FERNANDO MOLANO VARGAS
El colombiano Fernando Molano Vargas, nacido en Bogotá en 1961, dejó una obra muy breve –dos novelas, una de ellas póstuma, y un libro de poemas– y la leyenda de una muerte joven en 1998 a causa del sida, además de una poética suave y levemente dramática alrededor del amor homosexual. Por primera vez en Argentina, a través de la editorial Blatt & Ríos, se acaba de publicar su ópera prima, Un beso de Dick, donde resuenan lejanos pero reconocibles los ecos de Dickens y J. D. Salinger.
› Por Juan Ignacio Babino
“Me voy porque soy marica y sé que entre ustedes no tengo sitio. No por otra razón me fui de la organización. Y no por otra me había ido de casa.” “Sería bonito una historia de amor muda: porque el amor no tiene ruidos, me dijo.” “Algo de nosotros muere cuando nos raptan la voluntad.” O tal vez: “Parado frente a un árbol/ el muchacho que no bailó conmigo/ le ofrece el don de sus orines/ a una luna que destella sobre su tronco viejo”. Y por último: “Como soy cursi, no resisto las ganas y le digo que por eso lo amo”. Todos esos pasajes pertenecen a los únicos tres libros –dos novelas y un breve poemario– del mismo autor y tratan –son esas citas pero podrían ser tantas otras– de figurar cierto contorno alrededor de la obra del escritor colombiano. Obra que cruza, a la vez, despojada y autobiográficamente su propia vida.
Fernando Molano Vargas nació en Bogotá el 9 de julio de 1961. Su padre era mecánico –también se dedicó a la pequeña industria textil y fue taxista, entre otros rubros– y su madre un ama de casa, quien estuvo a punto de heredar una fortuna que finalmente quedó en la nada. El séptimo de ocho hermanos –el segundo, Carlos, falleció el día de su bautismo– criados en un ambiente familiar bravo: mudanzas varias, casi todos trabajaron siendo niños y entre todas las discusiones recurrentes de sus padres –en realidad eran ataques de furia, borracheras mediante a veces, de su papá hacia su mamá– era común que le gritara que el mismo Fernando no era hijo suyo. En la universidad primero cursó ingeniería electrónica para luego seguir lingüística y literatura, y también cine y televisión. Pero vale aquí retomar esa “nada” en la que quedó aquella fortuna no heredada. La familia se enteró de la muerte del abuelo Vargas –padre de su mamá– a través de la portada de algún diario: lo habían matado. Era un viejo muy acaudalado y la madre de Fernando era única hija pero era fruto de una relación oculta que su padre había tenido. Y, para sumarle ribetes novelescos, resultó que el viejo Vargas había heredado en el testamento toda su fortuna a la comunidad de Carmelitas descalzas. Terminaron recibiendo algo de dinero –poco, con el que saldaron algunas deudas– y unas cajas con chucherías pertenecientes a su abuelo. De todas esas cosas Fernando detuvo su atención en algunas revistas y entre ellas fue que encontró una nota sobre una película basada en Oliver Twist, la novela de Charles Dickens. A los pocos días encontró el libro en la biblioteca Luis Angel Arango –en pleno corazón del barrio La Candelaria, lugar muy similar a lo que es San Telmo en Buenos Aires– y de una escena del libro tomó el título para su primera obra.
Escrita entre 1989 y 1990, Un beso de Dick fue su primera novela y le valió el Primer Premio de la Cámara de Comercio de Medellín en 1992. Unos “tenis”, algunos libros, una grabadora, unas cervezas con amigos, entradas para el cine a ver películas mudas: esas fueron las cosas en las que gastó el dinero del premio. Narrada desde la primera persona de Felipe en forma de monólogo, es la historia de un primer gran amor entre éste y Leonardo, compañeros de clase y de fútbol; ese primer amor adolescente, vital, inocente. Y también, en este caso, clandestino. Las piernas y los culos firmes, los cuerpos más o menos fibrosos y transpirados, las bocas, los bultos: esas cosas excitan y alegran al personaje. Y la poesía: es memorable, por ejemplo, toda la explicación y la relación que hace alrededor de un poema de Eliseo Diego y la pintura La Virgen de las rocas de Da Vinci. “Miren muchachos (...) leer puede ser una experiencia tan vital como una caricia, o como una despedida” dice el personaje delante de toda su clase. Pródigo en diálogos, se lo suele comparar con Manuel Puig, aunque él repetía que una de sus influencias más fuertes al escribir el libro fue El guardián en el centeno de J. D. Salinger –leyó la edición argentina al tiempo que avanzaba con la escritura de su novela–. En internet se puede escuchar una breve entrevista radial que le realiza el periodista y profesor David Giménez. Allí dice, por ejemplo: “Esta novela lo que trae es una historia de amor de adolescentes y el ambiente es de adolescentes, del colegio. La música que escuchan, las películas que ven, el fútbol. Y más nada, solo trata de eso. Una historia de amor, muy sencilla, muy cotidiana supongo yo”. Y también, cuando le pregunta si encuentra parentescos o distancias con autores como Fernando Vallejo, Raúl Gómez Jattin o Félix Angel: “Cuando yo estaba en el colegio buscaba literatura que sean historias de amor gay, pues porque yo era gay. Y lo soy, pues. Y se tiende a pensar que un relato porque hable de un amor homosexual va a fundar un género específico. Yo más bien pienso que existe una tradición de novelas que tratan de amor. Me parece intrascendente que sea un amor homosexual o heterosexual. Y yo preferiría subrayar las distancias. Por ejemplo, al leerlos sentí que eran unas obras, digamos, en que trataban una especie de militancia con lo gay. Eso me parece estúpido. Nunca he pensado que yo vaya a militar en una causa a favor de los gays. Simplemente a lo que aspiro es a vivir mi vida. Más nada. No quiero pues, convencer a nadie de asumir un tipo de vida, un tipo de amor semejante al que yo vivo”. Pero, más allá de eso que dice, es necesario quedarse, perderse en su voz: lozana y aterciopelada, suave, dulce. La de Molano Vargas suena como esas lloviznas de Bogotá que parecen eternas, en esos días grises tan del lugar. “Cuando llegué al final del capítulo VII, quedé congelado sobre la página. Casi no lo creía: allí Oliver se dio un beso con otro niño, con su mejor amigo, Dick. Y se abrazaron. Supongo que nadie recordará esa escena. Al menos, no como la recuerdo yo. Porque, claro, sólo yo tengo mi corazón. Y supongo que si alguien la leyó, sólo habrá visto a dos niños diciéndose adiós; Oliver porque se iba a Londres, Dick porque se iba a morir, y lo sabía. Yo vi otra cosa: dos niños que se besaban, dos niños que se querían”.
Eso escribió, años después, en lo que fue su segunda novela, Vista desde una acera, la cual no llegaría a ver editada.
De todos modos, entre ambas novelas Molano Vargas sí llegó a ver editado en 1998 –poco antes de su muerte– un breve poemario titulado Todas mis cosas en tus bolsillos a través de la Universidad de Antioquia y gracias al trabajo del escritor Héctor Abad Faciolince (quien junto a Fernando Soto Aparicio y Carlos José Restrepo formaron el jurado que le otorgó aquel premio a su primera novela). En El Malpensante, en julio de 2012 Faciolince escribió: “Los que vivimos en la Colombia de los años noventa sabemos que lo único que todos nos esperábamos al dar la vuelta en una esquina eran la puñalada, la bomba o el atraco. Pero Fernando Molano, aun en ese estercolero que era y en parte sigue siendo nuestro país, era capaz de esperar la bondad, a pesar de lo escaso que ha sido este personaje en el teatro de la vida colombiana”. Todos sus poemas beben del mismo cántaro: el amor; el amor hacia su novio Diego: escondido y cobijado bajo la frazada, en las últimas caricias apresuradas mientras les avisan que el turno del motel se terminó, sus encuentros y sus despedidas. “Sin preguntar nada un día celebró las heridas de mi primera riña/ y, sonriendo, descargó un puño sobre mi pecho/ De alguna manera él supo entonces sobreponerse al miedo, y hoy, a mis diecisiete/ presumo de poder llegar tarde a casa/ Oh, Diego, en largas jornadas papá hizo de mí una fortaleza/ Y es una maravilla cómo sostienen sus muros ahora que entras en mí como un duende/ y podemos a solas jugar y amarnos como dos niños”. escribe en Dulce hermano de los arietes. Hacia 1995 le entregan una beca de creación para terminar la novela en la que estaba trabajando. Años después una amiga suya encuentra el borrador de esa novela en la Biblioteca Luis Angel Arango –lugar que, encantado, solía frecuentar– y finalmente, con apenas unas pocas correcciones, Vista desde una acera se editó en Colombia a través de Seix Barral en 2012, catorce años después de su muerte.
Vista desde una acera presenta a lo largo de toda la novela, otra vez desde la primera persona del singular, dos relatos, dos voces en paralelo: por un lado una especie de diario íntimo en el que cuenta cómo sucedieron las cosas desde que se enteran que su novio es VIH positivo. “Obligados por el instinto a una esperanza inútil; pues él tiene entre sus dedos el sobre y yo lo tomo, saco el papel y está allí de nuevo esa palabra: positivo” cuenta en un momento. Y hacia el final de ese primer capítulo: “Qué suerte, los buses pasan llenos. Es martes, este abril 12 de 1988: no puedo creer este atardecer tan bello”. Y por otro lado relata su historia y la de su familia: los orígenes, la frialdad y la discriminación de su padre (que, al parecer, lo traía de su abuelo: por ejemplo, cuando su abuelo mandaba a comprar el pan a su papá era común que, a su regreso, el viejo estuviera esperándolo sentado y lleno de escupitajos a su alrededor: era la forma que tenía de contabilizar cuanto tardaba en hacer el mandado), el amor de su madre, las peleas con sus hermanos, el colegio, la universidad, el sexo, la poesía (“nos fascinaba Baudelaire, Verlaine, nos hacíamos hasta la paja por Rimbaud, adorábamos a Whitman, Adrián vivía enamorado de Rilke, éramos devotos de Silva y de José Manuel Arango, le lamíamos los pies a Borges, le besábamos el culo a Wilde” llega a escribir en un momento), la política. Todo. Y el amor, otra vez ese amor irrefrenable hacia su novio.
Un beso de Dick era una historia de amor con final feliz; por el contrario, Vista desde una acera se encamina hacia la pérdida, la muerte. Si en aquella primera obra hacia el final uno de los protagonistas pide que su novio no lo deje ir de su casa, en esta ya no se puede pedir nada porque ese amor se está muriendo. El final de Vista desde una acera aparece, de todos modos, un poco trunco, apresurado. Pero, así y todo, ambos protagonistas terminan enroscados en una divergencia hermosa y delirante alrededor de lo que creen es la poesía. Si Un beso... se entiende como el canto al primer amor, Vista... puede leerse como una propia elegía en prosa: una última despedida al último amor. Un beso de Dick es el primer amor de la adolescencia, en Vista desde una acera, ese mismo amor, toda esa belleza está en plena batalla, ahora sí el terreno es hostil –la familia, su casa, la pobreza, sus hermanos y su padre sobre todo– y, también, el sida. Pero en Molano Vargas hay una inocencia de recién venido.
Ambas novelas son fuertemente autobiográficas y, más aun, la segunda: todo lo que se cuenta allí, mas allá o más acá de lo ficcionalizado que puede estar, pasó. Por eso no es alocado pensar que Felipe de Un beso... es el propio Fernando, que Leonardo es alguno de sus primeros amores y que el Adrián que aparece en Vistas... es Diego, su último compañero y gran amor, quien murió poco tiempo antes que él, ambos de VIH.
Las habitaciones, los árboles, la noche, las calles y las veredas, las aulas: lugares todos que son recurrentes en cada una de sus obras. Es común que a Molano Vargas se lo emparente con Andrés Caicedo. Colombiano y escritor igual que él, tienen algunos puntos en común: el uso de la primera persona, la presencia adolescente, lo autobiográfico. Y, claro, el hecho de haber muerto muy jóvenes. Molano Vargas cuenta en aquella entrevista de radio que no leyó, por ejemplo, Angelitos empantanados y que se aburrió con ¡Que viva la música! Pero una de las diferencias entre ambos es el tono: tan caleño y caliente en Caicedo, una prosodia tan bogotana en Molano.
Había querido ser carpintero, le quedaron truncas las ganas de escribir sobre el “desencanto” de la generación del 60 de su país, deseaba que sus lectores fueran capaces de “darle su golpe” a quién prejuzgara su obra, no llegó a ver publicada su segunda novela pero sí ese breve poemario que había dedicado a su novio y titulado así por un breve trabajo que había conseguido: el de confeccionar los bolsillos de los pantalones, donde la paga era de quince pesos por cada uno. La historia de Fernando y su amor tuvo ruidos y fue muda. Y tuvo todas las palabras suyas: hermosas, tiernas, infinitas. Y toda esa belleza –y también esa tristeza y esa angustia y ese despojo y esa alegría– gravitante y sencilla en cada uno de esos tres libros, como esa última línea del último poema de Todas mis cosas en tus bolsillos: “Al menos déjame darte un beso. Vamos, apresuremos los labios: podría amenazar de nuevo el día”.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux