GABRIEL GARCíA MáRQUEZ
En los años 50, al final de su exilio europeo, Gabriel García Márquez realizó una serie de viajes por los países de Europa detrás de la cortina de hierro, en plena Guerra Fría. El resultado fueron unas deslumbrantes crónicas donde la admiración por el socialismo se mezcla con la crítica a una burocracia kafkiana y la captación de un clima de incipiente absurdo. De viaje por Europa del Este rescata esta experiencia más de medio siglo después.
› Por Martín Pérez
“La cortina de hierro no es una cortina ni es de hierro. Es una barrera de palo pintada de rojo y blanco como los anuncios de las peluquerías.” Con esta frase comienza el delicioso volumen que compila los artículos en los que Gabriel García Márquez relató sus viajes por la Europa comunista, hacia el final de su exilio europeo de los años 50. La barrera en cuestión es la que separa las dos Alemanias, y el narrador cuenta que nadie les explicó antes a los viajeros decididos a llegar a Berlín por la carretera qué trámites eran los que les esperaban en la frontera. Lo que encuentran una vez allí es un humilde puesto atendido por muchachos de uniforme, que los hacen pasar por tres ventanillas donde deben presentar sucesivamente su dinero, los papeles del auto y sus pasaportes.
“Yo estaba sorprendido de que el gran portón del mundo oriental estuviera guardado por adolescentes inhábiles y medio analfabetos”, escribe García Márquez. “Se sirvieron de un plumero de palo y un tintero con tapa de corcho para copiar los datos de los pasaportes. Fue una operación laboriosa. Uno de ellos dictaba. El otro copiaba los sonidos franceses, italianos, españoles con unos rudimentarios garabatos de escuela rural. Tenia los dedos embadurnados de tinta. Todos sudábamos. Ellos a causa del esfuerzo. Nosotros a causa del esfuerzo de ellos. Nuestra paciencia soportó hasta el desdichado instante de dictar y escribir el lugar de mi nacimiento: Aracataca.”
Este es el tono, y éste es el disfrute que se puede encontrar en cada una de la decena de crónicas que componen el breve volumen: el de un viajero que parece disfrutar reconstruyendo meticulosamente su sorpresa ante las absurdas maravillas cotidianas que presencia, una y otra vez. Pero no hay soberbia en su relato, sino mas bien una poderosa empatía, una necesidad de comprender la realidad detrás de esa cortina de hierro que, tal como escribe el de Aracataca, era una falta de sentido común esperar que fuera realmente una cortina de hierro. “Pero doce años de propaganda tenaz tienen mas fuerza de convicción que todo el sistema filosófico. Veinticuatro horas diarias de literatura periodística terminan por derrotar el sentido común hasta el extremo de que uno tome las metáforas al pie de la letra.”
Sin metáforas y con mucho sentido común, entonces. Así es De viaje por Europa del Este, un libro que medio siglo después de haber sido escrito soporta cualquier archivo y cualquier comparación. En él, su autor mira a los ojos a las llamadas democracias populares, y cuenta lo que ve. Y lo que ve tiene ciertos pliegues sórdidos, que García Márquez no se calla. Tal vez haya sido por eso que durante tanto tiempo el volumen supo estar al margen de su bibliografía oficial. Se lo conseguía sólo en una compilación pirata, que reunía aquellas crónicas —publicadas en su momento en la revista colombiana Cromos y la venezolana Momento— bajo el título de De viaje por los países socialistas. Los países en cuestión son, además de Alemania, Checoslovaquia, Polonia, Rusia y Hungría, cada uno generando una impresión diferente en un visitante que quiere enteder cual es la realidad cotidiana en cada uno de ellos. “Yo no quería conocer una Unión Soviética peinada para recibir una visita. A los países, como a las mujeres, hay que conocerlos acabados de levantar”, reza una frase del libro reproducida en la contratapa de esta nueva edición, y eso es lo que García Márquez intenta hacer en cada uno de los países visitados, que le dejan impresiones bien diferentes.
Alemania se le presenta como un país terriblemente triste, abrumado aún por el peso de la derrota. En Polonia lo sorprende una profunda pobreza, pero también descubre en Varsovia una ebullición juvenil. “Superior o por lo menos más intensa que en cualquier país de Europa occidental.” Checoslovaquia, en cambio, lo deslumbra. “La gente reacciona en Praga como en cualquier ciudad capitalista”, escribe sobre el destino claramente más agraciado de todos. Moscú, por su parte, lo recibe en pleno congreso internacional, por lo que la vida cotidiana brilla por su ausencia. Pero igual se las ingenia para encontrarle la vuelta. Así es como remata su extraordinario relato de la visita al mausoleo de Lenin y Stalin, detallando sobre el líder recientemente fallecido: “Nada me impresionó más como la fineza de sus manos, de uñas delgadas y transparentes. Son manos de mujer”.
Los libros de Franz Kafka, cuenta, no se encuentran en la Unión Soviética. “Se dice que es el apóstol de una metafísica perniciosa”, escribe. “Es posible, sin embargo, que hubiese sido el mejor biógrafo de Stalin.” Pero es entre Kafka y Beckett donde García Marquez parece disfrutar situándose a la hora de relatar a una burocracia que no deja de sorprenderle. Uno de los mejores momentos sucede cuando, ante la pregunta de un guardia fronterizo, descubre que carga con cierta cantidad de dinero polaco antes de dejar Polonia y entrar en Checoslovaquia. Dejará de tener valor fuera del país, así intenta regalárselo al guarda, que se niega a recibirlo, ya que no tiene derecho a decomisarlo. Pide, entonces, que le compre cigarrillos. El guarda vuelve con dos bultos que completan 200 paquetes, y le entrega también un recibo: debe pagar derechos de exportación por esos bultos. García Márquez intenta explicarle que no tiene más dinero, sólo esos cigarrillos. Como no puede recibir el pago en cigarrillos, el guarda decide comprarle 20 paquetes. Con ese dinero puede pagar la exportación de sus cigarrillos. García Márquez intenta regalarle el resto de los bultos, pero el hombre explica que no tiene derecho a recibirlos porque es mercadería exportada. “La situación me pareció tan divertida que resolví seguirla”, escribe García Márquez. “Le hice ver que las cajetillas que me compró habían regresado al país de contrabando. Se encogió de hombros. ‘Puedo aceptarle un cigarrillo’, dijo. Se lo di. Me dio fuego y me deseó buen viaje. Dos horas después los bultos fueron decomisados en Checoslovaquia porque no tenía coronas para pagar los derechos de importación”.
Si bien la bochornosamente escasa información que acompaña esta nueva edición de las columnas apenas si detalla que fueron escritas y publicadas en la misma época que Relato de un náufrago, al repasar la biografía realizada por Gerald Martin es posible descubrir que Franco, el italiano errante que lo acompaña en el viaje, es en realidad su amigo colombiano Plinio Apuleyo Mendoza, y que la francesa Jacqueline es su hermana Soledad Mendoza. Martin también señala que por entonces García Márquez en realidad había terminado El coronel no tiene quien le escriba y empezaba La mala hora, y apunta que Apuleyo Mendoza asegura que El otoño del patriarca nació con la visita al mausoleo de Stalin. Repasando el capítulo dedicado al viaje en la biografía también es posible descubrir que hay una columna que ha quedado afuera de esta nueva edición, y justamente por la escasa información extra incluída sería imposible saber si ha sido a propósito o por un error. Se trata de la segunda parte del viaje a la Hungría que acaba de ser invadida por la Unión Soviética, a la que García Márquez llega como parte de un contingente oficial que será vigilado minuciosamente. En la primera columna, incluida en el libro, el cronista intenta romper el cerco y relata lo que se puede leer escrito en la pared de los baños de los bares. “Cuando la gente se calla, por miedo o prejuicio, hay que entrar a los sanitarios para saber lo que piensa”, escribe. Así termina el libro en su versión actual, pero en la edición original había una columna más, en la que el quiebre de ese cerco informativo generaba un pedido de disculpas por parte del gobierno húngaro y la consiguiente explicación oficial de la intervención soviética. Para Gerald Martin, esa última columna —que García Márquez dejó afuera de las nuevas versiones del libro— demuestra que el Nobel colombiano solía obnubilarse al acceder personalmente a los poderosos. Porque en ella su perfil de Janos Kadar, el presidente húngaro que llamó a los tanques rusos, calificado como traidor en las paredes de los baños, termina siendo comprensivo, retratándolo como un individuo modesto que accedió al poder casi sin darse cuenta.
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