JOHN BERGER
Además de ser un notable narrador que atravesó etapas tan experimentales como diseccionadoras de las realidades sociales de la clase trabajadora, los campesinos y las clases populares en general, John Berger se ha destacado como un excepcional observador del arte y el quehacer del propio artista. De la literatura al dibujo, de la fotografía a la música, su mirada abarcadora lo convirtió en un influyente pensador contemporáneo. Ya cerca de los 90 años, dos libros brevísimos y minimalistas en su concepto e intención condensan algunas claves para leer a Berger: Cataratas, con dibujos de Selcuk Demirel (Gustavo Gili, Barcelona), y Rondó para Beverly (Alfaguara), un réquiem para su esposa con ilustraciones de su hijo, el pintor Yves Berger. Quizás, un viaje al “estilo tardío” que supo detectar Edward Said.
En el 2010, a los ochenta y cinco años, John Berger decide operarse de cataratas. Más allá de su formación plástica y su experiencia como crítico de arte (baste citar su esencial ensayo Modos de ver o su desmitificadora biografía de Picasso), Berger es ante todo un gran narrador que sabe exprimir cualquier situación y sacarle jugo, y como tal se comporta ante la intervención quirúrgica ocular mediante unas anotaciones breves donde va registrando los pasos del postoperatorio y su evolución estudiando la luz. “Si miro solo con el ojo derecho, todo parece gastado, si lo hago con el izquierdo solo, todo parece nuevo.” Hay una curiosidad rigurosa guiándolo hasta un registro pormenorizado de sus observaciones: “La luz, que hace posible la vida y lo visible. Puede que toquemos aquí la metafísica de la luz (viajar a la velocidad de la luz significa dejar atrás la dimensión temporal). El transcurso de una visión borrosa, la percepción de una realidad difusa, hacia la luz puede resumirse en que, durante las cataratas, uno se vuelve necesariamente más consciente del aire, del espacio entre las cosas”. Lo que interesa de estos apuntes no es el regodeo en el sufrimiento (de hecho no incurren en la autocompasión previsible): sólo apuntes como de entomólogo o de explorador viajero. Berger va, como siempre, por otro lado, persigue una conclusión. Como buen marxista, es también un moralista. Pero, con destreza, elude el riesgo de una moraleja y toma partido por la imagen poética (Berger, cabe también recordarlo, es poeta), y así, tras la operación del ojo derecho anota: “No se trata tanto de que las cosas parezcan mejor iluminadas como de que, repentinamente, soy consciente de la luz que lo rodea todo. El elemento aire se ha transformado en el elemento luz. De la misma manera que los peces viven y nadan en el agua, vivimos y nos movemos a través de la luz”. Elíptico, austero, Berger nos entrega una crónica que, si bien en superficie se circunscribe a la operación y su resultado, funciona a la vez como poema.
Cataratas es además un pequeño y bellísimo libro objeto con dibujos del ilustrador turco Selcuk Demirel (colaborador de Le Monde, The New York Times, The Boston Globe, entre otros, vale la pena googlearlo y apreciar su obra en Internet). Los dibujos, con un humor entre naïf y cómplice, esquivan con su delicadeza la obviedad realista y se adaptan en clave de comedia, como tomándole el pelo a lo traumático. Demirel ilustra complementando, pero no redunda. Sin duda, ésta es la clase de libros que, conjugando palabra e imagen, como El principito, bordean el límite de lo que es literatura convencional, y de paso, se afilian, marginales, a un género, y es ahí donde lo fragmentario y su ilustración devienen un artefacto de prestigio que supera la tradicional literatura “infantil” merodeando la exquisitez del “libro de arte”. No es casual entonces que Berger pareciera haberse motivado en Saint-Exupéry, especialmente en su célebre aserto: “No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”.
El estilo no es sólo una manera de sellar una marca con una articulación retórica. Es también una manera de ver el mundo. La escritura de Berger, subsidiaria de una mirada personal, apunta aquí a rescatar bastante más que una experiencia que podría haber resultado complicada. En otras palabras, mediante la elipsis, dice más al recurrir al silencio. A pocas páginas de internarse uno en el texto se tiene la impresión de estar leyendo un brevísimo manual de arrime al misterio que subyace en todo lo que puede fingirse evidente: “Son las sombras y la oscuridad las que hacen ruido. La luz te pone una mano en la espalda. No te vuelves, porque reconoces su tacto desde hace mucho, mucho tiempo. Es lo que viste primero, pero nunca le diste nombre”.
Posterior a Cataratas, cuatro años después, muere Beverly, la compañera de Berger durante cuarenta años. Y cuatro semanas más tarde, junto con su hijo Yves, artista plástico, se dedica a cumplir un ritual de duelo mediante fotos, dibujos y escritura. El resultado es Rondó para Beverly, un libro miniatura al igual que Cataratas, que trasciende la intimidad de la ceremonia familiar. “Mamá, estoy a punto de inaugurar mi primera exposición en Londres. Cuánto te echo de menos. Sé lo contenta que estarías”, escribe Yves. Y Berger, por su lado, ensambla: “Anoche volviste por primera vez. O para decirlo de otro modo, tu presencia sustituyó a tu ausencia. Estaba escuchando una grabación del Rondó N 2 para piano (op. 51) de Beethoven. Durante casi nueve minutos, por lo menos, fuiste ese rondó, o ese rondó se convirtió en ti. Contenía tu levedad, tu persistencia, tus cejas arqueadas, tu ternura. Estamos escribiendo esta elegía para ti, y es algo parecido a una respuesta a ese rondó. Al mismo tiempo es un mensaje al lector sobre ti”. Tal vez corresponda aclarar qué es un rondó para obtener una mayor comprensión de este libro que, en cada una de sus páginas, tiene ecos de oración fúnebre. El rondó es una forma musical basada en la repetición de un tema musical. Couperin supo definirlo como un tema principal que reaparece y se alterna con diferentes temas intermedios. Un rasgo típico de cualquier rondó es, la vuelta al tema principal después de cada digresión, la cual proporciona contraste y equilibrio. El libro que Berger padre e hijo componen tiene el matiz de obsesión de esa forma musical: Beverly, la difunta, es el tema central, y sus variaciones, leves subtemas de la evocación, se detectan en todo momento. Así como el hijo extraña a la madre cuando está por inaugurar una exposición, el padre la extraña al recorrer la casa de campo en que viven, al regar las plantas y acordarse de un viaje a Ramalá y de un poeta local que les leyó en aquella ocasión unos versos: “La muerte es una manera de plantar”. Pero la ejecución de la obra conjunta de padre e hijo, durante la composición, le hace reflexionar a Berger: “Escribir para mí es una forma de desnudarme, de intentar llevar al lector más cerca de algo expuesto”. De acuerdo, pero también, en la medida que este duelo, mediante la expresión estética invocando a un lector, el texto se vuelve público, se impregna de un cierto exhibicionismo. Innegable el padecimiento de Beverly, quien en su último tiempo padeció físicamente el dolor: “No sé si lo que te voy a decir ahora ya lo sabías o no. Hay muchos niveles de conocimiento y, muchas veces, el conocimiento en sus niveles más profundos no tiene cabida en las palabras o pensamientos”, escribe Berger. Y cuenta: “Cuando estabas acostada de espaldas sin poder moverte porque el dolor te atenazaba, cuando lo único que podíamos hacer para amortiguarlo era darte otra dosis de morfina o de cortisona y recolocar los almohadones debajo de tu cuerpo”.
Cada ser humano, pertenezca a la cultura a la que pertenezca, puede vivenciar la pérdida, una instancia grave, como se le antoja. Por más que puedan encontrarse recetas en la religión, la autoayuda o las sesiones de terapia, hay un tránsito inexorable que los artistas –y los escritores entran en esta categoría– suelen convertir en materia de creación. La tentación es tan natural como un tic o un recurso del oficio. No obstante cabe preguntarse cuál es la diferencia entre lo que puede ser un diario íntimo, de valor exclusivamente personal, y su transformación en pieza artística, emergente de un acto que se convierte en esa otra cosa que es “la obra de arte”. Una pregunta mal intencionada tienta al lector nada ingenuamente mencionado a formularse otra pregunta: ¿cuál es este otro límite (ya no de género) entre lo íntimo de ese duelo, el exorcismo privado del fantasma amado a través de un tránsito por la evocación estética y su discernimiento del interés marketinero.
A esta altura Berger padre es un sello comercial. Sus lectores, está probado, son ya un vasto público de feligreses progres que se emociona con su izquierdismo “sensible” y, convengamos, el fenómeno no puede pasársele por alto a quien (marxista agudo como es) supo advertir en otros ese instante en que la creación se vuelve producto de una marca registrada (volvamos al caso Picasso, que Berger desmenuzó con perspicacia.) Es verdad, el lector bergeriano añorará al narrador de Puerca tierra y al cronista de un médico rural en Un hombre afortunado, esos relatos del perderse en territorios arrasados por la violencia y la brutalidad del sistema, los seres olvidados y sin esperanza. La calidad de estos textos acotados, su minuciosa orfebrería y los dibujos que lo acompañan respiran, sin embargo, una delicadeza que puede ser conmovedora. Pero, hasta dónde es lícito que esa exploración en pos del conocimiento, como asevera Berger, al pensar en un lector futuro, adquiera un relieve comercial. Es cierto que el capitalismo afecta cada uno de nuestros gestos cotidianos y que no hay exterior hacia el que puede huirse, ni siquiera, como Berger, recluyéndose en lo rural.
Entre las lecturas que sugieren estos dos artefactos literarios, puede caber otra. Si en Cataratas Berger, pasados los ochenta años, presiente el inexorable declive biológico, los impedimentos de la edad, lo que arma es un escape por la vía del relampagueo, intuiciones que conjugan el insight; Si de este modo en Cataratas sortea el miedo al deterioro, en Rondó para Beverly, el miedo, a una edad que avanza implacable, ya cerca de los noventa años, la inminencia de la muerte es una certeza y, en consecuencia, he aquí el exorcismo. Psicologismo simplista, se dirá. Y es más que probable. Pero vale.
Hay otra posibilidad de diseccionar estas miniaturas con menos interpretación psi y seguramente también, menos sospecha. En sus reflexiones sobre el estilo tardío, Edward Said señaló un rasgo común en grandes artistas alcanzados por la vejez. Entre ellos, se contaba Jean Genet arriesgando: “Escribo contra mí mismo”. Inapelable, su máxima. Y venía a subrayar que el comportamiento afín tanto en músicos como en escritores era, en el final del camino, ir contra su obra, contra la noción de carrera, poner en tela de juicio sus mecanismos consagrados y generar una obra que los interpelara como creadores. Estos dos libros seductores de Berger, por supuesto, pueden ser leídos también desde esta perspectiva: indagando qué nos quiere contar, qué nos quiere decir Berger en estos dos gestos minimalistas que, sin perder el afán de ir más allá en el más acá, capturan el dolor existencial en su naturaleza de “libros de arte” aunque, por su condición, parecieran tener la intención subterránea de devenir reliquias de “coleccionistas” de obras de arte.
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