Dom 09.08.2015
libros

EN FOCO J. R. WILCOCK

EL ICONOCLASTA

Pariente excéntrico y no siempre presentable de Borges, Bioy y Silvina Ocampo, J. R. Wilcock es una de las joyas secretas (y no tan secretas) del canon literario argentino. La publicación de El caos, libro que con sus reediciones desordenadas hace honor al título, vuelve a hacer circular al escritor que aspiró al olvido total y casi estuvo a punto de lograrlo.

› Por Fernando Krapp

Los lectores de J. Rodolfo Wilcock suelen ser muy quejosos. Quieren que la obra de su adorado escritor sea visible, se reedite, sea leída por nuevos lectores y considerada como una pieza angular dentro de la narrativa rioplatense (los más ambiciosos hasta anhelan la cumbre latinoamericana y mundial). Mientras que, por otro lado, desean que Wilcock se mantenga unívoco a los límites de su círculo de fieles, que su lujo como contraseña entre lectores no se estandarice, y que ellos, como parte de una cofradía salida de alguno de sus libros más icónicos, puedan formar también parte de sus tragicómicas biografías.

Wilcock (J. R. como le gusta decir a sus devotos) comparte, eso es innegable aunque casi de rebote, el podio con tres renombrados escritores del canon argentino: Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges y Silvina Ocampo. La contratapa de esta nueva edición de El caos a cargo de La Bestia Equilátera no se mofa de compararlo con sus compañeros de revista y de ruta. Recordemos: Wilcock se había exiliado en Italia después de una confusa experiencia como ingeniero en las obras del tren Transandino (material que usaría en su novela El ingeniero). Este hombre huérfano de madre y padre, e ingeniero civil desencantado recibido con medalla de honor por la Universidad de Buenos Aires, gozaba en la Buenos Aires del 40 de cierta fama en el círculo literario más alto, léase revista Sur y sus allegados. También formaba parte del canónico manual de la Antología de literatura fantástica de Borges, Bioy y Ocampo. Quizá por cansancio, por falta de oportunidades, por estrechez, por disparidad política, quién sabe, Wilcock se establecería en Italia en 1951 después de un largo e intenso periplo europeo, en donde dejaría de escribir en su odiado castellano para traducir todas sus obras a su amado italiano, y volvería a traducirlos a un complaciente español.

Algo de esa repetición (iteración, dirían los físicos), de ese malestar, se esconde en El caos que, como su nombre lo indica, tuvo varias ediciones. Dos en italiano (primero en Bompiani, después en Adelphi), una pérdida de derechos, dos cambios de títulos, en fin, un quilombo. Hasta que fue publicado en 1975 gracias a su amiga fiel Silvina Ocampo, y a Enrique Pezzoni (en ese tiempo editor en jefe de Sudamericana) bajo su categórico y sugestivo título final. Antes de partir a Italia, Wilcock fantaseó con desaparecer completamente, de hecho compró todas las ediciones de sus primeros libros de poesía con el objetivo de ser olvidado por completo, y logró reinventarse del todohasta modificar intensamente su estilo literario en una forma más barroca y rebuscada, grotesca y asfixiante. En El caos cuesta encontrar al Wilcock de las biografías literarias a la Schwob o al estilista del El ingeniero. Este es un Wilcock desbordante y medieval, delirante del todo (a la manera de Laiseca), más cerca de Rabelais que de la alta cultura a lo Henry James, o bien alejado de las vanguardias estéticas a las que terminó por abrazar hacia el final de su vida. En definitiva, más interesado en dar vuelta los órdenes establecidos de la literatura que en afilar sus recursos estilísticos con la piedra pómez de su ingenio.

Una lectura apresurada haría que comparáramos El caos con sus hermanos de camada como La invención de Morel o Ficciones. Es, sí, un hermano; pero bobo y deforme. Wilcock explora otros territorios que Borges y Bioy apenas tocaron de refilón. Empaña los espejos con secreciones sexuales y escatología, vértigo por cuerpos poco agraciados y una risa histérica que retumba en todas sus pequeñas tramas. En el primer cuento que abre el libro, por ejemplo, un hombre deforme y medio enano quiere encontrar el sentido de la vida mediante ejercicios prácticos basados en el axioma de Schrödinger: “La tendencia natural de las cosas es el desorden”. Rabelaiseano hasta en la prosa, rayana en lo exasperante, Wilcock sin embargo nunca dejó de ser un ingeniero; un creador de la forma y su estructura. En los cuentos se van desplegando metáforas sobre la física cuántica y la teoría del caos; aquellos físicos del siglo veinte que gracias a la inclusión de un tercer cuerpo generaron una relación no lineal y de esta manera ampliaron los cómodos límites de la física newtoniana para encontrar en la locura deforme de la realidad un orden perfectamente posible, fractal, y potencialmente imaginativo. Los cuentos de El caos se mueven así; como vectores que se tocan de un punto a otro no expulsados por una lógica causal sino por el movimiento espiral y expansivo de la imaginación de Wilcock; donde estallan festivos enanos voyeuristas y viejos sodomitas, seres oscuros condenados a una grieta, espiritistas poco virtuosos, gigantes dotados y realidades paralelas que en definitiva conforman siempre una misma realidad.

El caos. J. Rodolfo Wilcock La Bestia Equilátera 256 páginas

El dicho popular nunca fue más acertado: Buenos Aires es un caos. Su chorreado diseño urbano, su trabalenguas vial y su confusión de clases logran en Wilcock una forma menos asociada con el naturalismo exacerbado del sainete para plantear una confusión ordenada tanto formal como argumental en su Caos narrativo (¡qué simple y a la vez complejo sería compararlo con Leopoldo Marechal!). Enanos que viven en la calle Solís, giros lingüísticos de los orilleros, catamarqueños que llegan a la capital, muchos cuentos de El caos son también una mirada política sobre la ciudad politizada. Alegórica (aunque Perón y Eva aparecen con su nombre y apellido en “Felicidad” donde un hombre es sacrificado en una fiesta popular como El Rey Momo), las calles de Buenos Aires van revelando estos personajes deformes que coexisten como una realidad paralela y fantástica. Porque Buenos Aires es una ciudad demográficamente deforme, urbanamente caótica y perfectamente estática. Y Wilcock está ahí para recordarnos que el caos es un orden que admitimos y aceptamos hace rato, que el que ríe último no siempre ríe mejor, y que siempre podemos vivir un poco peor. Aunque, claro: sin perder nunca la clase.

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