caricatura de un compadrito. Yo creo que antes de la reedición había solo tres ejemplares”, concluye el académico lunfardo con la paz de quien sabe la misión cumplida.
Es obvio: la historia de cómo Conde llegó al libro parece un capítulo más de esta novela que lleva como subtítulo Célebre escrushiante (“ladrón”).
La muerte del pibe Oscar (hay serias sospechas de que el personaje pudo haber existido pero a la vez ninguna prueba rotunda) constituye una especie de novela de iniciación al fin, una novela de aprendizaje criminal en el que se cuentan los golpes, asesinatos y huidas del protagonista a lo largo de escenarios porteños bien reconocibles como el mercado del Abasto o el centro de la ciudad.
La trama transcurre aparentemente durante la primera década del siglo XX, por lo que en lugar de autos se leen carros a caballo, como en uno de los episodios en que el Pibe cae en cana de casualidad por culpa de un cochero que debía una multa. En realidad, todas las veces que Oscar va preso se debe más al azar que a la eficiencia policial: ningún efectivo es lo suficientemente astuto como para detenerlo.
Como sea, La muerte del pibe Oscar describe una parábola del nacimiento, auge y ocaso que arranca con las lecciones mal aprendidas del correccional: “En esa escuela que al final de cuentas no fue más que un colegio superior de degeneración completa, o mejor dicho una verdadera incubadora de variados vicios con excelentes y nutritivos caldos para cultivar microbios de disolución social; allí repetimos, supo también el nombre de las diferentes e ingeniosas herramientas que utilizan los amigos de lo ageno (sic) y las cuales cuando ya fue más ‘chomita’ alcanzó a perfeccionar y a fabricar algunas por sus propias manos”.
Debido a la coincidencia con el nombre del protagonista del libro, más de uno puso en duda la veracidad de todo esto: del libro, de la novela, de su autor y del lunfardo, escépticos quizás de tanto chasco posmoderno. Pero ahí están para demostrarlo fotos, manuscritos y otros documentos.
“Bueno, y además en esa misma introducción al Lenguaje de los bajos fondos me enteré de que Villamayor había publicado bastantes años antes cinco capítulos de la novela del pibe Oscar en la revista Sherlock Holmes, una revista a la que nunca había escuchado mencionar antes de encarar este proyecto, otro caso de publicaciones que hoy son totalmente desconocidas pero que, en su época llegaban a vender hasta 50000 ejemplares por semana. En el tesoro de la Biblioteca Nacional hay algunos números sueltos, la revista es una locura porque en sus casi cincuenta páginas traía cuentos y folletines policiales ingleses o franceses, junto con otras noticias policiales, alternaba la ficción con distintas investigaciones sobre rufianes, chorros y explotadores de menores. Pero además Villamayor publicó en la revista otros artículos, incluso algunos sobre la creación de la mafia criolla que constituyen documentos reveladores acerca de la época y la posibilidad de que Oscar haya existido, y que por eso incluí en el apéndice del libro.”
La novela propiamente dicha, en su versión libro, se publicó por primera vez en el superpoblado año 1926, donde tuvo que aprender a convivir con las otras novedades literarias que aparecieron en ese momento: Don Segundo Sombra de Güiraldes, El juguete rabioso de Arlt y El tamaño de mi esperanza de Borges.
–Y te agrego algo: “Que vachaché”, el primer tango de Discépolo, es de ese año, y también “Viejo ciego”, el primer tango de Manzi. Con esos dos temas empieza una nueva era en el tango canción, esos tangos cambian la poética.
Desde “Mi noche triste”, que es de 1917, hasta el año 1926 los tangos hablaban básicamente de tres cosas: la mina que abandona al tipo, la milonguita que enceguecida por las luces del centro se pierde y muere o envejece mal y el duelo criollo, el guapo. Con “Viejo ciego” Manzi introduce el barrio con la postal de un viejo ciego que toca el violín, y Discépolo el tema de la ética a partir de la historia de una mina que le recrimina al tipo, un idealista, no traer guita.
De hecho, de tanto lunfardismo hay momentos en que da la sensación que más que una novela lo que se está leyendo es un tango interminable. Las palabras que el propio autor decidió poner entre comillas proliferan con más velocidad que los crímenes del Pibe: “En el encierro conoció muchísimos procedimientos para que sea fácil ‘punguiar’ lo ageno (sic), cosas que ignorara aun cuando ya era un ‘burrero’ o un ‘rastrillo’ ‘non plus ultra’ antes de ser ‘engayolado’”.
¿Cuántas palabras en lunfardo tiene que tener un texto para ser considerado como tal? ¿El juguete rabioso podría considerarse una novela en lunfardo?
–El límite es arbitrario. Hay antologías de letras de tango en lunfardo, como la que hizo Julián Centeya, donde se discute a partir de cuántos lunfardismos un tango es lunfardo. Bueno, la mayoría te dice que tiene que haber por lo menos diez y, en ese sentido, El juguete rabioso no entraría porque, yo lo revisé, tiene solo sesenta o sesenta y cinco lunfardismos: muy pocos para una novela. Las primeras de las que se tenía noticia son de la década del sesenta: está El deschave de Arturo Cerretani, otra de Julián Centeya del año 1971 que se llama El vaciadero y después un par de novelas de la década del ochenta que escribió un autor que ya murió, Jorge Montes: Jeringa y su secuela Despertá, Jeringa que es la historia de un reo, un busca que se crió en un conventillo, se coge a todas las minas y vive de los demás.
Ya en el teatro los que lo llenan de lunfardo, antes aun del grotesco, son Vacarezza, que en 1911 escribió Los escruchantes, y José González Castillo, el padre de Cátulo, un excelente dramaturgo que escribió obras cruciales como Los invertidos, de 1911, acerca de tipos casados que en realidad son gays. Ahora donde es mucho más evidente el género lunfardo es, por supuesto, en la poesía: existe con mucha más claridad y el que lo inicia es Felipe Fernández, un tipo que con el seudónimo de Yacaré publicó el libro Versos rantifusos en 1916. Cada soneto de ese libro tiene alrededor de 35 lunfardismos, es algo guaso, a tal punto que nadie habla así por más reo que sea.
¿Y los escritores de Boedo?
–No, eso es interesante porque en general no usan lunfardismos. Podés encontrar alguno que otro, por ejemplo, en Alvaro Yunque que recién en la década del sesenta se dedicó a escribir poesía lunfardesca, algo que también hizo su hermano, el también boxeador Alcides Gandolfi Herrero, que publicó su primer libro en la década del sesenta.
Me imagino que habrás leído miles de veces La muerte del pibe Oscar: ¿considerás que tiene más valor documental o literario?
–Mirá: esta novela da un gran testimonio acerca de cómo hablaban los chorros o los que iban a los bajofondos a principios del siglo XX. Lo interesante es que no sólo hablan así los personajes sino también el narrador, una especie de alter ego de Villamayor porque es un guardiacárcel al que el pibe Oscar le va contando su historia. Al tipo le encantaba escribir: lo sé porque vi sus manuscritos, que vienen con el membrete de la cárcel y son de una prolijidad increíble. Pero yo creo que su finalidad no es literaria sino perseguir algún cambio en el sistema carcelario, como lo demuestra el prólogo que le hace Luis Dellepiane.
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