Domingo, 1 de noviembre de 2015 | Hoy
ENTREVISTAS > ELISABETH ROUDINESCO
Especialista máxima en Freud en su país, Francia, Elisabeth Roudinesco vuelve sobre los pasos del padre del psicoanálisis después de una década terrible de desacreditaciones y libros negros. Precisamente Freud en su tiempo y en el nuestro, biografía que acaba de publicarse en Argentina, mira hacia atrás y hacia adelante, oscilando entre el contexto de época y la herencia cultural de sus aportes. En esta entrevista, Roudinesco se refiere a los secretos y detalles que aún pueden descubrirse en la correspondencia de Freud y habla de los ataques que le propinaron, entre otros, Michel Onfray.
Por Juan Pablo Bertazza
Nominado en varias ocasiones al Premio Nobel de Medicina, Sigmund Freud perdió todas las chances de obtenerlo en 1929, cuando un especialista advirtió que “su teoría no tenía ningún valor científico”. Algunos años después habría revancha: Romain Rolland, escritor francés laureado en 1915, biógrafo de Tolstoi y conocido de Freud, lo nominó para el Premio Nobel de Literatura de 1936, reconociéndole “un muy buen arte estilístico y la agudeza, la flexibilidad y claridad de su dialéctica”. Los reparos no tardaron en aparecer y el blanco de las críticas recayó en La interpretación de los sueños que, según los expertos, “trabaja con un idioma simbólico extremadamente sencillo porque todas las figuras que el soñador puede tener en su fantasía las reduce a los órganos sexuales”. Las críticas no se circunscribían a la teoría sino que involucraban también a su creador, “poseído de una fantasía enferma y retorcida de un grado aun más alto que el de sus pacientes, su incapacidad de liberarse de ‘su idea fija’, el complejo de Edipo, no habla bien del valor práctico de su terapia”. Para culminar, lo culpaban también de haber creado psicologismos baratos a partir de los cuales varios escritores pretendieron aplicar su teoría al campo literario, como si el maestro fuera culpable de sus epígonos: “Los escritores literarios han caído muchas veces en sus teorías y han creado con ellas groseros efectos y psicología estúpida. Quien ha echado a perder así su obra no puede ser distinguido con los laureles de la invención, por mucho que haya inventado en su práctica científica”.
Así se desvanecen, en definitiva, las últimas esperanzas de que Freud obtenga su Premio Nobel. “Sí, era muy difícil que se lo dieran porque si uno se fija, los que ganan el Nobel de Literatura son los que escriben novelas, casi nunca se lo dieron a autores que se dedicaban a las ciencias humanas: cuando lo ganó Camus no fue por sus ensayos sino por sus novelas, y lo mismo con Sartre. Freud, en ese sentido, no es un escritor, aunque sí un lector extraordinario que se interesó mucho más por la literatura que por la filosofía, de hecho su novedosa concepción antropológica está hecha más de la literatura griega que de la filosofía”, explica desde el otro lado del teléfono, en París, Elisabeth Roudinesco, la historiadora cuya obra se tradujo a veinticinco lenguas y su prestigio se fue extendiendo de boca en boca. Una voz autorizada que mantiene el equilibrio entre el rigor conceptual y la democratización del conocimiento, una psicoanalista que no concuerda con los dogmatismos y propone, además, un regreso a las fuentes. Roudinesco cumple con varios de los requisitos que hacen de una figura intelectual, alguien de interés en la Argentina: tuvo como profesores a Michel de Certeau, Foucault y Deleuze, fue colaboradora del diario Libération y es una de las autoras del viejo y querido Diccionario de psicoanálisis. Además, viene de ganar en noviembre del año pasado el Décembre, el premio más cuantioso de Francia (30.000 euros) por su ensayo Freud en su tiempo y en el nuestro que editorial Debate acaba de publicar en castellano.
¿Por qué hacer justamente ahora, ese “tiempo nuestro”, una biografía de Freud?
–Hasta ahora todos los trabajos sobre Freud se venían realizando en Estados Unidos, por lo que me convertí en la primera francesa en acceder a sus archivos de la biblioteca del Congreso de Washington. Freud es un pensador universal comentado en el mundo entero y leído por filósofos, historiadores y antropólogos. En lo que lleva de publicado, mi libro ya se tradujo a veinte lenguas, incluso al chino, lo cual es formidable. Con todo lo que lo vengo estudiando, hubiera podido hacer tres tomos sobre su vida, por eso tuve que buscar un ángulo y decidí centrarme en su lugar como fundador de un movimiento, en sus pasiones y en su vida intelectual. Quise sacarlo de la abstracción, mostrar que no es una estatua a la que le debemos reverencia. Freud no era, como dijeron algunos, ni un nazi ni una porquería pero tampoco alguien impoluto. Eso quería mostrar, porque la biografía de Peter Gay se publicó en 1991, cuando el mundo anglófilo aventajaba claramente al francófono porque, de hecho, casi toda la historiografía sobre Freud es anglosajona y alemana.
¿Hubo algún dato que te sorprendiera durante la investigación?
–Información sobre pacientes desconocidos o detalles de su vida cotidiana, pero no mucho porque ya conocía casi todo de él. Pero a diferencia de Lacan, del que también hice una biografía, parte importante de la obra de Freud es su correspondencia y, la verdad, es que las cartas aclaran mucho la relación con su familia, especialmente con su hija Anna, que si bien no tenía la genialidad de Mélanie Klein tampoco era tan imbécil como algunos pretendieron hacerla quedar. Freud la analizó muy bien, algo que hoy parece impensable pero que en esa época no estaba prohibido.
Está claro: ahí donde Gay se dedicaba a contar de manera autónoma su vida, Roudinesco se propone mostrarlo en perspectiva. A tal punto que hacia el final del libro incluye, a manera de apéndice, un listado con los ciento veintiséis principales pacientes de Freud: por supuesto que aparecen nombres poco tenidos en cuenta hasta ahora o algunos datos inéditos de los apellidos más conocidos. Es decir, el de Roudinesco es un Freud contextualizado, anclado en su época. Por lo tanto, no se puede diferenciar casi la Viena de fin de siglo de su condición de judío antirreligioso, la presencia transversal de la guerra de la relación conflictiva que mantuvo con muchos de sus discípulos (especialmente con Jung), la Belle Epoque de su naturaleza de conservador rebelde, el final del imperio austrohúngaro de su vasta cultura, la escritura de Tótem y tabú de su visita a los Estados Unidos, la concepción de sus estudios de la histeria de la lectura de novelas como Anna Karenina o Madame Bovary.
También la escritura de esta biografía tuvo un contexto ineludible. En primer lugar, porque desde el primer día del año 2010 caducaron los derechos de autor del fundador del psicoanálisis, por lo que su obra ya es de dominio público. También porque en 2005 apareció El libro negro del psicoanálisis, un ataque furibundo de 800 páginas en el que representantes de distintas disciplinas unían fuerza y veneno para acusar a los psicoanalistas de “individuos peligrosos”, adeptos a una “pseudociencia que se impuso por medio de un terrorismo intelectual que nada tiene que envidiarle al de los ayatolás”. Además, se le reprochaba a esa disciplina perdurar sólo en Francia y en Argentina, porque “en el resto del mundo, el psicoanálisis se ha vuelto un tratamiento marginal”.
El silencio telefónico de Roudinesco se parece a una escucha agazapada; apenas encuentra un intersticio arremete sin lugar a dudas: “Y se olvidan de Brasil, donde el psicoanálisis está muy instalado en las universidades. Yo creo que el error viene de no tomar en cuenta que Argentina, donde estuve dos o tres veces, es un país pionero, un país fundador del psicoanálisis en Hispanoamérica. Incluso debido a la dictadura los argentinos crearon grupos de estudio en Suiza, Australia y otros países del mundo. Además le dieron también impulso al psicoanálisis en España después de la muerte de Franco”, destaca Roudinesco quien, dicho sea de paso, no había tardado nada en recoger el guante y defender su campo a capa y espada con la publicación de ¿Por qué tanto odio? (traducido al español por ediciones del zorzal).
Pero el odio no tiene fin y un lustro después –en 2010– el filósofo Michel Onfray volvía a la carga con la publicación de El crepúsculo de un ídolo, un brulote de 500 páginas que, entre otras cosas, le atribuía a Freud ser un fabulador misógino, admirador de Mussolini y además haber abusado de su cuñada y favorecer la persecución de los judíos. “Lo que hizo Onfray es ridículo, no tiene ningún valor historiográfico, con el afán de hacer un libro polémico decidió escribir cualquier cosa”, remata Roudinesco y aclara que las críticas contra Freud vienen, en realidad, de larga data: “El antifreudismo existe desde 1905, es decir, desde siempre. Al principio, la oposición provenía de medios conservadores y católicos que le reprochaban destruir la familia, provocar la emancipación de las mujeres y hasta incluso la masturbación infantil. Después vinieron los nazis que, durante las décadas de 1930 y 1940, decretaron que el psicoanálisis era una ‘ciencia judía’ y por lo tanto debía ser exterminada. También la crítica estalinista a partir de la década del 40, que veía en el psicoanálisis una ciencia burguesa y, en plena década del ochenta, el antifreudismo se centra en la idea de que el psicoanálisis no es una ciencia. Ya en los años 1990-2010, esa crítica adquirió una impronta de complot, sobre todo a partir del 11 de septiembre de 2001, teniendo en cuenta que, durante esos años, los archivos de Freud en Washington estuvieron cerrados al público, quedando disponibles sólo para una casta”.
A esta altura ya podemos decirlo: la flamante biografía de Freud es también una respuesta corrosiva a esa serie de ataques. Lo bueno es que por evitar la freudofobia tampoco cae en la freudolatría. De hecho, además de una serie de chismes como las lágrimas de Sigmund por la muerte de uno de sus perros, el fanatismo que tenía por Mozart y las mujeres italianas o los esfuerzos de su hija Anna para ayudarlo a ajustarse la prótesis de la mandíbula, se cuentan también algunos asuntos oscuros de su vida como el tan mentado consumo de cocaína (“con el uso de esa droga Freud se enfrentó a su demonio, su desmesura, la parte irracional de sí mismo”), o la falta de comprensión que demostraba por las vanguardias literarias y el cine (“Freud era un hombre del pasado que sólo se interesaba por la literatura clásica y no entendía a los escritores modernos como Proust, el propio surrealismo o Thomas Mann, a quienes no les reconocía nada de genio, pero tampoco criticaba en el ámbito público”).
Hablando de escritores, al igual que Foucault con el comienzo de Las palabras y las cosas, Roudinesco arranca su biografía con una frase de Jorge Luis Borges: “Un hombre solo está verdaderamente muerto cuando muere a su vez el último hombre que lo ha conocido”.
También está esa otra frase de Borges según la cual el destino de todo hombre se define en un solo momento. ¿Cuál sería ese instante en el caso de la vida de Freud?
–La verdad que son muchos: puede ser la escritura de La interpretación de los sueños, porque le hace cambiar la óptica anterior, o cuando deja de lado la neurología. Pero más que un momento, creo que en el caso de Freud se trata más que nada de una característica. Lo que hizo no fue una revolución política sino simbólica, Freud era un pensador tan paradójico como apasionado, un pensador atraído por lo irracional. También es paradójica, en algún punto, su teoría, que encuentra en la civilización la forma de contener las pulsiones sexuales y de muerte que se encuentran en los cimientos de todas las personas. Es decir, hace falta liberar pero, al mismo tiempo, controlar esas pulsiones. Para eso reaviva todas las tragedias antiguas: el inconsciente salvaje de Edipo o la conciencia conflictuada de Hamlet. Quise exponer ese permanente contraste, el hecho de que Freud estuvo siempre partido por el claroscuro, dividido entre la luz y la oscuridad. En otras palabras, el combate bíblico entre Jacob y el ángel atraviesa toda su obra.
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