Domingo, 20 de diciembre de 2015 | Hoy
CARMEN IRIONDO
Pequeñas fábulas y breves prosas que confluyen en poemas concebidos como fragmentos de fuerte lirismo conforman El carro de las letras, nuevo libro de Carmen Iriondo.
Por Sergio Kisielewsky
Cuando la melancolía es solo intemperie es mejor creer en el poema –en la palabra precisa la imagen perfecta– que de manera súbita se convierte en una planicie de temer, como el peligro que despiertan el deseo, lo inconcluso, el juego de los contrapuntos en la escritura y en la vida. Crear fortalezas en seres que de pronto son trashumantes, clavadistas, o evocar aquella tempestad que trae aparejada vientos de familias en desbande; la madre entonces queda apartada con su vaivén de raso y por momentos no sabe dónde ubicarse y la autora no puede con ella (mejor dicho: ¿quién puede con una madre?). Todo lo que quedó lejos se nombra a través de objetos, apuntes, detalles e instantes que dan un cuerpo a la escritura, que poco a poco se va descubriendo como si los poemas maduraran de golpe, un hachazo que no es hacia afuera sino que corroe por dentro, la poeta está agazapada y pronto nos dará más de una sorpresa que corresponde al vértigo de leerla. Carmen Iriondo construye una palabra que no se entrega así nomás, se demora en la calidez de los sentidos, es un código a descifrar, un campo de pruebas donde el recorrido no da tregua, es consistente y tiene aroma a lagos del sur y a la mar embravecida. Chocolates, muñecas, llanuras y extrañezas son los puntos cardinales de una voz que pone en acto y en cuestión los sitios atravesados. La poeta arroja una flecha y da en el centro de sus pequeñas fábulas, breves prosas como caparazones, después toma la flecha y prosigue en busca de otro blanco, un destino que tiene por objeto dar en el centro de lo que ocurrió. ¿De qué se protege, de qué huye? Difícil saberlo pero la escritora recorre con el cuerpo la distancia del flechazo. “Ha quedado de mí/ solo un carozo que no tiene palabra pero/ tiene sonido./ Una bellota autista, medio hueca de colores castaños, el tono del/ crepúsculo y el sesgo de una luz. Briznas de sentido, algún amor/ errante, cosquillean el sitio en donde roe el corazón. Despertar/ otra vez es mi deseo, se ve que es imposible soldar todos los/ huesos después de la batalla.”
Al principio del libro parece demorarse en exhibir todas las cartas en la expresión poética como si acelerara con un freno invisible para, de pronto, dar lugar a los fantasmas que escriben por ella como en el atardecer de un día agitado, de un tiempo amarrado a la infancia, una época de alegría sin causa, porque se es libre de jugar entre rocas y palmeras. Allí desfilan sus amigas de entonces y los objetos que se nombran comienzan a humanizarse y las historias pierden sus cortezas y caparazones. “La soltura lírica –apunta Luis Chitarroni en la contratapa del libro– es ya arquitectura inevitable, por suerte. Como ciertos oráculos, como ciertas cartas mejor escritas que dirigidas, este libro ‘parla per enigmi’. Por suerte también.”
Los límites entre las escenas del pasado y su recuerdo son tan finos, personales y endebles que se convierte en una forma de no ver la herida, sucede que lo que se ve para atrás es lo que no se perdió. La poesía nace de la tempestad y cierra un círculo de fuego y bailes adolecentes, un padre joven, tangos tristes porque sí, patios y banderas.“Pero si antes, no hace tanto, odiaba las muñecas. De niña/ detestaba esas miradas muertas. Las quiere, las desea de regalo, reza, anhela, implora mirando las estrellas a que alguien elija a/ la más bella./ La que está parada mirando fijo al vidrio”. Carmen Iriondo nació en Buenos Aires, es psicóloga recibida en la Universidad Nacional de Mar del Plata, publicó más de quince libros, sus poemas fueron traducidos al inglés por Rolando Costa Picazo y todo indica que seguirá dando batalla en el territorio del poema, vasto terreno en disputa por el sentido y la belleza.
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