Domingo, 20 de diciembre de 2015 | Hoy
RICHARD FORD
Si la máxima creación de Richard Ford es su personaje de Frank Bascombe, protagonista al menos de tres novelas excepcionales, no se puede negar que Francamente, Frank viene a satisfacer las ansias de sus lectores. El viejo periodista deportivo, representación del hombre común pero sensible a las radiaciones de la vida, vuelve desdoblado en cuatro relatos que giran alrededor del regreso a viejos escenarios, los reencuentros y las despedidas.
Por Laura Galarza
¿Cómo olvidar aquella primera escena de El periodista deportivo?
Frank Bascombe tiene una cita con su ex mujer frente a la tumba de Ralph, el hijo de ambos que murió hace poco tiempo, a sus 9 años. La noche es fría. Cuando él la ve aparecer bajo las luces opacas del cementerio con ese viejo abrigo de gabardina que él mismo le regaló, sabe que algo terminó pero también, que algo empieza.
En 1986 con la publicación de El periodista deportivo, Richard Ford inaugura lo que terminará siendo más tarde su “trilogía Bascombe”, con El día de la Independencia (2003) y Acción de Gracias (2006). Frank Bascombe –personaje emblemático que hizo que Richard Ford captara la atención de la crítica y cosechara los premios Pulitzer y Faulkner– es el típico hombre medio que no quiere que las cosas se le compliquen demasiado, y sin embargo queda atrapado una y otra vez en situaciones que él mismo propicia y de las que luego no sabe cómo salir sin dejar un tendal. Estos pequeños sucesos –trágicos, aunque con un toque de humor y siempre interesantes– van componiendo la vida de Bascombe a lo largo de estas tres extensas novelas (rondan cada una las 500 páginas). Como un rompecabezas que crece hacia adelante, Bascombe pasa de joven periodista deportivo y escritor frustrado a cincuentón, agente inmobiliario con cáncer de próstata y casado por segunda vez. Para contar treinta años en la vida de este hombre, a Ford le bastan unos pocos días, (el tiempo de cada novela coincide con una festividad). Aunque si lo breve se mide por lo profundo, lo que se cuenta, resulta inmenso. Cada embrollo de Bascombe, Ford lo monta sobre una exquisita y a la vez entretenida acumulación de detalles que requiere de un lector paciente y capaz de apreciar semejante trabajo de composición.
Ahora bien, contra todo pronóstico –incluso del mismo Ford que declaró que “cada Bascombe” le había costado una internación por estrés físico y emocional– llega Francamente, Frank. En este caso, cuatro nouvelles ensambladas por la voz de Bascombe que transcurren tras el paso del huracán Sandy, que arrasó la costa atlántica estadounidense en octubre del 2012. Ford escribió en el New Yorker sobre este regreso: “Días después del paso del huracán, visité el arrasado paisaje de la costa de Nueva Jersey y, al volver a Nueva York aquella tarde de otoño, lo hice con la cabeza llena de casas aplastadas y vidas reducidas a escombros junto a aquella playa letal, pero llena también de una conversación silenciosa (lo que hacen los escritores en vez de pensar) con la voz de Frank Bascombe... otra vez: sus palabras, sus ritmos, sus humores, su sentido del bien y el mal. Esos acontecimientos, me di cuenta, podía contarlos Frank”.
La línea del tiempo corre y ahora Frank Bascombe –“mi recipiente lingüístico artificial” como lo define Ford– tiene 68 años y está de vuelta en Hadam, su viejo pueblo, viviendo con Sally, segunda mujer. Recordemos que Acción de Gracias cerraba con Frank aferrado a la mano de su “dulce esposa de la madurez” (después de que ella lo dejara un tiempo por su ex), mientras el avión aterrizaba. En Francamente Frank, Bascombe está retirado de la actividad inmobiliaria, reparte su tiempo entre leerle a los ciegos en la radio municipal y visitar a ex combatientes. Ya no es el cáncer de próstata al que le dio batalla lo que le preocupa, sino pegarse un resbalón o tomar demasiado frío. “Cuestiones que podrían ser sentencias de muerte para un viejo.”
Los cuatro relatos que componen Francamente, Frank, bien podrían ser una de esas historias dentro de La Historia. Ford trabaja sobre la misma estructura con que fueron contadas las anteriores novelas: aparición de personajes secundarios magistralmente construidos en sus reacciones lógicas y coherentes con la circunstancias, y que sirven para interpelar a Bascombe empujándolo a pensar en sí mismo y en su pasado. En “Aquí estoy yo” el primero de los relatos, Arnie, el amigo al cual Bascombe le vendió la casa de la playa hace unos años y que ahora el huracán arrancó de cuajo, lo llama –no queda muy claro para qué– y le termina pidiendo que vaya. Bascombe va y después de ver el esqueleto de lo que era su casa y de soportar que el otro descargue su ira e impotencia sobre él, pareciera preguntarse: ¿Qué hago yo acá? Y esa pregunta funciona –en los cuatro relatos– como una onda expansiva: a él, al otro, al lector. Al mundo. En el siguiente, “Todo podría ser peor”, una mujer negra, la señora Pines –a quien Bascombe no conoce– golpea su puerta y le pide visitar su casa. Esa casa que fue la de su infancia alguna vez y donde ocurrió algo en el pasado que “usted señor Bascombe, no querría saber”. En “La nueva normalidad”, se genera otro encuentro con Ann, su primera esposa –ahora 30 años después de su divorcio– y de quien Bascombe nunca termina de librarse del todo. El marco es una residencia de cuidados especiales dado que Ann padece los primeros síntomas de Parkinson (un movimiento casi imperceptible pero constante en la barbilla lo delata). El le lleva una almohada ortopédica: ¿Por qué no se la mandé por correo?, se pregunta todo el tiempo. Conversan de pie, porque ella no le ofrece sentarse y él tampoco se termina de acomodar en una escena inmejorable que condensa la propia idea de Bascombe de que “el matrimonio no es un estado natural”. Hablan de sus dos hijos, Clarissa y Paul, ambos maduros ya pero herederos de una existencia imperfecta. En el relato que cierra, “Muerte de los otros”, Eddy, un viejo amigo del Club de los divorciados (que Bascombe frecuentaba) enfermo de cáncer y a punto de morir, lo llama porque quiere hacerle una última confesión que claro está, va a modificar el estado de las cosas. Y entonces esta vez, Ford lo pone en boca de Eddy: “Me pregunto cuando escribes un libro, ¿cómo sabes que lo has acabado? ¿Lo haces de antemano? ¿Está siempre tan claro? Eso me desconcierta. Nada de lo que yo he hecho ha tenido un final”.
En uno de los últimos reportajes Ford dio a entender que Bascombe podría volver. Luego de que termine una nouvelle, esta vez sobre su padre (imperioso traer a colación la bella Mi madre, in memoriam) y del que se conoce algo por su precioso ensayo “Un padre y una bicicleta” (en Flores en las grietas, Autobiografía y literatura, 2012).
En cada una de las nouvelles de Francamente, Frank Ford le hace transgredir a Frank su sagrado “artículo de fe”: mejor no enterarse. “Sabía que no me iba a gustar mucho lo que estaba a punto de oír y que luego tendría que saberlo para siempre”.
Y Ford lo hace maravillosamente: jugar con Bascombe a “no quieras saber, pero es preciso” y así asestarle al lector un golpe difícil de olvidar. Entonces la pluma de Ford es una linterna que enfoca aquí, allá, separando lo contingente de lo que importa, para que el lector tenga ocasión de pensar algunas cuestiones de la vida. Nunca nada bueno ni malo, ni demasiado sabroso, tampoco soso, pero sin embargo, esencial. Frank Bascombe –y Ford al mando de la pluma– sabe como nadie representar al hombre común, ése al cual los pocos acontecimientos de la vida que parecen merecer la pena, se le deshilachan como un ruedo mal hecho. Nada termina siendo fatal, es verdad. Pero esa franja apenas iluminada por la que transcurre la vida de Bascombe se vuelve gran literatura por la manera en que Ford, en ese medio tono medido y agridulce, hace que suceda. Tal vez porque en la vida, como dice Frank, se trata simplemente de administrar el dolor.
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