ORHAN PAMUK
En su última novela, Orhan Pamuk busca reconstruir la historia del crecimiento tumultuoso y contradictorio de su ciudad, Estambul, a través del punto de vista de un personaje situado en la antípoda de la picaresca que podría llegar a protagonizar: un vendedor ambulante de una bebida tradicional en extinción. Una sensación extraña es una novela de aliento decimonónico pero signada por la vitalidad del cruce dramático entre Oriente y Occidente.
› Por Violeta Serrano
“A mi edad sólo lamento no haber sido más radical con la literatura”, asegura Orhan Pamuk en una entrevista reciente concedida a raíz de la publicación de su última novela a finales de 2015. Una afirmación a la que sus lectores podrían responderle con un cabeceo condescendiente: es cierto, no hay riesgo alguno en su obra. Aunque sí algunas apuestas mínimas que, precisamente por su voluntaria timidez, funcionan a la perfección en el engranaje global de esta novela que se erige como una rareza en los tiempos de gusto por la levedad acomodaticia en la que parecemos vivir: sus más de 600 páginas resultan todo un alegato. El atrevimiento más evidente en lo que respecta al andamiaje del libro es que Pamuk decide estructurarlo como una suerte de homenaje a la esencia dramática de Bertolt Brecht: mientras un narrador en tercera persona describe los acontecimientos por los que transita el protagonista, Mevlut, otros personajes se dirigen directamente al lector para contarle la supuesta verdad de los hechos sin que el resto de los participantes conozcan jamás la existencia de dichas intervenciones. Algo que, en realidad, tampoco es original en el autor ya que un estilo similar puede observarse también en su novela Me llamo Rojo, publicada en 1998 y por la que recibió importantes galardones en Francia, Irlanda e Italia. Funciona, a pesar de la extensión y la profusa aparición de voces. El hecho de articularlas de este modo –incluyendo los nombres propios a modo de líneas de diálogo de un texto dramático– evita la dispersión y el extravío al afrontar la trama.
En Una sensación extraña, Pamuk no duda en desarrollar un relato de la vida privada de su propia nación conjugando intimidad con Historia pública. No es casual que incluya entonces un índice de personajes, otro cronológico y, además, un mapa genealógico del hombre central de la obra: el bueno de Mevlut. Por eso se puede decir que Pamuk ha querido pintar un fresco de los últimos cincuenta años de su ciudad natal, Estambul, que ha crecido tironeada por luchas cruentas entre islamistas, kurdos, nacionalistas y marxistas. Y en esa pintura sociopolítica el autor consigue que la claridad de lo que está contando sea absoluta por tomar como punto centrífugo una historia efímera de un ser común, tan humilde como valiente en la difícil tarea de hacerse cargo de su mera supervivencia. El lector sólo puede asistir, a través de esta ejemplificación terrena, a la evidencia de la velocidad que nos ha tomado las muñecas en menos de un siglo de desarrollo urbano asfixiante. Y acaban doliendo las pestañas cuando la duda se instala: ¿es eficaz la idea de progreso que Occidente propone? Más allá de la respuesta personal de su autor, la relación del personaje de Mevlut con la ciudad que lo zamarreó hasta escupirle que la vida iba en serio, crea una sensación que deambula entre la complicidad, la identificación, la nostalgia y el conformismo.
Una sensación extraña es, a simple vista, la típica novela del siglo XIX. El personaje principal se debate entre contradicciones insalvables conformando así el corazón de la obra. Ahora bien, este hombre no es un señor acomodado cuyas disyuntivas morales se dirimen a través de su relación con el contexto en el que nace. No. Pamuk realiza un esfuerzo de documentación periodística y sale a la calle para indagar acerca de las clases bajas que no conoce de primera mano. Se centra, sobre todo, en aquellos que emigraron –desde la paupérrima Anatolia rural a Estambul–, con poco más de diez años y comenzaron su andamiaje vital como vendedores callejeros. Acá, sobre un ritmo de novela decimonónica en el que el relato de la historia es proporcional al tiempo en que discurre la vida, Pamuk pone en el meollo del asunto una historia mínima que intenta elevar a la categoría de épica. ¿Cuál es la jerarquía de valores para un hombre pobre? ¿La fama, el amor, la prosperidad económica?, ¿cuál es el asidero que reconforta a quien apenas tiene donde caerse muerto?, ¿la escala cambia al modificarse el entorno? Mevlut crece como un contrapícaro –inocente, con una cara de niño que el narrador insiste en recordar a lo largo de todo el relato– al ritmo que la ciudad de Estambul explota de habitantes en busca de su oportunidad mientras Turquía, como es tradición, trata de acomodarse a su identidad dual entre Oriente y Occidente.
Arquitecto de formación, frustrado pintor y novelista reputado –recibió el Premio Nobel de Literatura en 2006 y otros tantos galardones que lo aúpan como uno de los autores turcos más reconocidos en Occidente–, Orhan Pamuk es un rotundo opositor a Erdogan, aunque evita los compromisos sin retorno. Vive en uno de los barrios más acomodados de Estambul y su departamento disfruta de una agradable vista sobre el Bósforo. Asegura, sin doble discurso, que si puede escribir es por pertenecer a una clase privilegiada. Nacido en 1952, su felicidad consiste en merodear por la ciudad que le vio crecer y a la que, con estupefacción, él mismo observó desarrollarse hasta límites estrafalarios en los últimos tiempos. Ese es, en realidad, el telón de fondo de esta última pieza firmada por el autor turco aunque vista desde los ojos de un hombre cuya supervivencia consiste en amar sin idealismo y en no perder la razón que lo trajo a Estambul: la venta ambulante de boza, bebida tradicional turca. Esa costumbre, que casi termina en 1923 con la constitución de la República de Turquía, es el hilo que mantiene al protagonista conectado a la virtud.
A pesar de una terrible y bella historia de amor que permea toda la obra y que permite visualizar los usos y costumbres eróticos turcos de la segunda mitad del pasado siglo, Mevlut nunca deja de caminar noche tras noche las callejuelas para gritar a los habitantes, como un espíritu antiguo, que aún tiene boza cargada a los hombros. Que tiene el cuello torcido pero que nunca dejará de crear la mezcla de alcohol y mijo que se estropea con el calor y por lo que su tiempo dorado es la frescura nocturna. Aunque el capitalismo la venda embotellada, el rito de la preparación artesanal resiste en él como un salvavidas al que aferrarse en caso de naufragio.
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