Domingo, 18 de octubre de 2015 | Hoy
WILLIAM OSPINA
En El año del verano que nunca llegó, William Ospina abandonó el territorio de la conquista de América de su laureada trilogía novelística, para abordar una historia ya transitada como la reunión de los románticos que daría a luz a Frankenstein, y una menos conocida: la del año 1815 que precedió a esa reunión de Shelley, Byron y Polidori. Ese año, una tremenda erupción volcánica alteró el clima y la economía del hemisferio norte y, efectivamente, el verano nunca llegó.
Por Violeta Serrano
“Todo está comunicado en secreto”, dice William Ospina. Y sabe bien de lo que habla. Si él, de pequeño, no hubiese llegado a encontrar La odisea en un baúl, probablemente no habría sido escritor. En su casa, dice, no había una gran pasión por la lectura, sin embargo, aquel clásico estaba ahí agazapado, a la espera de que alguien lo hiciese propio. Y él lo hizo. Después, el oficio de cantor de su papá mezclado con las historias que un viejo orador que conocieron en los Andes les contaban a él y a sus hermanos, hicieron el resto. Una conjunción óptima con los ingredientes justos para crear, no sólo un narrador, sino un poeta con mayúsculas. Y algo más, sí, porque según él, “el ensayo es la respiración de la literatura” y, por lo tanto, un género así no es un entretenimiento sino una necesidad.
Reconocido en los tres campos con el Premio Rómulo Gallegos en 2008 por El país de la canela, con el Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura en 1992 por El país del viento y como ensayista con el Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada de Casa de las Américas, en la Habana, en el año 2003 por Los nuevos centros de la esfera, se puede decir que la decisión de William Ospina de abandonar sus carreras de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad de Santiago de Cali para dedicarse a la escritura y al periodismo fue correcta.
Pero mientras tanto, ¿qué? Después de toda una vida de viajes, Ospina no hace otra cosa que regresar al origen, como si fuese Ulises volviendo a Itaca, como si continuara tras el mandato que dispuso esa primera lectura confiada en su juventud a Homero. Se dice que ha girado el rumbo habitual de su narrativa, que ha sido un gesto extraño salir de la trilogía en la que se movió durante más de una década, aquella que descansaba sobre el tema de la conquista de América y que está integrada, además de la ganadora del Rómulo Gallegos, por Ursúa (2005) y La serpiente sin ojos (2012). Pero el giro no es tan extraño si se lo analiza de cerca: hace más de veinte años William Ospina ya había escrito un ensayo sobre Lord Byron y, además, un texto titulado “Es tarde para el hombre”, incluido a su vez en un ensayo mayor titulado Los románticos y el futuro. Así que el rastreo de sus pasos confirma un camino previsible. Sin embargo, sí hay algo diferente en El año del verano que nunca llegó: el narrador sutil se parece demasiado al propio William Ospina y esto, para él, sí que es nuevo, aunque para los derroteros que está tomando la narrativa actual no sea más que un modo de reafirmarse.
Siguiendo irremediablemente una obsesión nacida en una estancia en Buenos Aires, el narrador de este libro rastrea, por diferentes lugares del globo, un episodio que revolucionó la literatura: la creación de Frankenstein y del vampiro precursor del Drácula de Bram Stoker. Era 1816 y en Suiza, en Ginebra para ser exactos y para serlo aún más a las orillas del lago Leman, había una casa, Villa Diodati, en la que se juntaron varios seres conmovedores que Ospina intenta biografiar a trazos en esta obra que carece de clasificación genérica: Lord Byron, Percy Bysshe Shelley, Mary Godwin (Mary Shelley), John William Polidori, Claire Clairmont, la condesa Potocka y Matthew Lewis. El primero de la lista fue el que plantó el desafío: propuso que se sentasen a crear un relato acorde con el miedo que estaban pasando a causa de una desgracia natural cuyas razones desconocían. Sólo dos aceptaron el reto: su propio médico, el doctor Polidori, y Mary Shelley. El primero se centró en la sangre, la segunda fue más allá y exploró el temor de qué pasaría si se crease un nuevo hombre. Curioso, como destaca Ospina, que haya sido una mujer la que idease un ser que no procede de vientre materno alguno.
Nada es casual, todo tiene un orden azaroso que la escritura pretende descifrar, o al menos la de este último trabajo de Ospina que peca, a veces, de falta de verosimilitud forzando algunas sincronías con su propia biografía, así lo pretende. Se centra en un momento histórico europeo de quiebre absoluto que conviene contemplar: ha caído el imperio napoleónico, ha pasado la Revolución Francesa, la burguesía emerge, la sociedad de consumo comienza a afilar sus garras, y el arte, ahora, es también una mercancía. Algunas pocas personas se niegan a ser lo que la sociedad espera de ellas y son atacadas. La respuesta comúnmente aceptada de que la razón es suficiente para caminar por el mundo en ellos no sirve. Se preguntan si la belleza, por qué no, podría encontrarse también en lo feo, en lo grotesco, en el ángulo diametralmente opuesto al clasicismo apolíneo. En esa casa de Villa Diodati se gestaba, como en un horno, el movimiento romántico. Un quiebre que no paró, que no puede acotarse, que planteó cuestiones tan modernas que aún hoy carecen de respuestas razonables.
Según Ospina, no estaría de más un nuevo horno para la Humanidad: en una realidad en la que la sensación de libertad produce asfixia, es necesario construir nuevos mitos que destruyan a los que guían nuestra cotidianeidad. Resulta muy peligroso caminar bajo la falacia de la superioridad del hombre sobre la Naturaleza. Leer El año del verano que nunca llegó hace que suenen las alarmas en un sentido seminal. No somos dueños de la tierra que pisamos, sino un estorbo. Ella nos hace a nosotros e incluso es por su capricho que nuestra cultura se construye. ¿Por qué se encerraron tres días en el horno romántico de Villa Diodati esos rebeldes? Todo está comunicado en secreto. Ellos no lo sabían pero el año anterior a ese encuentro, 1815, el volcán Tambora había erupcionado en Indonesia y, además de provocar muerte y destrucción en todo el hemisferio norte, hizo que la temperatura media de la Tierra descendiese hasta tres grados y, al año siguiente, en 1816, el verano, efectivamente, nunca llegó. Allá, al norte de los Alpes, a orillas del lago Leman, los románticos sólo sabían que se sucedieron tres días completos que fueron noche. Pero es que en Irlanda llovió sin tregua durante más de cien días, en verano los ríos de Norteamérica se helaron, nevó en abundancia en zonas cercanas al Ecuador, por la falta de sol las cosechas no tuvieron lugar, el hambre reinó y mató y los caballos, el principal medio de transporte de aquella época, no sirvieron más al no tener alimento. A un joven alemán, llamado Karl Drais, en consecuencia, se le ocurrió crear la bicicleta. A los románticos, los mitos de la modernidad. Y la última responsable, en ambos casos, fue la Tierra.
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