Domingo, 3 de enero de 2016 | Hoy
ANTONIO GRAMSCI
Una reciente reedición de La ciudad futura permite traer los interrogantes y las encrucijadas que se planteara Antonio Gramsci a la actualidad, cuando en el horizonte no aparece una alternativa global y viable al capitalismo y su ideología más avanzada, el liberalismo, continuando la tradición de una recepción de sus libros que en la Argentina siempre dividió aguas y produjo intensos debates sobre las posibilidades reales del socialismo.
Por Gabriel Bellomo
Acaso nada más pertinente en esta época, en estos días, que recuperar para el debate político la obra y el pensamiento del teórico marxista Antonio Gramsci. Tanto en el libro que comentamos, La ciudad futura, como en los Cuadernos de la cárcel, el filósofo italiano pone de manifiesto el carácter ético de su teoría que, en nuestro país, fuera comentada por primera vez por Ernesto Sabato en un artículo aparecido en 1947 en el número 6 de la revista Realidad. La teoría de Gramsci dividió entonces al Partido Comunista Argentino: la línea dura no aceptaba precisamente el fundamento ideológico de su conjetura, en tanto que José M. Aricó y Héctor P. Agosti –expulsados del partido– fueron quienes rescataban enfáticamente entre los conceptos gramscianos el de una “teoría marxista de la cultura”, identificando asimismo la identidad entre los problemas de constitución de las naciones italiana y argentina, atendiendo a las respectivas fuentes liberales que les dieron origen. Sostenía Agosti que así como Gramsci buscó en la historia de Italia los antecedentes del fascismo, los comunistas argentinos debían proponerse un objetivo similar, aunque la semejanza más relevante que Agosti postuló fue la del divorcio entre los obreros y los intelectuales. Por otra parte, Aricó sostenía que la comprensión de los axiomas de Gramsci les facilitaría a los comunistas argentinos una interpretación histórica del peronismo que evitaría la fácil analogía entre éste y el fascismo en la que caían los opositores al gobierno de Perón. Toda referencia a Gramsci requiere la mención de algunos de sus coetáneos, entre ellos Rodolfo Mondolfo quien, exiliado en nuestro país desde 1939 proponía un marco teórico de lectura del marxismo como Weltanschauung, es decir como cosmovisión articulada en la llamada “filosofía de la praxis”. Dos rasgos distintivos caracterizan a la escuela marxista italiana conformada por Labriola, Mondolfo y Gramsci: por un lado, la lectura que hacen del marxismo la que, a diferencia del marxismo francés, no es de corte epistemológico sino más bien históricocultural; por otro lado, al concebir la praxis como nexo entre estructura y superestructura, se desvincula tanto del determinismo como del economicismo del marxismo ortodoxo, poniendo así en cuestión las categorías del marxismo leninista como la “teoría del reflejo”.
Conforme Juan Carlos Portantiero (Los usos de Gramsci, México, Plaza & Janés, 1987) la obra de Gramsci debe ser analizada a partir de tres cuerpos textuales: el primero abarca hasta el año 1921 y queda representado por la ofensiva revolucionaria: tras el fracaso de la Revolución de Octubre, el III y IV Congresos de la Internacional procuraron explicar la transformación que debía producirse y que respondía conceptualmente a la consigna “del asalto al asedio”. El segundo cuerpo textual se corresponde con la creación del Partido Comunista Italiano (1921-1926). El tercero, período de escritura de Cuadernos de la cárcel, se caracteriza por asumir la doble derrota: el avance del fascismo y la degradación de la Internacional Comunista.
En La ciudad futura, Gramsci describe cómo el liberalismo se erige en idea-límite para el estado burgués, en tanto que para el proletariado no es más que un programa de idea-mínima. Lo enuncia en estos términos: “... el íntegro programa liberal se ha transformado en el mínimo programa del Partido Socialista. Es decir, el programa que le sirve para vivir el día a día, en la espera de que se juzgue el momento más adecuado. Dos modelos en más de un sentido paradigmáticos de Estado liberal lo constituyen el Estado inglés y el Estado alemán. Aquello que para Inglaterra se define como liberalismo constituye para Alemania la autoridad racional. Conceptos que luego no se distinguen en las políticas de estado las que, asimismo, permiten comprender la provocativa cercanía entre el liberalismo –ética, por qué no pragmáticamente– y el socialismo inglés y alemán. Lloyd George, uno de los mayores defensores teórico-prácticos del liberalismo inglés, proclamaba: “Nosotros no somos socialistas, es decir, no estamos a favor de la socialización de la producción. Pero no tenemos prejuicios teóricos contra el socialismo. Cada uno con su tarea. Si la sociedad actual es todavía capitalista, eso quiere decir que el capitalismo es una fuerza históricamente no agotada todavía. Ustedes, socialistas, dicen que el socialismo está maduro. Pruébenlo. Prueben que son la mayoría, prueben que son, no solo potencialmente sino también en acto, la fuerza capaz de dirigir los destinos del país. Y nosotros les dejaremos el lugar pacíficamente”. El mismo Lloyd George que antes de la guerra presentó un proyecto de ley agraria, por el cual asumiendo como principio que quien posee medios de producción y no los hace rendir adecuadamente pierde sus derechos absolutos. La finalidad de esa ley: las propiedades de los terratenientes debían serles quitadas para cedérselas a quienes podían cultivarlas. Esto hizo que el proletariado inglés no viera mal esa forma burguesa de socialismo de Estado, de, como escribe Gramsci “socialismo no socialista”.
Al tercer año de la primera guerra, Gramsci reclama el trabajo por hacer del socialismo: “trabajo de interiorización –exhorta–, trabajo de intensificación de la vida moral”. Para Gramsci vivir quiere decir tomar partido. Como Friedrich Hebbel cree en eso, y odia a los indiferentes. Afirma con vehemencia que la indiferencia es abulia, parasitismo, cobardía. La indiferencia es el peso muerto de la historia, sentencia, y que el progreso no consiste en otra cosa que la participación de un número cada vez mayor de individuos en un bien. Postula la educación del proletariado. La ignorancia de la burguesía, enfatiza, es su privilegio, del mismo modo que lo es el dolce far niente y la pereza mental. Para los proletarios, no ser ignorantes es un deber. La dignidad de cada uno, leemos en Gramsci, es lo que nos hace recíprocamente necesarios el uno para el otro.
El dilema que afligió a Antonio Gramsci hasta su muerte: admitir o no al capitalismo como destino único de la humanidad, es algo que ya nadie hoy ignora, siquiera los indiferentes. Tampoco que ese “atractor extraño” que graficó el meteorólogo y matemático Edward Lorenz es más que un diagrama de la teoría científica del caos, que la mariposa que bate sus alas y desata tempestades es, como nunca antes, algo más que una gastada ficción.
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