ZOë WICOMB E IVAN VLADISLAVIC
Un volumen de la Unsam reúne cuentos de dos escritores sudafricanos contemporáneos, Zoë Wicomb e Ivan Vladislavic, en los que las huellas del apartheid se unen a la reflexión sobre cómo abordarlas artísticamente.
› Por Renata Padín
A pesar de que han pasado varias décadas desde el fin del apartheid, Sudáfrica sigue lidiando con el problema racial. Y eso es lo que surge de los cuentos de Zoë Wicomb e Ivan Vladislavic, dos escritores sudafricanos reunidos en Miradas, un volumen donde la cuestión se plantea abiertamente y sin eufemismos, adosando a cada personaje la descripción acerca de si es es negro o blanco, en esos términos.
Zoë Wicomb es una escritora sudafricana que vive en Escocia, donde da clases de literatura en la universidad de Stratchclyde. En sus cuentos plantea el punto de vista de los negros: cómo vivieron ellos la segregación. Sus personajes, tanto los blancos como los negros, están incómodos, fuera de lugar, todavía no saben dónde ubicarse ni cómo tratarse. En “El niño de la bolsa de arpillera”, Grant Fotheringay, un escritor escocés que vive en Sudáfrica, acaba de entregar a la editorial su primer manuscrito y sufre una crisis existencial. Al vacío de haber terminado su trabajo se suma que su mujer se fue de casa y él se define como un cabo suelto. No sabe qué hacer, está a la deriva. Y descubre un buen cable a tierra en el hijo de su jardinero, un chico de 10 años que de a poco se va metiendo en su vida. El chico quiere aprender y Grant le presta libros y se siente su mentor. Pero este encuentro entre dos personas con profundas diferencias raciales, de edad, de cultura, de pertenencias, tendrá un final que dejará a Grant perplejo.
También perpleja está Jane, la joven recién casada de “El pájaro que nunca voló”. No entiende a su marido, un joven “artista”, como dice horrorizada su madre, que de tan avergonzada les dice a sus vecinos que su hija se ha casado con un maestro. Tampoco a las viejas tías, para las que la negritud es fuente de orgullo y de escarnio en partes iguales. Y se siente desestabilizada por el panorama que se le abre frente a una fuente ornamental en Escocia, con esculturas que representan la historia colonial de Inglaterra, coronadas por una hierática Victoria.
En cambio, en los cuentos de Ivan Vladislavic los desubicados son los lectores. Hay una casi imperceptible dislocación de la realidad que convierte a su Sudáfrica en un mundo paralelo.
En una aldea perdida en el veld, se ponen de manifiesto las profundas grietas que separan a los sudafricanos pese a las declamadas buenas intenciones. El recién asumido gobierno post apartheid envía a un escultor blanco en busca de un modelo para una estatua que represente el coraje de los negros que lucharon por su libertad, los que murieron por ella y los que sobrevivieron a la lucha. La primera división surge entre los que quieren y los que no quieren ser el modelo. La segunda, cuando el artista encuentra a su modelo. Elige al borracho de la aldea, un hombre arruinado del cual se avergüenzan todos los demás. Ese hombre había sido un bello muchacho que, muchos años antes, lleno de arrogancia, había partido a trabajar a las minas de oro. Pierde tres dedos de la mano derecha en un accidente y así comienza su declive. Vuelve a la aldea derrotado, tullido, menos bello. En otro accidente pierde un pie y se va transformando de a poco en un desecho. “La tarea del artista no es darle al hombre lo que nunca ha tenido. Pero cuando un hombre ha perdido una parte de sí, la tarea del artista podría ser devolvérsela”, dice el artista.
En “Banco solo para blancos”, Charmaine y sus compañeros trabajan contrarreloj para terminar a tiempo las muestras de un museo del apartheid. Dicen no encontrar ninguno de los bancos que en las plazas y las paradas de ómnibus llevaban el cartel de “Solo para blancos” en los tiempos de la segregación. Entonces, con esmero, con minuciosidad conmovedora, Charmaine transforma un banco común en uno segregado. Imita con pasión las huellas del uso, de la indignidad, del odio, de la injusticia. Y choca contra la directora del museo, que quiere uno “real”, “histórico”.
Estas miradas blancas sobre Sudáfrica tienen ramalazos del Rulfo de El llano en llamas (“Nuestra recién encontrada libertad también rompió sus promesas. No nos trajo las cosas que esperábamos, como agua, electricidad, paz y prosperidades”. Lo dice el narrador de “Coraje”, pero es la misma reflexión del de “Nos han dado la tierra”) y de la conmovedora melancolía de las Crónicas marcianas de Bradbury. “La biblioteca perdida” no desentonaría en absoluto entre ellas, por atmósfera y por calidad.
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