Domingo, 16 de agosto de 2015 | Hoy
LYDIA DAVIS
Miembro de una avanzada intelectual norteamericana, traductora exquisita y rigurosa de Flaubert, Proust y Blanchot al inglés, Lydia Davis ha escrito en El final de la historia una novela atomizada en relatos, fragmentos y diversos registros, un complejo rompecabezas sobre el amor, la disolución de la pareja y acerca de cómo narrarlo, traduciendo a sus personajes, a los otros, a una lengua íntima y personal.
Por Rodrigo Fresán
Un crítico dijo alguna vez, con razón, que si se lee lo suficiente a Lydia Davis (Massachusetts, 1947) uno comienza a sentir que sus historias comienzan a sucederte; que acabas convirtiéndote en uno de esos casi invisibles personajes suyos a los que la realidad se les aparece, más y más, como algo a contemplar desde el más telescópico de los microscopios o desde el más astronómico de los telescopios. Otro reseñista, con igual exactitud, se refirió a sus ficciones breves –que pueden ocupar desde apenas una línea de texto hasta un puñado de páginas– como a mosquitos: “Consigues espantar algunos, pero siempre acaban picándote y llevándose algo de tu sangre”.
Leer a Davis, sí, es convertirse en cómplice de Davis.
Todo lo anterior para afirmar aquí que la lectura de El final de la historia (publicada en 1994 y única novela de Davis) produce el efecto de algo que ya sucedió y que no se puede olvidar por más que viva en el pasado. Algo parecido a haber caído en una telaraña y a la espera del regreso de algo inmenso y peligroso y definitivo. Sí, todos estuvimos –o estaremos– allí.
Porque lo que aquí se narra obsesivamente sin importar demasiado el formato (si los cuentos de Davis acaban configurando una novela o si esta es una novela conformada por cuentos o si lo suyo es minimalismo filosófico o haiku deshidratado tóxico o ensayo errante no tiene por qué ser motivo de preocupación para nadie) es el cómo narrar algo y el cómo hacer que ese algo acabe narrándonos. Y el tema escogido por esta autora –rareza avant-garde al ataque desde la retaguardia de su país, traductora celebrada de Proust y Flaubert y Blanchot al inglés, y ganadora de numerosos premios internacionales que incluyen International Man Booker International Prize en 2013– es la universal disolución de una relación amorosa. Desde todos los ángulos y con todas las piezas sueltas y fragmentos a recomponer en una desarmante novela para armar. Su dolor, su resaca, su gracia y, finalmente, su irresoluble misterio. Mirando y leyendo y escuchando y pensando a la “heroína” aproximándose al asunto con modales de documentalista y performer. Está claro que Davis no ha sido la primera o la única en esto. Allí al fondo están Emily Brontë y Jean Rhys. En algo de su dicción o fraseo pueden reconocerse el mismo aire entre clínico y bestial, entre autista e hipersensible de Joan Didion, Renata Adler y Amy Hempel. Y su voz rebota en el eco de sucesoras de la exhibición impúdica como Sheila Heti y Chris Kraus y Lena Dunham. Pero Davis es la más cerebral de todas entendiendo a cada una de las oraciones como un pensamiento o como algo a recitar como en un monólogo en voz alta y bajo los insensibles reflectores de la memoria. No es casual que la narradora de El final de la historia sea una traductora. Una traductora que no puede dejar de traducir a los demás –lectores incluidos– a su propio idioma.
El final de la historia se ocupa entonces de la “historia de amor” como si se tratase de un caso abierto o de una autopsia por realizar para convertirla en algo legible. De un espécimen extraño a la vez que sorprendentemente común: el análisis en primerísima persona de una relación con alguien –un poeta más joven al que se contempla y trata, digámoslo, un tanto neuróticamente– al que no se quiso demasiado pero que ha decantado y resultado, paradójicamente, en algo apasionado o apasionante y a no perder de vista y seguir y acosar por todas partes y a toda hora: una trama para recordar, un affaire al que analizar desde todos los ángulos posibles, un híper racionalizado amour fou. Algo –no alguien– a lo que perseguir y alcanzar siguiendo una secuencia ineludible: primero los hechos en sí, luego el reflejo un tanto distorsionado de esos hechos al recapitularlos y, finalmente, lo que se decide olvidar. Siempre traduciendo. No importa qué interés real puede llega a tener una excursión a una feria en el campo o el qué hacer con todas esas cajas. Tampoco qué pasa con el padre o con la nueva pareja o si la protagonista tiene problemas con el alcohol o no. La respuesta será siempre la misma y pasará por la más práctica de las teorías: el intentar tejer con todo eso la tela pegajosa y atrapante de una novela que se va ensamblando de a poco y con guiños a Kafka y Beckett y Nabokov y a Perec. Una novela que mata y que se muere por ser una novela en el acto mismo de ser escrita frente a un lector sometido a las idas y vueltas de un narrador poco confiable que, comparativamente, convierte a aquellos anfitriones difusos de Joseph Conrad o Ford Madox Ford en modelos de honestidad, objetividad y dignos merecedores de nuestra más absoluta confianza.
En una conversación con Francine Prose para la revista Bomb, Davis recordó la alegría que le produjo una reseña en la que se definía a El final de la historia como a “una comedia”.
Se sabe que si hay un adjetivo aún más ambiguo que interesante, ese adjetivo es divertido.
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