Domingo, 21 de febrero de 2016 | Hoy
FOLLETOS ANARQUISTAS EN BUENOS AIRES
Todo comenzó con el hallazgo de unos viejos folletos anarquistas en una librería del barrio de Once. Christian Ferrer fue su descubridor y ahora fue el encargado, junto a Martín Albornoz, de Folletos anarquistas en Buenos Aires, la edición facsimilar que hizo la Biblioteca Nacional de esos documentos de distintos grupos ácratas de los años 1895-1896. Una buena ocasión para emprender un recorrido vigoroso por los llamamientos flamígeros a no dejarse seducir por el fervor de la nación, el matrimonio y hasta el conformismo proletario del trabajo reglamentado.
Por Juan Laxagueborde
El último libro que la Biblioteca Nacional publicó bajo el influjo organizativo de Horacio González es una edición facsimilar de documentos ácratas que datan de 1895 y 1896. Son los así llamados Folletos anarquistas en Buenos Aires, una decena de panfletos de publicidad libertaria con miras a la transformación cultural de una sociedad que ni siquiera era totalmente “argentina”, pues la verdadera constitución de la nación todavía estaba en discusión. Para que estos papeles amarillentos lleguen a manos del lector tuvo que pasar el día justo, por el lugar indicado, Christian Ferrer, exquisito rastreador de perlas en aguas turbias, quien hace muchos años descubrió los folletos en una librería de viejo del barrio de Once. Es un libro, entonces, de diálogo entre el polvillo, los negocios improductivos atendidos por ancianos de mal humor, el Estado inusualmente generoso con estas causas y la efervescencia comunicativa del anarquismo. Entre sus consignas hay de todo, como voces corales de distinta entonación pero asediadas por las mismas broncas: advertencias destinadas a las libertades femeninas, vindicaciones de la responsabilidad individual en protegernos, rescates de la tradición poligámica y comunal, últimas palabras de un condenado a muerte, justificaciones alegres sin que nadie pregunte, rol del anarquismo en la tormenta del mundo y así siguiendo. Pero lo curioso es que no aparece la palabra Argentina. Y si aparece Buenos Aires es solo para indicar direcciones donde conseguir los folletines. El anarquismo siempre esquivó los obstáculos con los que la geografía lo tienta.
Basta un libro para afirmar que sigue existiendo el ideario anarquista, del reconocible y del desparramado. Lo que ahora se reedita eran publicaciones flacas editadas de a dos mil o tres mil ejemplares, trabajadas por los doscientos o trescientos anarquistas que vivían en Buenos Aires hacia fin del siglo XIX, que ya empezaban a notar las miserias colectivas que se conjugaban detrás del ideario internacionalista del comercio, el estatalismo que hacía himnos y escudos, las reglamentaciones xenófobas por venir, en fin, el contexto del positivismo y la ley 1420, la “paz y administración” que intentaba igualar lenguas, mentalidades y consumos: integrar, con lo violento que puede volverse ese hecho gubernamental.
El positivismo reinaba en todo occidente y los anarquistas no eran ajenos a sus cantos de sirena; su labia política está impregnada de loas a la razón, al cerebro y a la transformación anímica proveniente del buen ejercicio, de la gimnasia que transforma la conciencia con bombas, con ira, con amor o con textos. Ese aquelarre de furia destructiva, reconstructiva y afectiva a la vez, es la combinación con la que podemos definir a la tradición libertaria.
En uno de los folletos se esconde, en la clásica lista de aportantes a la causa publicística, una secuencia de nombres digna de la superposición y la romería libertaria, tan encomiable ella: “uno que toca la guitarra, un dinamitero, un jóven, un aburrido, uno que ya no sueña Europa”. Sin ir más lejos, el actual grupo de afinidad historietista Un faulduo debe su nombre al de un aportante anarquista al periódico La voz de la mujer, en una de sus publicaciones ilustran la tapa con la copia de los aportantes resaltada, como si fuera una hebra de unión entre oficios, épocas y sentimientos. Nadie podría dar por muerto aún al anarquismo mientras sucedan evocaciones como esta.
Las identificaciones variopintas dicen del caos organizado de los grupos tanto como las cuestiones tratadas en los folletos, que ilustran la diversidad y el encanto temático del anarquismo. Esa polirritmia es una de sus mejores cartas. En “A las muchachas que estudian”, del grupo La question Sociale, surge la advertencia por la vida que se viene, “una edad que va a su ocaso”, entonces se interpela a adolescentes mujeres con ganas de más, a no capitular ante una vida con marido y rituales familiares. A pasar de la vida burguesa o la normalidad sacrificial del proletariado sin salida a un estado de ánimo vuelto conciencia, posibilidad de vida y destino cierto. El panorama es una acuarela de la alta sociedad tal como la pintaba Tolstoi para la época, donde las muchachas “languidecen de fastidio en áureos palacios”. El llamamiento es muy básico, se entiende todo, está clarísimo. En un momento parteaguas de las culturas urbanas, donde las ciudades se destruian y construian a la vez, donde la palabra “nación” era un experimento, la forma de vida anarquista trata de dejar claro lo mejor que pueda una salida, una vida que provenga del puro deseo, una vida tentadora: “Ven con nosotros, muchacha, a sembrar la justicia y la libertad. Ven con nosotros y sé la madre de las generaciones del porvenir”. Es el llamado a un renacimiento desde el vamos.
Los folletos apuntan a la intervención cultural, no a la política. El problema son los sistemas morales codificados por el Estado, las instituciones medievales que prosperan, el saber monopolizado por la Escuela, la perversidad con la que se denigra al amor libre, la exagerada valoración del trabajo moderno e industrial como dignidad. “Así, desgraciadamente es aún la vida. La felicidad de uno la mengua el dolor de otro”: ya está clara en la época la mercantilización del ocio, aun sin la participación plebeya en la industria cultural que se dará décadas después. La consigna es de sobrecito de azúcar casi, sorprendiendo hasta al menos avispado de los lectores: “si el libre amor estuviese generalizado, muchos sí dolorosos se convertirían en no”. De estas propuestas se nutre el folleto “Un episodio de amor en la colonia socialista Cecilia”, historización de la experiencia ácrata en el sur de Brasil, que tiene mil cabos sueltos y reflejos que continúan hasta hoy, y que Ferrer describe particularmente en uno de los prólogos.
El libro, que reproduce exactamente el orden de encuadernación tal como se encontró en la librería de usados, cierra con una conferencia de Peter Kropotkin, referente para entonces contemporáneo del anarquismo entendido como un ladrillo de misericordia, donde aparece el tren como esfinge de lo que viene, como esfuerzo no ya estatal ni industrial, sino como metáfora de la solidaridad: “Viajáis sobre vías que han sido construidas por millones de trabajadores puestos en movimiento por numerosas compañías, (...) pequeños trozos aislados que han sido unidos poco a poco, (...) la red de nuestras vías férreas es la obra del espíritu humano procediendo de lo simple a lo compuesto, por los esfuerzos espontáneos de los interesados y asimismo se han hecho todas las grandes empresas de nuestro siglo. Pagamos, es verdad, demasiado caro los gerentes de estas empresas; razón excelente para suprimir sus rentas; pero no para confiar la gerencia de esas vías férreas de la Europa a un gobierno Europeo”. En esta imagen se proyecta una de las grandes discusiones del siglo XX, la capacidad benefactora popular del Estado. En nuestro país Alberdi ya había exagerado las bondades del ferrocarril y Lenin pondría patas para arriba esas características al decir que con el tren triunfaba el imperialismo. Hay sinfín de reflexiones más, pero lo que queda claro en la posición de Kropotkin es la forma iniciática de los problemas que está pensando el anarquismo. Eran sufrimientos milenarios que ahora florecían encarnados en personas comunes. Aventuras serias para aumentar las chances de vivir y sentir la libertad hasta el tuétano, sin patrón ni marido ni propiedad ni violencia. Afirmativamente, con todo deseo saciado según la necesidad y con el amor enhebrando la vida social que en ese idilio se volvería realmente común.
No sabemos en qué momento alguien puede considerarse anarquista y hay tantas versiones de cómo ejercer esa vida que todos los átomos sueltos de las actitudes libertarias arman una atmósfera, un espacio de federación de ideas cósmico, cálido, generalmente con pocas retribuciones sociales y mala prensa, pero aferradas a la alegría y a la paciencia. El anarquismo es la respuesta humana al terror político y cuando aterroriza es para hacerlo a fondo. Ya no hay caños ni bombas en las prácticas anarquistas, pero sí hay personas que se dedican a mantener el pebetero encendido. Como una fragancia, este libro inquieta, reitera que las utopías siempre se encarnan en cosas elementales y que una vida buena no está en ninguna parte, sino en la intención de ejercer libremente la benevolencia. A problemas sencillos, soluciones sencillas. Leer este libro puede ser el primer paso para entender en nosotros mismos la presencia de una nueva voz. Es como un adolescente abriendo un disco y escuchándolo por primera vez: las consecuencias pueden ser imprevisibles.
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