Domingo, 6 de marzo de 2016 | Hoy
LOUISA MAY ALCOTT
Uno de los clásicos libros de la infancia y juventud del siglo XIX más populares, y leído en todo el mundo durante el siglo XX, esconde una historia singular y el perfil de una escritora extraordinaria. A partir de 1880, pocos años antes de la muerte de su autora, Louisa May Alcott, Mujercitas sufrió diversas censuras que además de quitarle tamaño para facilitar la lectura de las niñas, le quitó humor, transgresión y picardía. Recién en los años 80 y gracias a la crítica feminista se empezó a conocer y restaurar la extensa versión original, que ahora se publica en castellano en una excelente traducción. Louisa May Alcott trazó a su inolvidable personaje central, Jo, a su imagen y semejanza. Y a partir de este personaje, el de sus hermanas y su madre, se puede reconstruir la historia de una escritora que desafió los parámetros morales y mercantiles de su tiempo.
Por Ana Fornaro
Desde los cuentos de hadas adaptados por Perrault hasta las versiones más folklóricas –pero también terribles– de los hermanos Grimm, hay una gran porción de la literatura popular que terminó cumpliendo una función formativa y moralizante al retomar historias milenarias. En el pasaje de la oralidad a la escritura y de la escritura a las demandas del mundo editorial, se decidió también que la crueldad, temporizada, podía servir para adoctrinar a los más chicos. O para satisfacer a un público infantilizado. Estos mecanismos no dejan de dar sorpresas y hace dos décadas se reveló en el mundo anglosajón que Mujercitas, el gran clásico de la literatura juvenil del siglo XIX, bestseller adaptado hasta el hartazgo en cine, teatro y televisión, llegó a nuestras manos, siempre, en una versión edulcorada. Fueron las críticas literarias feministas, que desde los años 80 reivindican a la figura de Louisa May Alcott y a Mujercitas como una obra mayor de la literatura norteamericana, quienes corrieron el velo. Gracias a ellas, empezó a circular la versión original de una obra que marcó a decenas de generaciones de mujeres y cuya excepcional traducción al castellano de Gloria Méndez acaba de editarse en Argentina. Pero esta vez no fueron el tiempo ni las sucesivas reescrituras las que simplificaron un producto de la cultura popular sino que su “adecuación” fue planificada por sus editores en 1880, poco antes de la muerte de Alcott. Mujercitas fue una obra por encargo que Alcott no quería escribir. Terminó aceptando porque necesitaba la plata. Desde la editorial de Boston Roberts Brothers fueron muy claros: querían “un relato para chicas”, igual a los que abundaban en la época, pensados para la educación de señoritas, llenos de preceptos morales, verdaderos manuales de buenas costumbres que aconsejaban matrimonio y obediencia. La escritora de 35 años, que hasta ese momento se decantaba por el género satírico y los thrillers sensacionalistas, anotó en su diario: “Nunca me han caído bien las muchachas ni he conocido a muchas, salvo mis hermanas. Puede que nuestros extraños juegos y experiencias resulten interesantes, aunque lo dudo”. Así, entre la necesidad, la vacilación y el proyecto autobiográfico, nació Mujercitas (1868), un libro de veintitrés capítulos escrito en diez semanas que abarca un año de vida de las jóvenes March: Meg (inspirada en su hermana Anna), Jo (alter ego de la autora), Beth (su hermana Elisabeth) y Amy (su hermana May), bajo la tutela de “Marmee” (su madre Abba). Su padre, Bronson Alcott, era una figura demasiado fuerte en la vida de la escritora y por eso decidió sacarlo de cuadro. Al patriarca de la ficción, el señor March, lo mandó a la guerra civil y se concentró en el gineceo, cuyas integrantes se van transformando de acuerdo con los preceptos de El progreso del peregrino, el libro alegórico de John Buyan que estructura la novela y le da su base argumental. “Todas llevamos cargas, tenemos un camino por recorrer y nuestro anhelo de hacer el bien y alcanzar la felicidad nos guía para superar los contratiempos y los errores que nos separan de la paz que impera en la Ciudad Celestial. Ahora, mis pequeñas peregrinas, imaginen que el proceso ha vuelto a empezar, no como juego sino de verdad, y veamos hasta dónde son capaces de progresar en el tiempo que su padre pasará fuera de casa”, dice mamá Marmee luego de que sus hijas enumeraran cada una sus fallas y su férrea voluntad para modificarlas.
Apenas se publicó, la novela fue un éxito. La primera semana agotó sus dos mil ejemplares. Y, aunque algunos críticos se quejaron por pasajes demasiado osados o muy metaliterarios, los editores le encargaron inmediatamente la segunda parte. Los lectores querían saber cómo seguía la vida de las hermanas March.
Otra vez, Alcott se mostró poco convencida: “No me gustan las secuelas y no creo que tenga tanto éxito como la primera, pero los editores son perversos y no dejan que los autores se salgan con la suya. Así que mis mujercitas deben crecer y casarse en un estilo muy estúpido”. La segunda parte, Aquellas Mujercitas (1869) arrasó con 13 mil ejemplares vendidos cambiando para siempre la suerte literaria y económica de Alcott, que se transformó en la principal proveedora de su familia y una escritora popular a la que le encargarían libros para jóvenes sin parar.
Aunque tuvo que ceder con Jo (ella hubiera preferido que la imitara en su soltería) se negó a casarla con su mejor amigo Laurie, como le reclamaban las lectoras y la convirtió en un personaje memorable, logrando colar su visión del mundo y, especialmente, de los estereotipos femeninos. De hecho, la obra original de Alcott tiene mucho humor, una ironía finísima, un lenguaje coloquial, además de una crítica muy explícita al mundo editorial y literario de la época. Justamente fue ese tono y los pasajes donde la narradora se entrometía con sus opiniones los que fueron modificados (o directamente borrados) en la edición definitiva de 1880. “En Francia, las muchachas se aburren mucho hasta que se casan, momento en el que ‘Vive la liberté’ pasa a ser la consigna. Como todo el mundo sabe, en Norteamérica las muchachas firman primero su declaración de independencia y disfrutan de la libertad con republicano entusiasmo, pero, cuando se casan, abdican a favor de su primer vástago y viven más encerradas que una monja de clausura francesa, aunque, eso sí, sin el voto de silencio. Les guste o no, lo cierto es que, una vez superada la emoción de la boda, la mayoría de las jóvenes recién casadas quedan prácticamente arrinconadas.” Este pasaje, del capítulo “Salirse del mundo”, que trata sobre la infelicidad de Meg en su matrimonio, es un ejemplo de esas intervenciones censuradas. La publicación “suavizada” por sus editores antes de la muerte de la escritora fue la que se tradujo y la que llegó al gran público en todo el mundo durante más de un siglo. Aunque no haya grandes modificaciones en la trama, el Mujercitas original tiene seis capítulos más (entre la primera y la segunda parte) y es una novela poblada de otros textos y referencias literarias: allí se copian cartas, aparece el periódico del dickensiano “Club Pickwick” donde las hermanas se disfrazan de caballeros y juegan a tener una una sociedad secreta, hay poemas y aparecen diálogos enteros de una representación teatral con escenas de asesinatos, pasiones y brujería. En ese material metaficcional se encuentran gran partes de las transgresiones de la escritora al género “para chicas”. Pero no sólo eso: Alcott había delineado a algunos personajes de forma bastante diferente. Así Marmee, que es descripta como una mujer robusta y maternal, reaparece adelgazada y se exacerban sus cualidades refinadas. Laurie, que en nuestro imaginario es alto y varonil, en la versión original es más bajo que Jo, tiene rasgos femeninos (en homenaje al héroe romántico) y una gestualidad y carácter “afrancesados”. A su vez, el lector puede acceder, a través de las vivencias de Jo y sus vaivenes como escritora, a una sátira social que los editores consideraron innecesaria: “Jo iba preparada para inclinarse y venerar a los personajes a los que adoraba con juvenil entusiasmo. Sin embargo su reverencia por los genios sufrió un duro revés aquella noche, y tardó un tiempo en recuperarse del impacto que le produjo descubrir que aquellas grandes criaturas eran, al fin y al cabo, hombres y mujeres. El excelente novelista iba de una licorería a otra con la regularidad de un péndulo; el famoso teólogo coqueteaba abiertamente con la madame de Staël de la época, que apuñalaba con la mirada a la Corinne de turno, quien hacía burla de ella tras tratar en vano de llamar la atención del profundo filósofo”.
Estos pasajes, el descubrimiento de un lenguaje más crudo e irónico (Jo suele usar expresiones poco agraciadas para la época como la exclamación “¡Por Cristóbal Colón!”) y comentarios eruditos sobre la literatura y la búsqueda de una voz propia son algunas de las joyitas que vuelven a salir a luz gracias a la reivindicación de una obra y de una escritora que, hasta mediados del siglo pasado, los críticos varones consideraban menor y sin ningún interés interpretativo, creencia que queda barrida inmediatamente cuando se conoce la historia y el pensamiento de Alcott.
Cuando Alcott tenía dos años, su padre le tendió la primera trampa. Organizó un juego con manzanas prohibidas poniéndolas a la vista para ver qué reacción tenían ella y su hermana mayor. Anna, obediente, no las tocó. Louisa, a media lengua, dijo: “Tenemos que comérnoslas”. Ese principio transgresor, recordado por su padre en sus escritos, cimentaría la personalidad independiente y briosa, no exenta de culpa, de una chica que supo enseguida que quería ser escritora y que años más tarde llamaría “mis manzanas verdes” a sus manuscritos. Alcott creció en un hogar itinerante y muy poco convencional. Hija del profeta del Trascendentalismo estadounidense Bronson Alcott y de la trabajadora social Abigail May, se crió entre las ideas de avanzada de su padre, amigo íntimo de los escritores y filósofos Emerson, Hawthorne y Thoreau, con quienes compartía las rupturas dentro del protestantismo proclamando “ser uno con el universo” y reivindicando una vida intuitiva. Embebidos del hinduismo y de las ideas kantianas, los trascendentalistas construyeron una filosofía individualista y vitalista que tuvo su correlato político: fueron férreos opositores a la esclavitud y defensores de los derechos de la mujer. Por estos motivos tuvieron también en sus filas a la periodista feminista Margaret Fuller, que fue una gran influencia para la joven Louisa. Creador de una escuela vanguardista (aceptó a una alumna negra y fue el inventor del recreo, entre otras cosas) Alcott padre fue difamado por hablar de sexualidad con sus alumnos y nunca más pudo dedicarse a la enseñanza. A pesar de ser admirado por sus contemporáneos, no logró descollar con su saber ni tampoco conseguir un trabajo estable, lo que hizo que la familia sufriera apuros económicos permanentemente y tuvieran que mudarse unas treinta veces por distintos lugares de Nueva Inglaterra, probando incluso la vida en comunidad, hasta establecerse en Concord, Massachusetts. Louisa, que admiraba a su padre sobre todas las cosas (lo llamaba “el Platón moderno”) y le justificaba su inutilidad para la cuestiones prácticas, trabajó desde muy joven alternando la costura, las clases particulares y las limpiezas mientras escribía en sus ratos libres. Su padre, lejos de agradecerle el gesto, la envolvía en moralismos (el feminismo era sólo puertas para afuera) e intentaba apaciguarla mediante críticas aparentemente constructivas. Así, una vez leyendo su diario íntimo le echó en cara que, a diferencia del diario de su hermana Anna, la joven escritora hablaba demasiado sobre sí misma. Esa fue la segunda trampa e hizo que Louisa intentara acallar sus pensamientos, tanto en sus diarios como en su escritura. Al menos durante un tiempo. Pero no pudo salirse de sí misma (ni dejar de escribir) y, a diferencia del personaje de Jo –que finalmente madura, se casa con un hombre mayor y renuncia al proyecto de convertirse en una autora prestigiosa–, Alcott defendería con tormentos y contradicciones su furia creativa. Su soltería, un destino que creía inexorable para cualquier escritora, era un tema recurrente en sus escritos y entrevistas. “Estoy casi convencida de que tengo un alma de hombre que fue puesta por algún capricho de la naturaleza en un cuerpo de mujer porque a lo largo de mi vida me he enamorado de muchas chicas bonitas y ni una sola vez me ha ocurrido algo similar con ningún hombre”, le dijo en una entrevista a la escritora Louise Chandler Moulton. Sin ser abiertamente lesbiana, solía hacer este tipo de afirmaciones donde denigraba al matrimonio .”La mitad de las desgracias de nuestra época proceden de las parejas mal avenidas que a toda cosa intentan vivir su vínculo legal con decoro hasta el final”, dirá en uno de sus diarios, rescatados en la excelente biografía, aún no traducida al castellano, The woman behind Little Women de Harriet Reisen. En esa obra, Reisen también hace hincapié en las relaciones de amor platónico de Alcott con sus profesores de lujo. Emerson le enseñó literatura y Thoreau ciencias naturales mientras vivían en la comunidad Fruitsland, en Harvard. Alcott, como el personaje de Jo, encontró hombres a quienes amar en tutores mayores, aunque esa pasión se diluyera en largas cartas. La utopía comunitaria duró poco pero le sirvió como experiencia para escribir Transcendental Wild Oats, una obra satírica sobre su familia y entorno excéntrico publicada en 1873, cuando ya era una escritora famosa. Pero antes del éxito ya había escrito un puñado de novelas y decenas de relatos.
Si bien se formó con el corpus patriarcal de Plutarco, Dante, Shakespeare, Dickens y Byron, se identificó rápidamente con escritoras mujeres como Madame de Staël, George Sand, Mary Wolsstonecraft y Charlotte Brönte y se preguntaba si algún día sería tan famosa como ellas. En un intento por independizarse y salir un poco de ese hogar lleno de estímulos y cadenas intelectuales se enroló como enfermera en Georgetown durante la guerra civil para vivir experiencias que pudieran servirle a su creación. Allí escribió Apuntes del hospital (1863), un libro de crónicas escritas con humor picaresco donde firmaba como Tribulation Periwinkle. Las estampas se basan en las cartas que envió a su familia durante las seis semanas que pasó allí y fueron elogiadas por el mismísimo Henry James. Otra obra que le valió los aplausos de su entorno (sobre todo de Emerson, a quien quería impresionar) fue la novela metafísica Moods (1864). Como siempre fue pobre, hipotecar su creatividad en función del mercado editorial era su mayor temor. Ese “venderse” es desarrollado alegóricamente en la novela gótica Un Mefistófeles moderno y aparece también en Mujercitas, la tercera trampa de su padre. Bronson la convenció de aceptar el jugoso encargo ya que él mismo quería publicar allí una serie de ensayos en esa editorial. Pero nadie contaba con el éxito arrollador de su novela para jovencitas y de alguna manera quedó atrapada el resto de su vida por los contratos editoriales que no dejaban de llegar. Los muchachos de Jo, Hombrecitos, Ocho primos fueron algunas de las secuelas que instalaron a Alcott como una escritora sentimental para chicos, eclipsando su genio (ella usaba mucho esa expresión) literario. “Siempre preferí escribir cosas más escabrosas pero hay que pagar las cuentas”, diría hacia el final de su vida. Su pregunta de juventud sobre su legado quedó saldada: se murió a los 55 años siendo una de las escritoras más populares de Estados Unidos.
Existen pocos personajes femeninos en la literatura que hayan despertado tanta admiración e identificación como Jo. La joven creativa y mordaz, diseñada a imagen y semejanza de su autora, inspiró a millones de lectoras con su carácter desbordado y sensibilidad. Antes de que la crítica literaria revindicara a Mujercitas como una novela que celebra las comunidades autosuficientes de mujeres y cuestiona a las clases dominantes, varias escritoras ya habían dejado documentadas sus deudas con el personaje más entrañable de la novela. “Hay un libro en el que creí ver reflejado mi futuro: Mujercitas, de Louisa May Alcott. Yo quería a toda costa ser Jo, la intelectual. Compartía con ella el rechazo a las tareas domésticas y el amor por los libros. Jo escribía, y para imitarla empecé mis primeros cuentos cortos”, cuenta Simone de Beauvoir en su autobiografía Memorias de una joven formal.
A pesar de las censuras y del tono moralizante que recorre la novela, Mujercitas logró interpelar a los lectores. Detrás de la defensa del virtuosismo y los consejos de Marmee de superación personal hay una crítica permanente al statu quo y la visibilización de luchas internas y externas de las mujeres en la sociedad patriarcal. Como Jo es la hermana que no quiso seguir el camino asignado ni tampoco volverse adulta (porque crecer es dejar de crear) es quien encarna con más virulencia todos los cuestionamientos de la novela a los estereotipos de la época. Impulsiva y testaruda, prefiere vivir en un mundo de juegos e imaginación, dejándose llevar por la fiebre de la literatura, que llena de rituales, como su “sombrero de escritora” y el consumo de kilos de manzanas cuando se encerraba en su torbellino. Cuando escribe está poseída, pudiendo entregarse al placer durante días enteros. Las descripciones de sus estados alterados la dejan más cerca de la hechicera –Alcott hablaría de su propia imaginación como un caldero– y del goce sensual que de una labor intelectual aséptica. Al igual que su creadora, Jo hace un peregrinaje literario que va desde los cuentos de hadas y melodramas, pasando por los folletines y thrillers hasta ir encontrando una voz propia, uno de los grandes temas de la novela. Las múltiples adaptaciones del cine y teatro que hubo desde principio del siglo XX le han dado al personaje un espesor que varía con las épocas. Así, si en 1933 fue interpretada por la maravillosa (y quizás demasiado bella) Katharine Hepburn, en la adaptación de 1949 fue prácticamente fagocitada por su amigo Laurie y relegada a un papel secundario. Fue la última versión cinematográfica de 1994, dirigida por Gillian Armstrong, probablemente la que haya dado más en el clavo con el personaje, representado por Winona Ryder. Esto se explica por la trayectoria feminista de la propia Armstrong, quien hizo una lectura de Mujercitas poniendo el foco en su aspecto más transgresor. Aunque algunos sectores de la crítica feminista le echen en cara a la novela de Alcott ser demasiado complaciente con las exigencias morales de su época (en particular le achacan que Jo se casara y no se convirtiera en una escritora prestigiosa) la gran mayoría se sigue entusiasmando con la novela y los tributos no se detienen. La escritora Joyce Carol Oates construyó una parodia bizarra, especie de lado b de la familia March, en Las hermanas Zinn (1982) y su colega, compatriota y genia por igual Cinthya Ozick resumió en una frase el efecto que causó y sigue causando la novela: “Leí Mujercitas mil veces. Diez mil. Cuando escribo soy Jo en su torbellino. Una Jo del futuro”.
Esta edición completa que se edita en la Argentina por primera vez, con el excelente prólogo de la especialista Elaine Showater, es una buena oportunidad para releer un clásico de juventud desde una perspectiva de género, descubrir a una escritora que quedó encorsetada en un éxito que no la representaba y seguir reclutando a la filas a miles de Jo futuras.
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