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Domingo, 6 de marzo de 2016

JOSé GONZáLEZ CASTILLO

ARRÁNCAME LA VIDA

La obra Los invertidos, de José González Castillo, que se edita en la colección de rescates teatrales de Corregidor, ejerció desde su estreno y hace ya cien años una fuerte atracción sobre directores y puestistas, y también provocó censuras y controversias. Ejemplo del naturalismo más acabado, la firme dramaturgia del autor convirtió a esta obra en un perfecto artefacto cargado de tragedia, sexualidad y conflicto social.

 Por Claudio Zeiger

En un juego de espejos multiplicados, la significación de lo invertido en la obra Los invertidos de José González Castillo pone patas arriba los fundamentos del sentido común de cada época. Lo sano, lo normal, lo desviado, sea observado desde un prisma por “izquierda” o por “derecha”, varía y se resignifica por oleadas; el conservadurismo cede al paso del tiempo y la renovación de las costumbres y también el progresismo encuentra los límites de su propia comprensión. Los invertidos –una de las pocas obras de la edad de oro de la dramaturgia de la primera mitad del siglo XX, hegemonizada por la figura de Florencio Sánchez– siguió hechizando a directores y puestistas hasta el siglo veintiuno, y tuvo una célebre versión en 1990 en el teatro Regina con coproducción del San Martín, dirigida por Alberto Ure, con Antonio Grimau, Lorenzo Quinteros y Cristina Banegas en los principales roles. Cuando se estrenó originalmente, en 1914 (¡un mes después de iniciada la Primera Guerra Mundial!), fue prohibida por el intendente, un Anchorena. El motivo: alterar la moral y las buenas costumbres. En los años 90, cuando muy lejos del matrimonio y aun de la unión civil, la CHA peleaba por la personería, el debate giraría en torno de la homofobia que vendría envuelta en el ropaje crítico, radicalizado y anarquista, de González Castillo, para quien los homosexuales pasivos eran enfermos que se vestían de mujer y que si bien merecían toda la compasión social, debían ser sancionados de una forma u otra. En estos tiempos de matrimonio igualitario y con enfoques diversos de la cuestión gay que, en todo caso, eluden cualquier consideración patológica, la obra se puede abrir a múltiples lecturas. Lo cierto es que Los invertidos persiste intacta en su fiereza de naturalismo sin concesiones, y cuando todo parecería indicar que “envejeció”, en rigor resucita, se levanta y anda porque es una maquinaria de tragicidad perfecta, un grito de guerra contra el voluntarismo, la piedad, las buenas intenciones. Una tragedia moderna.

José González Castillo fue una figura destacada y combativa de la cultura popular. Autor teatral, de radioteatro, letrista de tango, bohemio y anarquista. Su obra es estudiada a fondo en un reciente libro de la actriz Mónica Villa (en rigor es una versión de su tesis de maestría en la facultad de Filosofía y Letras de la UBA), José González Castillo: militante de lo popular (también de Corregidor). Villa además hace el prólogo de esta austera pero bonita edición de Los invertidos que continúa con el interés que la obra ha suscitado en más de cien años.

Lo primero que puede apuntarse es que González Castillo abordó la “inversión” más desde el punto de vista social que biológico. Le interesaba desenmascarar la hipocresía higienista que achacaba la enfermedad a las clases bajas, los marginados y los inmigrantes y para eso invierte la fórmula y dice abiertamente que la homosexualidad está (también y, enfáticamente, sobre todo) en quienes la atribuyen exclusivamente a los de abajo: la clase alta, los burgueses y ahondando el desafío, aqueja a aquellos que entre la ciencia y la ley deben ocuparse de los invertidos, es decir los doctores.

El personaje trágico es el del doctor Florez, quien al comienzo de la obra escribe un informe como perito en el caso de un “invertido sexual”, un hermafrodita que mató a su amante varón. Mientras tanto, él tiene su propio amante masculino, un amigo de toda la vida. Y también tiene respetable mujer y dos hijos encantadores. Pero en su familia hay antecedentes degenerados como el del primo Lili, que “era lo mismo que una mujer y tenía bigotes como de gringo”, según le informa la criada Petrona (turbia depositaria de la memoria de la familia) al hijo del doctor Florez.

Los invertidos avanza inexorablemente hacia un final que, se puede pensar ahora, excede los términos del castigo o del límite que en la literatura gay de la primera mitad del siglo veinte (en novelas, en obras de teatro, en películas) se le imponía a un posible happy end o a un final moderadamente ambiguo. La enfermedad y la muerte reparaban aquello que Dios o la Ley no podían hacer directamente, y en definitiva, ese final infeliz redimía paradójicamente al personaje. Por supuesto que en muchas obras, como Maurice de E.M. Forster o El inmoralista de Gide tenía sus variaciones pero siempre bajo ese mismo dilema de castigar o eludir el castigo. Una forma moral se había apoderado de esos finales de novela.

Los invertidos. José González Castillo Corregidor 105 páginas

Pero en Los invertidos –quizá porque el autor quería reforzar su tesis social– da un paso más que audaz ya que el suicidio del doctor Florez es lo que hoy llamaríamos sin pudor y con resonancias más que actuales, un suicidio inducido. La ley fatal que llevaría al invertido a “quitarse la vida”, encuentra aquí un plus de restauración familiar que hacía mucho más explosiva la tesis que González Castillo puso en escena en 1914.

Es en definitiva esa tensión entre lo sexual y lo social lo que sostiene el mito y el atractivo de una obra tan revulsiva y difícil de asimilar como su nombre lo indica con taxativa crudeza para siempre.

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ESCENA DE LOS INVERTIDOS EN LA PUESTA DE MARIANO DOSSENA, 2011.
 
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