FRéDéRIC BARBIER
De manera tan documentada como narrativa, Frédéric Barbier recorre la historia de las bibliotecas desde sus formaciones más embrionarias, cuando los libros apenas eran tablas de arcilla coleccionables. Una historia en nada ajena a los robos, la copia, la vida de sabios y reyes hasta la definitiva entrada del libro y el coleccionismo en la modernidad.
› Por Ignacio Navarro
Tratándose de libros, no está nada mal que en la antigüedad el robo y la copia hayan sido dos buenos mecanismos que permitieron la supervivencia de las primeras bibliotecas. Mirado de cerca, fue gracias a copias y robos que nacieron las primeras acumulaciones de libros que dieron origen a la institución. La copia encarnada en el fenomenal trabajo de transliteración hacia nuevos y más duraderos soportes: del papiro al pergamino y de allí al papel. Y el robo por parte de los emperadores y príncipes que saquearon cada rincón de su imperio para apropiar bibliotecas como si fueran botines. Siguiendo esta historia material de las bibliotecas propuesta por Frédéric Barbier, el recorrido también está guiado por un principio fetichista de acumulación de objetos y la búsqueda de legitimación de los reyes que también querían ser sabios. Además, se trata de repasar el recorrido de una institución que, gracias a la Modernidad, abandonó la funda mortuoria del atributo monárquico para convertirse en un espacio de sociabilidad y conocimiento más o menos democrático y laico.
Para reconstruir su Historia de las bibliotecas, el historiador de la cultura Frédéric Barbier se remonta a la formación más embrionaria, cuando los ejemplares eran tablas de arcilla talladas. La primera de la que se tenga registro estaba conformada por miles de esas piezas. Pertenecía al rey Asurbanipal durante el siglo VII a.c. en Nínive, Egipto. Se trataba de un rey culto: él mismo había corregido y copiado los textos. Allí, en cierta articulación de almacenamiento, conservación y catalogación del material, comienza a prefigurarse el modelo de Alejandría, que, por primera vez, propondría un proyecto de escala universal. La dinastía de los Ptolomeo funda esa biblioteca, que constituyó el modelo de todas las que le seguirían. El objetivo encomendado a los bibliotecarios de entonces era “conservar un ejemplar de todas las obras que existían”. La primera versión de la Torah es de aquellos tiempos en los cuales Ptolomeo III compraba los originales de Esquilo, Sófocles y Eurípides por 400 kilos de oro. Los disturbios políticos e incendios provocados por Julio César pusieron fin al ambicioso plan de la primera de las bibliotecas universales. Porque, como advirtió Borges: “Quemar libros y erigir fortificaciones es tarea común de los príncipes”.
Las transferencias sucesivas entre monarcas de todas las épocas, las conquistas y reconquistas de los territorios, fueron tallando lentamente en la historia antigua cada una de las herencias y supervivencias que habilitaron la continuidad del modelo bibliófilo. Los enemigos comunes en todas las épocas: el fuego, la guerra, la humedad y los opositores. Agentes que hicieron estragos en el patrimonio libresco de la humanidad desde siempre. Por otra parte, cada época, fundamentalmente, sólo copió los textos que consideró necesarios. Durante la Alta Edad Media y la antigüedad tardía, el cambio de soporte, del papiro al pergamino, provocó la pérdida de una considerable cantidad de bibliografías que no pasaron el casting del oscurantismo. Como contrapartida, la confirmación del cristianismo como religión oficial impulsó la creación de cientos de abadías que incorporaron la biblioteca y permitieron la profundización y continuidad de un dispositivo que pasó a ser central para propagar la Fe. Hacia el año mil, el crecimiento demográfico y comercial europeo se expresó en la formación de tempranas ciudades que en un incipiente proceso de modernización cobijaron el germen de nuevas y mejores bibliotecas. La puntada final de ese largo proceso que transformó al libro en el principal medio de comunicación hasta bien entrado el siglo XIX, y a la biblioteca su espacio privilegiado, fue una vertiginosa combinación: reforma protestante, invención de la imprenta y protocapitalismo. La de las bibliotecas es la historia de una grandiosa transferencia de información de una generación a la siguiente y de cómo las herencias griegas y romanas se sobrepusieron a todas las calamidades para permanecer en el horizonte de conocimiento de la civilización occidental y mundial. Pero la máxima benjaminiana expresa el perfil doloroso del confort: todo documento civilizatorio sería a su vez un testimonio de la barbarie. El autor lo deja entrever: las bibliotecas son también el fruto de pujas y disputas políticas no exentas de cierto grado de crueldad e injusticia. Es paradójico que, además de las importaciones y los viajes, sea principalmente como “botín de guerra” que las colecciones viajaron de Grecia a Roma, y de Roma a Venecia y Florencia, y de allí a París, Londres y Berlín, sucesivamente, para efectuar dicho traspaso cultural. “Las peripecias y mudanzas constantes ilustran la importancia atribuida, en ese entonces, a una rica biblioteca, que representaba no sólo un capital financiero sino también un capital simbólico que engrandecía la figura de su propietario”. Hernando Colón, hijo de Cristóbal, fue un coleccionista empedernido que como su época, llevaba la búsqueda de universalidad y la conquista en la sangre: llegó a conformar en España una biblioteca de 15 mil ejemplares, “quizás la más grande de su tiempo”. También, habría sido uno de los primeros en guardar los volúmenes en estanterías, una invención de larguísimo alcance. Custodiadas por malhumorados carcamanes que hacen las veces de bibliotecarios y legiones de ñoños que encuentran allí un sosiego frente al murmullo infinito de la ciudad, las bibliotecas, desde siempre, se engendraron primero como artefactos de silencio que ofrecían primordialmente un espacio de lectura y reflexión a los sabios y monarcas. Su perseverancia en la quietud es un denominador común y un alivio. Pero, si algo distingue a la biblioteca, además de su programado silencio, es el vínculo legendario que la articuló con el poder. Ya sea como atributo del príncipe o fondo bibliográfico de la naciones modernas, encerraron siempre un tipo de conocimiento específico y erudito que, desde la invención de los volumina (papiros enrollados), se fue almacenando de manera creciente en la cuna misma de las civilizaciones con el objetivo de legitimar la divinidad de los poderes en vigencia. También, afortunadamente, el libro de Barbier describe la lenta y esforzada parábola de cómo un atributo reservado a la realeza se transformó en una obligación de los estados modernos con sus ciudadanos.
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