Domingo, 20 de diciembre de 2015 | Hoy
MARIANA CANAVESE
Contra la noción de una lectura reciente y a la moda de Foucault en la Argentina, el libro de Mariana Canavese rastrea su presencia desde los tempranos años 60, los momentos clave, como la lectura de Vigilar y castigar en los 80 y una continuidad centrada en el interés por un filósofo de fuerte impronta política ligado a la reflexión sobre las relaciones de poder.
Por Fernando Bogado
Es raro que nadie se sorprenda frente a la salida, cada tanto, de un nuevo libro de Michel Foucault, filósofo francés que pasó de la crítica a la psiquiatría y el psicoanálisis al temprano estructuralismo, luego al temprano posestructuralismo y terminó volcándose a la ética e inaugurando una nueva rama dentro de su campo disciplinar, la ahora tan en boga biopolítica. Y esa falta de sorpresa está directamente ligada con lo imprescindible que se ha convertido este pensador con el paso del tiempo. Sus trabajos son recuperados por disciplinas que nos resultan casi hasta refractarias a cualquier otro autor del amplio campo de las humanidades, y su forma de encarar lo político es cada vez más un modo de acción que ya pasa por el lugar común antes que por la novedad. La falta de sorpresa no es otra cosa, en definitiva, que el verdadero síntoma del carácter ineludible de su pensamiento, lo cual nos permite ahora, por ejemplo, pensar los modos particulares de sus usos, tal como ha sucedido con otros autores tan fundamentales como él (Karl Marx, Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud). Mariana Canavese, doctora en historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París, se encargó de historiar esas apropiaciones y ponerlas en sintonía a los muchos avatares nacionales en su notable tesis de doctorado, la cual aparece ahora editada con el nombre de Los usos de Foucault en la Argentina: recepción y circulación desde los años cincuenta hasta nuestros días, texto que sortea con audacia el peligro de adoptar el enfoque metodológico de su objeto (en algún sentido, el propio Foucault) para terminar en una prosa cargada de cierto “color local”, el de la historia de las ideas, digamos, con una agradable reminiscencia a los trabajos de Horacio Tarcus o José Sazbón, sin por eso comprometer un estilo propio.
¿Cómo entra Foucault a la Argentina? Antes de la explosión internacional provocada por Las palabras y las cosas (1966), Michel Foucault fue leído en nuestro país como una de las jóvenes voces que se disponían a analizar la lógica que determinaba la sanidad o la enfermedad dentro de la psiquiatría. Así, Enfermedad mental y personalidad, originalmente publicado en 1954, tuvo en 1961 su primera traducción al castellano gracias a la editorial Paidós. El libro —que luego el propio Foucault reeditaría con otro título en 1962 y volvería a rechazar tiempo más tarde— aparece justo en el momento de declive del enfoque apegado a las propuestas de Melanie Klein y el comienzo del ya eterno affaire argentino con Lacan. Por otro lado, es leído y citado por José Bleger, nombre fundamental de estas disciplinas en el país, en el clásico Psicología de la conducta, libro que muestra el interés del autor por buscar una alternativa no pavloviana al pensamiento marxista en psicología. Digamos, una forma de recuperar a Freud sin rechazarlo por “burgués” y, al mismo tiempo, renovar su enfoque para que pueda ser utilizado críticamente por el PC. Que el nombre de Michel Foucault sea clave para ese tipo de articulación casi parece un chiste del destino.
El siguiente momento de Foucault en el país, en el cambio que va de la década del 60 a la del 70, está muy apegado a esta primera lectura marxista, ahora, en disquisiciones estrictamente filosóficas. Para Canavese, el contexto histórico-político no le habilitaba un espacio al pensador de las contiendas particulares en el medio de un proyecto nacional de izquierda que alentaba las grandes luchas de la historia, y que estaba mucho más cerca del diagnóstico de Sartre a la obra de Foucault antes que de cualquier otra cosa. Lo que se tenía entre manos, después de todo, al leer Las palabras y las cosas, era “la última barrera que la burguesía puede ahora levantar contra Marx”. No hay que olvidar, claro, que para Foucault, el “hombre” era un concepto que pronto encontraría su fin —tal como dios— y que el autor de El capital no había introducido ningún tipo de corte en la historia de la “episteme”, del saber y su articulación entre cosa y palabra. En última instancia, lo que Marx había hecho era despertar “tempestades en un vaso de agua”.
Frente al lugar común que supondría pensar que la obra de Foucault era una lectura totalmente ajena en los años de la dictadura y dueña de una prohibición efectiva en su circulación, habría que recordar la lógica universitaria que se instala con el advenimiento del gobierno de facto. Al vaciamiento de las aulas se responde con la aparición de la “Universidad de las catacumbas”, cursos privados dados en los hogares particulares de algunos docentes separados de su cargo o de intelectuales que proponían lecturas por fuera de los controlados programas académicos. El caso más emblemático en este sentido es el de Josefina Ludmer que, claro está, retomaba la obra de Foucault en clave posestructuralista (luego de su pasaje por otro punto importante de la historia del francés en Argentina: la revista Literal). También aparece Punto de vista en 1978, publicación dirigida, entre otros, por Beatriz Sarlo y Ricardo Piglia, y que continúa con cierta línea teórica planteada en Los libros, teniendo en sus miras tanto la Teoría Crítica, el marxismo inglés, la sociología francesa y, en el medio de todo eso, el propio Foucault. A comienzos de los ‘80, esas mismas lecturas empiezan a cobrar más fuerza en un clima represivo que iba debilitándose, hasta el punto que las propias publicaciones afines a la dictadura, como el diario “masserista” Convicción, presenta las formulaciones de Vigilar y castigar (1975) a su público explicando los principales aportes de este trabajo. De aquí al regreso de la democracia y a la emergencia del Juicio a las Juntas, este libro en particular sería el que, a diferencia de Las palabras y las cosas, sí encontraría rápidamente su lugar en el terreno nacional.
Mariana Canavese realiza un prolijo repaso muy bien documentado que lucha, sobre todo, contra un conjunto de lugares comunes que transforman a la obra de Foucault en algo de relativamente reciente lectura, lo cual invisibiliza esos usos originales dentro del campo de la psicología marxista y las operaciones “de resistencia” hechas durante los años de dictadura. Con los cambios registrados en las universidades públicas a partir de 1984 y la fuerte presencia de Foucault en sus programas (como los establecidos por Tomás Abraham en sus materias en el CBC y la carrera de Psicología de la UBA, nombre ineludible para hablar de la adaptación local de este autor), la “moda” foucaultiana se impone de una manera decisiva y mucho más perceptible. El capítulo final del libro, enfocado en sugerir posibles continuidades en el presente (el trabajo de Canavese llega a documentar con éxito un período que va desde la década del 50 hasta mediados de los 80) resulta clave en un sentido muy específico: ¿cómo se lee a Foucault ahora? ¿Desde un gesto posmoderno, desde una coyuntura de la filosofía política que vuelve a pensar el sujeto o desde un manifiesto intento por debatir con el poder vigente? Y es que, en definitiva, el debate nunca pasa por si Foucault era de derecha o izquierda, conservador o revolucionario. Como en la moda, la cuestión siempre pasa por la manera en que algo se usa.
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