Las crónicas de Roberto Arlt conocidas como aguafuertes y difundidas en el diario El Mundo desde 1928 hasta 1942, el año de su muerte, se convirtieron en un tesoro redescubierto en varias épocas y que llegan intactas al nuevo siglo con toda la potencia de su modernidad ácida y humorística. Para inaugurar una de sus flamantes colecciones, la Editorial Universitaria de la facultad de Filosofía y Letras de la UBA (Eufyl) convocó a diez escritores para que elijan una aguafuerte y escriban un texto acerca de ella. Aquí se reproducen dos, con glosas de Martín Kohan y Jorge Consiglio, como anticipo del libro Diez aguafuertes comentadas.
› Por Martín Kohan
Es sin dudas una clasificación posible: la de los escritores que tienen tiempo y los escritores que no tienen tiempo. A algunos les sobra, no precisan preocuparse por el tema, hasta pueden dilapidarlo o tomarse todo el que quieran. A otros en cambio les falta, están siempre tratando de ganarlo, de encontrarlo o de producirlo, de hacerse un tiempo.
Podría pensarse que, en última instancia, las utopías más notorias de Arlt (desde el ensueño de la isla desierta hasta el batacazo de las medias de goma) no perseguían otro objetivo que ése: tener tiempo. Para algunos valdrá el refrán consabido que postula que “el tiempo es dinero”; Arlt se cuenta entre los muchos otros para quienes esa fórmula es cierta si se la invierte, si se dice que el dinero es tiempo, que el dinero importa porque es capaz de proporcionar tiempo, porque lo despeja y lo asegura, porque lo procura y lo garantiza, porque lo da.
Lo que parece ser una introducción en “Cómo se escribe una novela” es en verdad la primera instrucción: la que enseña a conseguir tiempo, a escribir cuando se pueda. Y lo que viene a continuación, la especificación de las maneras en que las novelas pueden concebirse y escribirse, no es sino una derivación de esa situación que se describió primero. “Entremos en materia”, propone Arlt, cuando lo cierto es que ya había entrado antes, entró desde un comienzo.
Y es que la distinción inicial, implícita, entre tipos de escritor, sostiene la distinción posterior, explícita, entre modos de escritura. El novelista metódico, el que establece un plan y no se apartará de él “ni por broma”, se deduce que es el que dispone de tiempo; el novelista “instintivo”, el que “escribe de cualquier manera lo que lleva adentro”, se deduce que es el que carece de tiempo, el que resuelve sobre la marcha, el que “trabaja desordenadamente”, el que no puede (ni quiere) anticipar nada, se larga y va viendo.
Arlt calcula el tiempo (pero lo denomina “espacio”); “Hacer una novela requiere más o menos el espacio de un año y medio”. En ese lapso hay por lo menos tres etapas, que Arlt discierne: la primera es la de “imaginación”, de modelación mental, de especulación, etapa inmaterial de puras elucubraciones; la segunda es la de la escritura propiamente dicha, y ya involucra una materialidad (“El material se acumula a medida que pasan los meses”); pero no será sino en la tercera que una acabada materialidad se impondrá: tarea de tijera y frasco de goma, lápiz rojo y lápiz azul, etapa de esfuerzo físico (se pierde peso, decae el interés sexual) en la que el escritor deviene artesano.
Se entiende que el escritor con tiempo se extenderá en la primera etapa; se entiende que el escritor sin tiempo es el que abunda en la tercera. Arlt declara no preferir una modalidad por sobre la otra, y que la de ¡trabajar ordenadamente” hasta puede ser preferible. Pero no hay más que leer el “Prólogo” a Los Lanzallamas, la novela en cuestión en esta aguafuerte, para ver lo que pensaba de veras de los escritores con sobrante temporal, esos autores que, de libro en libro, se toman mucho, demasiado tiempo.
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