Dom 20.03.2016
libros

PAULA CANELO

DICTADURA, ESPEJO Y LABERINTO

A cuarenta años del Golpe militar de 1976 son varios los libros que desde diferentes perspectivas rescatarán historias, testimonios y memorias de aquellos años. Entre ellos, La política secreta de la última dictadura argentina (Edhasa) de Paula Canelo, reconstruye la intensidad política que llevaron a cabo los militares del Proceso hasta quedar encerrados en la parálisis de su propio laberinto, al que fueron empujados por la compleja armadura institucional de un gobierno que, basado en un pacto de sangre, quiso refundar la Nación. En esta entrevista, Canelo, socióloga e investigadora, explica cómo fue trabajar con las Actas Secretas de la dictadura halladas en el edificio Cóndor en 2013 y con los planes políticos que militares e intelectuales civiles reescribían febrilmente año tras año, sin poder hacer pie en la realidad.

› Por Claudio Zeiger

Más de una vez nos hemos preguntado por qué no abundan las novelas de dictadores en la literatura argentina, o por qué se ha recurrido a figuras históricas como Rosas o Perón para hacer nuestros humildes aportes a los territorios del Tirano Banderas, de Yo, el supremo o El señor Presidente, teniendo tan genuinos dictadores de las reales dictaduras argentinas, seres que no han inspirado esas barrocas representaciones del terror supremo y metafísico de un dictador, un caudillo total. En todo caso, es posible que quien más se haya aproximado al género fue Claudio Uriarte con Almirante Cero, la biografía de Massera. Uno podría argumentar, en definitiva, la falta de carisma de nuestros dictadores. El hecho de que ninguno de ellos fue un dictador con un mínimo sesgo popular, que ni siquiera se proponían ser demagogos. Pero quizás haya algo más. Sonaría raro, o exorbitante, decir que en el caso del Proceso de Reorganización Nacional la explicación es que fue una dictadura “institucional”, un armado colectivo de las fuerzas, que quiso ocupar todos los espacios para eludir los personalismos. Ellos, tan luego, que se reclamarían herederos de la generación del 80, no podrían comprender, obturados por Perón (el horror reflejado en el espejo militar), al verdadero modelo de fusión político-militar: Roca.

Y con esto no se quiere decir que los del Proceso fueron militares más legalistas que sus pares de otros países sino que fue una dictadura paradójicamente institucional. Comprometió a las Fuerzas Armadas no sólo en una lucha total contra un enemigo total al que llamaban subversión sino que, además, quiso refundar la política y sus instituciones para luchar contra el populismo y la demagogia; quería legitimarse como un poder más de la república y para eso buscaba salidas “institucionales” y, cuando se acercaba a ellas, se replegaba sobre sí misma, retorciéndose en su propia inmovilidad política; que repartió el poder en tercios y por lo tanto no tuvo una figura fuerte central; que para salir de la trampa de su impotencia y su inmovilismo hizo estallar todo en pedazos declarando una guerra imposible: la que no podía ser ganada. Y entonces, tenemos, tuvimos, novelas de la dictadura sin dictador y novelas de Malvinas sin épica. Y tuvimos diversas narrativas sobre los tiempos militares —las dictaduras— pero donde curiosamente se empezaría a desdibujar el ethos miltar, constituyéndose el milico, con el tiempo, en un sujeto extraordinariamente opaco, afantasmado, de la historia argentina.

Ya teníamos la sospecha de que varias claves de lectura sobre estas cuestiones que interesan a la historia, a la literatura y a otras disciplinas que las atraviesan y envuelven, estaban insinuadas en un libro de bajo perfil y potente lupa: El Proceso en su laberinto: la interna militar de Videla a Bignone, publicado por Prometeo en 2008. Su autora, la socióloga Paula Canelo, partía de la declarada intención de tener una mirada política sobre la dictadura. Esto quería decir: no negar que los militares de Videla, Massera y compañía venían a aplicar el plan ultraliberal de Martínez de Hoz, pero tampoco quedar encerrados en un “economicismo” reduccionista. Que había una esfera autónoma de la política ejercida por los militares. Que había feroces internas militares, no sólo interfuerzas (la que se intentó resolver con la mágica fórmula del 33 por ciento para cada una y un presidente). Había militares moderados (no significa que fueran “palomas” sino que moderaban entre las alas extremas: los duros y los politicistas) y esos moderadores impusieron el pacto de sangre a todos los milicos: las Fuerzas Armadas eran victoriosas en la lucha contra el enemigo y nadie podría cuestionar esto. Después se podían conversar otras cosas. Pero lo cierto es que esos caminos que los militares fueron abriendo entre 1977 y la guerra de Malvinas los fueron hundiendo cada vez más en las entrañas del laberinto que ellos mismos habían creado. El libro de Paula Canelo ponía en el centro de lo militar a los militares y desde ellos empezaba a desplegar el caleidoscopio de la dictadura que incluía civiles: economistas, intendentes, empresarios, intelectuales. Ahora, en su nuevo libro publicado en estos días en que se conmemoran los cuarenta años del golpe del 76, La política secreta de la última dictadura argentina, vuelve sobre la cuestión política de la dictadura y agrega una buena dosis de misterio y enigma, acercando quizá la frustrada novela de dictador a la novela de espionaje conspiranoica, ya que la palabra clave en esta nueva entrega es “secreto”. El secreto y sus alrededores. En primer lugar, documentos que fueron encontrados en 2013 en el edificio Cóndor de la Fuerza Aérea durante la realización de tareas de mantenimiento y limpieza: Las Actas Secretas de la Dictadura. Y también otros materiales documentales como los planes políticos de circulación restringida, obra de militares y también de civiles que colaboraban con ellos o pretendían ser sus intelectuales orgánicos.

Se trata de un material profundo, agobiante y, a la luz de los hechos reales de esos años, desquiciado, casi sin posibilidad de encarnar en el mundo real; papeles escritos en las febriles entrañas del laberinto.

A propósito de laberinto, es notable que Paula Canelo comience su libro —el primer capítulo, en rigor— con un epígrafe de Borges. Y no porque Borges sea ajeno a todo lo que puede reflexionarse aquí sino porque encaja en forma tan luminosa en esta oscuridad. Dice, en “La Pesadilla”: “Entremos en la pesadilla, en las pesadillas. Las mías son siempre las mismas. Yo digo que tengo dos pesadillas que pueden llegar a confundirse. Tengo la pesadilla del laberinto... Mi otra pesadilla es la del espejo. No son distintas, ya que bastan dos espejos opuestos para construir un laberinto”.

“Con las imágenes del laberinto y el espejo busqué dar cierto golpe de efecto, tocar la familiaridad del lector no especialista para atraerlo hacia la lectura sobre temas difíciles como la última dictadura”, dice ahora Paula Canelo, con su flamante libro en la calle a pocos días del 40 aniversario del golpe. “El laberinto podría ilustrar, por ejemplo, el intrincado diseño institucional que la dictadura militar diseñó para sí misma, o los tortuosos procesos de tomas de decisiones que en muchos casos terminaron en un callejón sin salida. El espejo, y sobre todo la idea de espejos opuestos, podría referirse a las fracciones internas que convulsionaron al Proceso desde adentro. Pero las referencias a Borges que uso en el libro no buscan banalizar a Borges ni a sus extraordinarias metáforas, ni darles un sentido interpretativo o teórico sobre la dictadura. Nunca me acerqué al Proceso entendiéndolo como una pesadilla, y esto no implica en absoluto negar la atrocidad de los crímenes del terrorismo de Estado, ni de la inhumanidad de las torturas o de las desapariciones ni de otros métodos aberrantes que usaron los militares y sus socios civiles en su desquiciada apuesta de refundación de la sociedad.”

Yo pensaba en narrativas de la dictadura. En gran parte no hay novela de dictadores con los militares de la dictadura porque les faltaría el relieve único, el toque monstruoso que en verdad se diseminó por toda la dictadura.

—Creo que lo más importante que podemos hacer con los militares y civiles que condujeron el Proceso es historizarlos, quitarles el velo de la monstruosidad, entenderlos como hombres relativamente comunes puestos a gobernar, a hacer política, en un contexto histórico dado. Creo que es fundamental restituirle historicidad y politicidad al Proceso, eso nos va a permitir comprender más profundamente la experiencia traumática de la dictadura, qué sucedió, por qué sucedió y cómo pudo suceder, recuperando las emblemáticas preguntas de Arendt. Dada la naturaleza de muchas de sus medidas y de los efectos irreversibles que provocaron en nuestra sociedad, la última dictadura siempre fue mirada como un período de excepción, un fenómeno digamos anormal, desatado como una tormenta feroz. Pero creo que es hora de empezar a estudiarla, a entenderla, en aquello que tuvo de “normal”. O mejor dicho, en aquello que la experiencia de la dictadura nos dice sobre lo que fue “normal” en nuestra sociedad. ¿Qué podemos ver de funcionamiento cotidiano, básico del poder dictatorial después de descorrer el velo de excepcionalidad? ¿Qué ocurrió durante la dictadura en los despachos y los cuarteles? ¿Quiénes eran los militares y civiles que condujeron la dictadura? Y lo más importante, ¿en qué fracasaron y por qué? Pilar Calveiro tiene una forma maravillosa de expresar esto. Ella dice que en la historia de los hombres no existen paréntesis inexplicables. Y que es en esos “períodos de excepción”, en esos momentos traumáticos que las sociedades tratan de olvidar, donde es posible descubrir los secretos y las vergüenzas del poder cotidiano. Allí, detrás del velo con el que se recubre el poder absoluto, es donde podemos descubrir las debilidades y las miserias de ese poder. Eso es lo que busca en gran parte este libro.

En varias oportunidades hacés hincapié en el carácter fundacional o refundacional que se adjudicaba el Proceso. En ese contexto, pareciera que los militares más formados hacían espejo con la generación del 80. ¿Cómo se fue dando esa conexión?

—La ilusión de refundar un país “indómito” e “ingobernable” siempre estuvo presente en las mentes y las plumas de las elites argentinas. Esa voluntad de refundación se volvió por supuesto más fuerte tras la aparición del peronismo como movimiento de masas, y con la simultánea aparición del antiperonismo en todas sus formas. Y esta vocación refundacional encontró en el Proceso su punto más alto. Entre los civiles y militares que llevaron adelante la dictadura había un diagnóstico muy claro: el peronismo era lisa y llanamente el mal absoluto y debía ser extirpado definitivamente de la vida política argentina. Sobre todo porque era la puerta de entrada a la “subversión”. Por eso, y a pesar de sus enormes contradicciones internas, el antiperonismo amalgamó a los elencos del Proceso. Todos, desde Jaime Perriaux hasta Américo Ghioldi, ambos intelectuales del régimen, desde los más liberales a los más nacionalistas, desde los más politicistas a los más duros, estaban de acuerdo en que había que exterminar al peronismo. Los militares y civiles procesistas se sentían herederos de la generación del 80 porque se pensaban a sí mismos como una elite ilustrada, opuesta a la irracionalidad de las masas, y porque el imaginario del 80 les otorgaba, junto al antiperonismo visceral, la posibilidad de mantenerse unidos. La generación procesista de 1980 fue todo menos coherente, fue una mixtura que con el tiempo se volvió explosiva entre nacionalistas, desarrollistas, corporativistas, paternalistas, católicos, conservadores, liberales, tecnócratas. El lazo con los padres fundadores de la elite venía de un puñado de mitos que Emilio de Ipola y Liliana De Riz llamaron “la ideología argentina”: la Argentina como un país rico, ilustrado, pujante, ordenable desde arriba, jerárquico, disciplinado. Un país sin política, en otras palabras, o donde la política estuviera reservada a los mejores.

Vos investigás lo que podría llamarse el ethos del militar argentino, lo que lo constituye. Y, a la vez, leyendo tus libros, queda la sensación de que todo lo que intentaron hacer como política termina en un discurso psicótico que no logra perforar el exterior, queda atrapado. Y eso vale tanto para militares y civiles de la dictadura.

—Ser militar y hacer política es una contradicción en los términos. El vínculo entre militares y política no sólo es conflictivo sino que también es antagónico. Y por eso siempre me resultó tan interesante estudiar a los militares haciendo política. La política les es hostil por formación y desempeño profesional, las Fuerzas Armadas, por ejemplo, raramente tienen la oportunidad de negociar o consensuar. Los militares están educados para mandar a sus subordinados pero sobre todo para obedecer las órdenes que deben ser dictadas por quienes gobiernan. Hubo un desafío de gobierno que tuvo que enfrentar el Proceso, que lo diferenció de otras dictaduras. El Proceso fue una dictadura institucional, es decir una dictadura en la que las Fuerzas Armadas gobernaron como instituciones comprometidas íntegramente, no sólo en la represión sino en todos los asuntos del gobierno y el Estado. Esto los llevó a balcanizar completamente el aparato gubernamental. Hay una anécdota que narra el general Villareal, entonces secretario general de la Presidencia, que es muy reveladora de esto. Volvía de la jura de Videla como presidente junto con el comodoro Miret, secretario técnico, y el capitán de navío Carpintero, secretario de Información Pública y hombre de Massera. Y que les dijo: “Bueno, vamos a tener que trabajar en equipo”. A lo que Carpintero le respondió: “Acá soy el jefe de un barco, y como tal respondo directamente al comandante en jefe de la Armada”.

¿Cómo fue trabajar con las actas secretas del Proceso y otros documentos de circulación muy restringida, material inédito o poco conocido?

—En La política secreta de la última dictadura trabajo con dos grandes conjuntos de fuentes, secretas, reservadas o de circulación restringida. Por un lado los llamados Planes políticos que venían siendo analizados por mí misma y por otros investigadores, y que llegaron a nosotros por haber ido pasando de mano en mano entre funcionarios de la dictadura e investigadores y periodistas. Por otro lado, las Actas secretas de la Junta Militar, descubiertas en 2013 en el edificio Cóndor. Los planes políticos fueron redactados entre 1976 y 1979 por importantes instituciones de gobierno como la Junta Militar, la Secretaría General de la Presidencia, el Ministerio de Planeamiento. El segundo gran conjunto que analizo en el libro son las Actas Secretas, el fondo documental más importante que haya sido hallado sobre la Junta Militar. Son 280 actas y fue encontrado completo, lo que resulta extraordinario entre los documentos con que contamos los investigadores sobre el pasado reciente. Ahora se encuentran on line en el sitio Archivos Abiertos del Ministerio de Defensa y pueden ser consultados por quien lo desee gracias al gran trabajo de digitalización que hizo la Dirección Nacional de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario, dirigida entonces por Stella Segado, durante la gestión de Agustín Rossi.

¿Qué te confirmó y que te agregó a lo que ya habías investigado y escrito en El proceso en su laberinto?

—La aparición de las Actas Secretas nos permite completar esta historia trunca y explicar qué pasó finalmente con el Plan Político del Proceso entre otras muchas cosas. Ahora sabemos cómo y por qué la dictadura abandonó entre 1979 y 1983 sus objetivos políticos refundacionales para atrincherarse frente a los civiles defendiendo la impunidad. Yo pude reconstruir en el libro tres momentos de la derrota política de la dictadura. El primero fue diciembre de 1978, cuando renunciaron a sus cargos los miembros de la Secretaría General de la Presidencia, el general José Rogelio Villareal; su subsecretario Ricardo Yofre y varios asesores políticos vinculados a la UCR balbinista. Ellos eran el puente entre la presidencia de Videla y los políticos afines, especialmente Ricardo Balbín. Con estas renuncias perdió poder el principal grupo que defendía que el Proceso debía acercarse a los políticos para integrarlos al gobierno y negociar. El segundo momento fue septiembre de 1979, cuando visitó la Argentina la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, con un tremendo impacto en el escenario político. Las Actas muestran cómo la cuestión política literalmente desapareció de la agenda de la Junta durante la visita de la CIDH. En su lugar avanza una preocupación abismal: cómo evitar la revisión de los crímenes del terrorismo de Estado. Y por último, la guerra de Malvinas. El desastre de la guerra tiene muchas consecuencias devastadoras para las Fuerzas Armadas y para el gobierno militar, pero una de las más importantes es que la derrota militar en la guerra lleva a la derrota en la política. Los militares pierden el principal atributo que les había permitido controlar el juego político y asegurarse la impunidad por los crímenes. Pierden la posibilidad de hacerle creer a la sociedad de que son las “Fuerzas Armadas victoriosas”. Esa imagen desquiciada de héroes y mártires que se sacrifican por salvar a la Nación de la “agresión subversiva” se diluye frente al avance inevitable de la vergüenza institucional, la condena pública, el juicio de la historia y de los hombres.

Los secretos de la dictadura se pueden ir revelando. Estados Unidos anuncia que va a desclasificar los archivos de la dictadura. Está la verdad histórica pero también resulta ineludible que la investigación de temas tan densos necesita de toda la lucidez y la imaginación del investigador.

—Hay una segunda referencia importante a Borges en el libro, una cita de “El Etnógrafo” con el que abro las conclusiones vinculada a los secretos. El etnógrafo era un tesista al que su universidad le había recomendado estudiar lenguas indígenas, para lo cual su tutor de tesis lo manda a vivir durante un largo tiempo en una tribu. Su trabajo es descubrir el secreto de esta tribu y poseerlo. Lo que finalmente encuentra este joven y lo que le revela a su tutor cuando regresa de su viaje es que después de haber tenido un vínculo privilegiado con ese secreto, después de poseerlo, ha logrado entender algo más: que lo que vale no es el secreto sino los caminos que lo condujeron a él. Sin dudas que muchos de los archivos que aún siguen ocultos sobre la dictadura probablemente contengan información vital para por ejemplo, encontrar a los nietos, o poder ubicar el destino de los restos de los desaparecidos. Pero las fuentes, por más secretas que sean, no hablan solas. Siempre es necesario hacerlas hablar. Es fundamental tener un investigador formado que haya estado muchos años recorriendo ese camino que, dice el etnógrafo, hay que andar, y que sepa cómo ponerle significado, contenido histórico y político a esas fuentes. Y también un lector interesado, atento y crítico, para que esas fuentes hablen otra vez.

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