El filósofo Gilles Lipovetsky, esta vez en compañía del crítico Jean Serroy, se pregunta en La estetización del mundo por las relaciones entre el capitalismo y el mercado del arte, tan globalizado como los recursos para anestesiar los males que el propio sistema produce.
› Por Pablo E. Chacón
El sociólogo francés y su compañero de ruta, el crítico cinematográfico Jean Serroy, no esconden su deseo: contar cómo es vivir en la época de las sociedades cuadriculadas, diagramadas según un plan maestro, el del arte o el de lo artístico. Acaso sea esa la razón por la que advierten que el capitalismo no tiene buena imagen. Si se hiciera una lista con los términos y juicios que se atribuyen con más frecuencia al liberalismo económico, tanto en la opinión pública como entre numerosos intelectuales, no cabría duda de que los cargados con valores negativos superarían a los más positivos. Esto era verdad ayer, lo es todavía hoy, aunque las diatribas del anticapitalismo revolucionario hayan perdido su antigua credibilidad. Bien. ¿Qué es lo que era verdad ayer, y todavía hoy? Para Lipovetsky y Serroy, al parecer, que el liberalismo económico, su implantación estética, habría despertado una mayoría de valores negativos cuando las procelosas aguas del anticapitalismo revolucionario todavía se agitaban, al contrario que ahora, que el mundo navega a la velocidad crucero impuesta por la normativa turística y los pasos en falso del Bundesbank, la caída de los acciones chinas y las tribulaciones de Donald Trump, es decir, cuando el capitalismo sólo ha conseguido generar crisis económicas y sociales profundas, aumentando las desigualdades, provocando grandes catástrofes ecológicas y reduciendo la protección social, Pero a no equivocarse: la mayoría de las ciudades importantes del planeta tienen sus usinas de cultura, sus centros de recuperación de adictos a cualquier cosa, sus museos afterpop, sus McDonald’s, sus circuitos new age, sus clínicas de cirugía estética, su violencia de género, sus facultades, sus autos de alta gama, sus conexiones a internet, sus ataques de pánico, sus Paul Gaultier, sus quince minutos de fama, sus instituciones republicanas, su glamour, sus gadgets vigilantes: la hipermodernidad es tan democrática como horizontal. La estetización del mundo es posible bajo la condición de la excepción permanente respetando, al menos, un mes de vacaciones: para aburrirnos mejor, pero juntos. Pero otra vez: a no confundirse: el volumen pretende una lectura de calado histórico, político y sociológico.
Es fácil reducir esta historia a una mala fe masiva que no falta pero tampoco alcanza.
Las cosas que interesan a Lipovetsky (la desmaterialización del arte; el papa populista; las performances; la competencia; la estética trans) no deberían confundirse con el problema Lipovetsky: esa papilla mal digerida de ideas como las de Guy Debord, así se transforma en una era del vacío adecuada a la demagogia del sistema capitalismo artístico globalizado triunfa el modelo etnochic, la hibridación estética del estándar moderno y la etnicidad. La nostalgia por un mundo sólido es la peor respuesta posible al dispositivo de consumo efímero y múltiple. Y suena tan bien que podría operar como acápite de una novela transgresora, sadomaso, digamos: sadomaso consensuado. El mercado se ha tragado al arte, o el arte se practica para el mercado.
Es cierto que las industrias mediáticas nunca son inocuas a la hora de troquelar la agenda pública, como parecen pensar los autores, privándose de cuestionar esa metodología (y de paso sus intereses, los de los artistas, diseñadores, marchantes, arquitectos, curadores, sponsors) sino también, en consecuencia, buscar la parte maldita que hace de una obra, una idea, una pieza, eso mismo que muchas veces es: un resto inasimilable, algo del orden de lo real (que tan provocativamente suele recordarnos, inaprehensible, la figura de Kate Moss, incluso promocionando, si lo hubiera hecho, este libro dragado de esa exforma que reclama Nicolas Bourriaud. Sobre estos restos no asimilables, sería posible fundar un pensamiento sobre lo excluido: el sexo, el despilfarro, el potlach, lo abyecto, lo sagrado.
Lipovetsky y Serroy, de esta manera, se enredan en un diagnóstico de época que acaso más que impresionista, corra el riesgo de parecer un catálogo no exento de capricho.
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