EN FOCO
Un panfleto que a la vez es un clásico. Un prócer que siente secreto orgullo del coraje de su enemigo bárbaro. Una escena crucial del poema gauchesco más emblemático que es también una novela. Y unos extraordinarios versos de Borges sobre el destino sudamericano del hombre que declaró la independencia de las crueles provincias. Tres momentos de la literatura nacional y una reflexión sobre la amistad y el coraje, pueden revelar algo acerca del esquivo “ser argentino”.
› Por Rodolfo Rabanal
Tres momentos de la literatura nacional, dos de ellos producidos en el siglo XIX y el tercero en el siglo XX, nos autorizan por lo menos a suponer que estamos ante una síntesis –acaso imperativa pero probablemente inequívoca– de lo que suele llamarse, no sin cierto énfasis molesto, “el ser argentino”. Pero admitamos por ahora y para el caso de que se trata, que manejamos una entidad reconocible.
El primer “momento” lo presenta Sarmiento en Facundo, civilización y barbarie. Ocurre en la segunda parte de este libro que siendo un libelo es un clásico y sin dejar de ser un ensayo es asimismo una novela. Allí, en el capítulo primero, dedicado a la infancia y juventud de Juan Facundo Quiroga, Sarmiento se extiende en la precisa narración que llamaríamos del “tigre sebado” y en la que su adversario y jurado enemigo, el joven Quiroga, exhibe el coraje y la resistencia de un héroe ya que, perseguido por un tigre feroz, trepa a un delgado algarrobo y allí permanece agarrado a una rama peligrosamente incierta mientras abajo el tigre espera que el hombre caiga de puro cansancio.
El texto cuenta que llegan a tiempo los amigos gauchos del joven Facundo y enlazan al tigre del pescuezo y de las patas traseras, en tanto Facundo se desprende de lo alto del árbol y con su propio facón apuñala incansablemente al animal.
“También a él –dice Sarmiento– lo llamaron el tigre de los llanos.”
Desde ya, la sentencia está lejos del menoscabo y muy cerca del elogio: Sarmiento el luchador reconoce en Facundo el mérito del valor a toda prueba y hasta pareciera que lo enorgullece ¿por qué no? la magnitud de su tenaz enemigo.
La segunda instancia la ofrece el inolvidable episodio que José Hernández despliega en el Canto VIII de Martín Fierro, entre los versos 1621 y 1626 donde tiene lugar uno de los episodios cruciales del poema (por otro lado, también una novela). Recordemos; Fierro está cercado por una partida policial y se defiende solo contra todos hasta que uno de los milicos, admirado por el valor sin fisuras del “reo”, abandona sus filas y se une a Fierro para defenderlo a muerte. Ya sabemos, se trata de Cruz, se trata otra vez del valor y de la valentía y se trata, claro, de la amistad.
Vale la pena reproducir los seis versos de esa conversión:
Tal vez en el corazón
lo tocó un santo bendito
a un gaucho que pegó el grito
y dijo: “¡Cruz no consiente
que se cometa el delito
de matar ansí un valiente!”
Más allá de todo matiz ideológico y aun al margen de nuestros preferidos “pasados” históricos argentinos, sentimos que algo propio resuena en esas palabras, tanto en las de Sarmiento como en las de Hernández, sin dejar de tener en cuenta el efecto de persuasión que los tonos épicos produjeron siempre en nuestro espíritu. Ese sentimiento que parece comunicarnos una repentina convicción identitaria a partir de unas pocas leyendas mayormente ficcionales, adquiere una intensidad notablemente concreta en el “Poema Conjetural” de Jorge Luis Borges, la tercera instancia del grupo elegido.
Como se recordará, el poema está precedido por una noticia que centraliza la razón argumental del poema, informándonos que “El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 22 de setiembre de 1829 por los montoneros de Aldao, piensa antes de morir: (...)”. De inmediato, los 44 versos que han de figurar sin duda entre los más brillantes de la lengua española del siglo veinte, destacan en primera persona la peripecia trágica del hombre que declaró la Independencia.
Cómo emular, me pregunto, ese inicio cinético que se proyecta como un dardo hacia adelante de manera inalterable: “Zumban las balas en la tarde última/ Hay viento y hay cenizas en el viento/ se dispersan el día y la batalla/ deforme, y la victoria es de los otros./ Vencen los bárbaros, los gauchos vencen,/ yo, Francisco Narciso Laprida,/ cuya voz declaró la independencia/ de estas crueles provincias, derrotado,/ de sangre y de sudor manchado el rostro,/ sin esperanza ni temor, perdido,/ huyo hacia el Sur por arrabales últimos”.
Como Facundo, como Cruz y Fierro, entramados los tres en la geografía polvorienta de la así llamada barbarie, también en el civilizado y heroico Laprida el motivo central de su fe –desconocida hasta el momento crucial– es el extraño aliento del coraje. Borges marca este sino en los siguientes versos capitales: “Yo que anhelé ser otro, ser un hombre/ de sentencias, de libros, de dictámenes,/ a cielo abierto yaceré entre ciénegas;/ pero me endiosa el pecho inexplicable/ un júbilo secreto/ Al fin me encuentro/ con mi destino sudamericano”.
Ese júbilo secreto –inesperado, acaso glorioso– tiene casi la dimensión de la tragedia: ¿lo anhelaba Laprida sin saberlo, podía convalidar sus sentencias sin reconocer primero los fieros rigores que castigaban su entorno? Lo ignoramos y sólo contamos con el atrevimiento de Borges que roza la verdad como quien hace equilibrio al borde del abismo. Los dictámenes, las leyes, los sabios libros se han despedazado en la polvorosa masacre. Laprida y las crueles provincias yacen juntos bajo el cielo sudamericano.
Por último, el siempre bienvenido e insistente Borges, él mismo un hombre de libros y de letras, él mismo un hombre crítico de todo sentimiento fácil en nombre de la civilización, arriesga (para definirnos) una valoración comparativa menos afincada en la razón que en el afecto. Conversando con Bioy alguna noche de jueves de principio de los sesenta, comenta que en los Estados Unidos –de donde acaba de llegar– no existe la amistad. “Nosotros –propone– nos ayudamos por amistad, allí, en cambio, tienen miedo de recomendar a una persona que después resulte sin mérito.”
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