Dom 13.03.2016
libros

DENIS JOHNSON

LOS ÁRBOLES MUEREN DE PIE

Se publica en castellano, en forma desordenada como corresponde al clima más bien iconoclasta de su obra, Sueños de trenes de Denis Johnson. Una epopeya en miniatura y una vida contada a los saltos pero nada ajena a los vaivenes de la Historia y también de la naturaleza.

› Por Rodrigo Fresán

La trayectoria hasta la fecha del norteamericano Denis Johnson (nacido por azar en Munich en 1949) puede dividirse en variaciones hermanadas, todas, por el aria de una gran potencia imaginativa y un idioma propio y sublime. Johnson es uno de esos pocos autores en actividad y en inglés cuyo sello se identifica de inmediato. Para Johnson, cada palabra cuenta y cada adjetivo suma y una historia se construye como si empezase y terminase en todas y cada una de sus líneas. Un estilista, sí.

Así, lo de Johnson puede ordenarse y repartirse en su vertiente poética (reunida en el volumen The Throne of Third Heaven of the Nations Millennium General Assembly saltando a sus piezas para teatro en Shoppers y Soul of a Whore and Purvis); las obras magnas y aluvionales (el “gótico californiano” Already Dead o el Vietnam alucinatorio de Arbol de humo); sus despachos no-ficción desde lugares peligrosos (recopilados en Seek); los pesadillescos thrillers metafísicos (The Stars at Noon y Resuscitation of a Hanged Man); los serios “divertimentos” (la distopía post-apocalíptica en Fiskadoro, la farsa noir de Que nadie se mueva, o el vaudeville de espías en la recién publicada en USA The Laughing Monsters); y las pequeñas en tamaño pero inmensas en sus logros obras maestras indiscutibles (la road-novel delictiva Angeles derrotados, la yonqui-novela-en-cuentos Hijo de Jesús, o la fantasmagoría de campus El nombre del mundo).

A este último grupo pertenece Sueños de trenes.

Publicada originalmente en las páginas de la revista The Paris Review en el 2002 y más tarde en alguna antología, Sueños de trenes recién alcanzó el formato de libro a solas en 2011, resultando finalista junto a El rey pálido de David Foster Wallace y Tierra de caimanes de Karen Russell por un Pulitzer que, finalmente, quedó desierto.

No importa.

El verdadero premio es Sueños de trenes donde –en apenas 144 páginas con letra grande– Johnson destila toda una vida con una prosa que oscila entre la parquedad medular y la explosión beatnik y gozosa de sentimientos y visiones que quitan el aliento al lector. Un ejemplo entre muchos del talento de Johnson a la hora de fundir lo realista con lo maravilloso, lo preciso con lo inasible: “Pero de acuerdo con uno de sus compañeros, Arn Peeples, que ya era viejo y que de joven había sido aserrador fanfarrón, los árboles eran asesinos, y aunque noventa y nueve de cada cien veces un buen aserrador fuera capaz de calcular correctamente cómo iba a caer el árbol, y hasta conseguir por medio de una serie de cortes magistrales y de cuñas que una pieza de cincuenta toneladas girara en redondo colina arriba y aterrizara detrás de él con tanta precisión como una aguja, la vez número cien podía acabar con su cara aplastada y él más tieso que la mojama, así de fácil. Arn Peeples decía que una vez había visto un tronco de cinco toneladas pegar un brinco sobresaltado, salir volando del carro, aterrizar encima de seis caballos y matarlos a los seis. Los árboles solamente te trataban como a un amigo cuando tú los dejabas en paz. En cuanto la sierra los hendía, ya tenías una guerra entre manos”.

A no dudarlo: un clásico instantáneo y, en lo formal, una de las muestras más acabadas de aquello que Henry James celebraba como “la hermosa y bendita nouvelle”. Algo que enseguida se ubica y acomoda sin problemas dentro de la gran tradición de su país y parece evocar las serpenteantes raíces de Nathaniel Hawthorne y Herman Melville, el tronco del más noble Ernest Hemingway y de la más estoica Flannery O’Connor, y las ramas electrificadas de Robert Stone y Barry Hannah, así como al tránsito y trance del luminoso cine con voz en off de Terrence Malick o el oscuro fraseo y humor fronterizo y espiritualidad sin fronteras de ciertas baladas con la voz de Johnny Cash. Y algo que –digámoslo– también convierte a buena parte de lo que hace el más celebrado Cormac McCarthy (excepción hecha de Meridiano de sangre) en materia mucho más tramposa y afectado y fácil y efectista.

En Sueños de trenes, Johnson pone todo lo anterior al servicio de contar la historia terminal de un pionero: Robert Grainier desde su nacimiento en 1893 hasta su muerte en 1968. Entre un año y otro, Grainier trabaja en los grandes bosques y aserraderos, tiende vías para el ferrocarril, levanta puentes, y sufre una atroz tragedia familiar que lo deja partido por la mitad sin que eso lo prive de la contemplación de grandes paisajes, del temor por la visita de una chica-lobo, de la sorpresa de cruzarse con Elvis Presley a bordo de su vagón privado, o de los milagros de los aviones y del televisor. Su vida es un riel que fluye y no tiene mucho sentido contar más de aquello que debe ser leído como lo cuenta Johnson.

Sueños de trenes. Denis Johnson Literatura Random House 144 páginas

Al final, Grainier muere como vivió: solo. Y flanqueado por oraciones con la funcionalidad de plegarias. La que abre el libro es: “En el verano de 1917 Robert Grainier participó en el intento de matar a un jornalero chino al que habían pillado robando, o al menos lo acusaban de haber robado, en los almacenes de la compañía ferroviaria Spokane International, en el corredor septentrional de Idaho”. Las que lo cierran son: “Y de pronto todo se volvió negro. Y aquella época desapareció para siempre”.

Y se cierra Sueños de trenes sólo para poder volver a abrirlo con un personal agradecimiento añadido al de su perfección: quien firma esta reseña puede descansar tranquilo sabiendo, tan pronto, lo que contestará el próximo diciembre cuando le pregunten una vez más acerca de cuál ha sido su libro del año.

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