EN FOCO Ha sido objeto de diferentes intervenciones estéticas, de Fogwill en “Help a él” a los más recientes sucesos poéticos que sacudieron la patria literaria y lo llevaron a las puertas de los Tribunales. Pero “El Aleph” de Borges es también un interesante descenso a los sótanos que años después, encontraría un contrapunto polémico y peronista en Megafón, o la guerra de Leopoldo Marechal. Y, como siempre, bajo la vieja sospecha de que los secretos y enigmas de la cultura argentina se cocinan en lugares secretos, conspirativos, laberínticos y poco visibles.
› Por Claudio Zeiger
“Usted lo sabe: hay que bajar al sótano para entender al hombre.”
Así le aconsejaban, algo imperativamente, a Megafón en medio de su preparación para la guerra. Personaje oscuro (“una vida en laberinto y pelea”), metafísico de barrio, autodidacta de Villa Crespo, con un pie en el barro de la historia y el otro en el cielo de los ángeles, este hombre que arbitró peleas de box anunciadas mediante un megáfono de enormes proporciones al que le debe su nombre (obviamente, se trataba del anunciador de un tiempo revuelto que podía durar algunos rounds o varias décadas), es la última invención novelística de Leopoldo Marechal. Escrita en los años posteriores al golpe de 1955 y publicada en 1970, el mismo año de la muerte del autor, es previsible que zumbonamente o no, en Megafón, o la guerra se haga referencia al subsuelo de la patria sublevada o a punto de sublevarse, y en general a todo aquello que no estaba en la superficie porque no se podía mostrar a la luz y porque muchos otros, a quienes también se estaría enviando el críptico mensaje, tampoco querrían verlo, y ni siquiera estaban dispuestos a presentirlo. Y conste que, para no perder las intenciones siempre paródicas y las humoradas, quien le daba el consejo a Megafón no era otro que un ex ministro de economía, un tal Ramiro Salsamendi, sospechosamente parecido a Alvaro Alsogaray y aprendiz de Creso, con sus más delirantes riquezas en las catacumbas de su mansión.
El que ya había bajado al sótano por entonces, era Borges. Y lo que en los bajos de una casa de la calle Garay se le iba a revelar no era el secreto del hombre o las tristezas de la patria resistente, sino la visión del universo concentrado en un ojo total y único, bajo la forma de una ráfaga o intuición psicodélica (cabe recordar que antes de bajarlo al sótano, Carlos Argentino Daneri, el primo hermano de la candente Beatriz Viterbo, le hace beber a Borges un licorcito espeso que lo pone en trance de ver visiones); ni más ni menos que el Aleph, “uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos” o “el lugar donde están sin confundirse todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”. Borges y Marechal, entonces, por los suelos.
Claro que todo es según el cristal con que se mira y sobre todo desde dónde se mira. Sin cargarle las tintas a Borges, el lector que ahora mismo corra a releer “El Aleph” se encontrará con un tono de chiste literario que en cierta medida le quita grandeza al quizás más famoso cuento fantástico de su autor. O por decirlo de otro modo, le falta esa grandeza no reñida con la humildad que, con parecido tema, le daban una sugerente melancolía a “Funes, el memorioso”.
Megafón, o la guerra es una novela que sin perder ese discurrir ameno del Adán Buenosayres, da señales nítidas de los tiempos sombríos que se viven entre épocas. Libro absolutamente recomendable para leer hoy como texto político, sorprenderá al lector con algunas “profecías” sobre algunos notables hechos del peronismo. Pero sin ir tan lejos, la confrontación de sótanos no apuntan a un revisionismo blanco/negro sino en cierta forma a apelar a uno con el otro al lado. Es obvio que para Marechal, los territorios menos visibles de la patria no eran los de “El Aleph” ni, por caso, los altillos en los que Beatriz Guido escondía a los muchachos de FUBA perseguidos por el régimen. Y también es obvio que desde los tiempos martinfierristas, Marechal no podía dejar de pensar en Borges (bien, mal, siempre tomándole un poco el pelo, lo tenía en la mira), y que en su obsesivo alejarse de la solemnidad (nunca hay que olvidar su resonante final “Solemne como pedo de inglés”) a veces se le iba la mano con la chacota. Pero en las primeras páginas de Megafón, o la guerra hay un momento de extrema lucidez para poner las cosas en su lugar, para, si se quiere, “marcar” con énfasis el territorio por el que se va a transitar, “Una década más tarde, cuando le pregunté a Megafón qué razones lo habían llevado a conservar ese apelativo, me reveló que lo había hecho en atención a sus os magna sonaturum, una de las tres condiciones que el poeta Horacio exige al arte en su epístola famosa. Tal vez algún doctor en porteñismo, de los que se usan ahora, me censure esta combinación de malevaje y literatura”, escribe Marechal, y agrega lo que nos interesa subrayar aquí: “Si tal sucediera, le responderé que no sabe ni sabrá lo que se destilaba entonces en los barrios herméticos y activos como alambiques”.
Eso que no sabía ni sospecharía la gente de Sur y del Norte, eso que ni siquiera querían sospechar que provocaba murmullos en los vertederos de la noche, en los basurales y los pajonales –los cadáveres, porque había cadáveres–, en fin todo eso, es la inversión que Marechal le proponía al Aleph no para sí sino para señalar otra corriente subterránea de la literatura argentina, incluyendo seres muy formales como Eduardo Mallea o furibundos antipopulistas como Ezequiel Martínez Estrada. Pero si el Aleph significa que desde un arrabal de la calle Garay se puede acceder al Todo porque nuestra tradición, en definitiva, es esa forma de la periferia que nos permite estar cómodamente mirando desde el margen la tradición occidental con solo recostarnos en una oscuridad de sala de cine, el imperativo de que hay que bajar para saber lo que se destila en los barrios, implica la idea de un descenso muy diferente. Hay que arremangarse los pantalones, hay que ir hacia abajo. Hay que agacharse, amigo, seguir la larga tradición de los descensos que no suelen augurar triunfos cristalinos, para conocer aquello que ya no nos dejará ser iguales a como éramos antes de la experiencia.
Hacia 1949, Borges, para curarse del descenso y la visión vertiginosa del Aleph, se recetaba a sí mismo el olvido. Hacia 1970, Marechal, en todo caso, intuía que el corazón secreto de la cultura argentina está en un lugar siempre desplazado pero incómodo, que la clave de nuestro drama no está en la superficie sino oculta en algún lado poco visible. Y que para arrancarle ese secreto de confesión a la literatura argentina no había que ser conformistas con nuestra supuesta pertenencia a la cultura universal sino descender a lugares más inhóspitos, poner el oido a las conspiraciones más alucinadas aunque se siga tensando la cuerda neoclásica. Ya lo habían sugerido algunos ensayistas, y en las ficciones ese planteo se fue haciendo más complejo, más hondo y –volviendo a Megafón– más laberíntico. Arlt, Marechal, Sabato. Y por supuesto, si se invierte el Aleph o al menos se lo tuerce un poco como para sacudirle el polvo al amontonamiento universal, el propio Borges.
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