MARTíN BERGEL
En El Oriente desplazado, Martín Bergel sigue las pistas historiográficas y culturales del orientalismo en la Argentina y América latina. Desde la valoración negativa y sarmientina del siglo XIX hasta su lenta transformación positiva desde los años de la Primera Guerra Mundial. Una forma de rastrear, con mucho rigor y una bien sostenida narrativa, los orígenes del tercermundismo.
› Por Juan Laxagueborde
El historiador Martín Bergel escribió una tesis de doctorado que investiga una palabra para entender las derivas de su sentido y que se transformó en este libro que ahora leemos. Esa palabra es Oriente. El Oriente desplazado se sostiene en un rastreo bibliográfico importante y una exposición pareja de los resultados de lectura que viene a decir dos cosas. La primera y más explícita, que las valoraciones sobre lo que significaba Oriente como término que definía el retraso, la prehistoria, cuando no directamente la barbarie, sufrieron transformaciones concomitantes al pasaje que va del siglo XIX al XX y que este movimiento sienta alguna de las bases para la proliferación en la Argentina del discurso tercermundista. En segundo lugar, si alejamos la perspectiva, si pensamos al libro como una estructura también de metáforas mayores, indica la precariedad de las palabras, la inercia constante en la que viven, dejando atrás siempre el pasado de acepciones para integrar a su significado planos y planos de sentido que son capas de historia y dejos de vida. A partir de la tradición de Sarmiento y para adelante, Bergel busca las maneras en la que aparece cifrado u obvio el debate por lo que el Oriente, esa otra mitad del mundo entendida como territorio social y culturalmente indiviso, contiene de tradición muerta.
La discusión tiene una punta de riel en la opinión sarmientina de que “nuestro Oriente es Europa”, esto es lo mismo que sostener que detrás de ello no hay sino la oscuridad o que lo que hay se parece a esa pampa definida en el Facundo como una “nada”. Detrás de esa oscuridad o esa ausencia de vida está la obsesión contra España, vinculada por Sarmiento a Oriente por las cercanías de la península con Africa: “España debe cargar con los principales atributos de los moros: la crueldad, el fanatismo, el despotismo, la ineptitud y aún la debilidad”, las marcas de la discusión todavía movediza hacia 1850 de la supervivencia de lo monárquico en lo independizado. Hay que aceptar la recurrencia con la que los trabajos de crítica cultural argentina a partir de David Viñas, pero probablemente antes también en las consideraciones terribles dichas y escritas por Ezequiel Martínez Estrada, se tensan desde Sarmiento y ven en él una primera piedra arrojada a la conversación altisonante de los debates argentinos. Pero no es el sanjuanino el único esmerado en la vituperación contra lo oriental, aparecerá también Lucio V. Mansilla, el primer viajero loco que trataba de negociar telas y productos exóticos a la vez que contemplaba con romanticismo el “cuadro tan grandemente melancólico y siniestro” del atardecer en la zona del canal de Suez. Bergel pone el dedo en la llaga y habilita una pregunta interesantísima a través de una afirmación paradójica: “nunca tendrá para con el otro oriental la misma sensibilidad que supo exhibir para con el otro gaucho en su célebre Una excursión a los indios ranqueles”. De este modo el libro es también un ejercicio de lectura de las relaciones de la aun hoy joven nación Argentina con la vastedad de sus linajes culturales, así como también con los afluentes milenarios, ya ni siquiera europeos o inmigratorios sino más bien mitológicos o imaginarios, de los que proceden sus palabras políticas, sus instituciones pero también sus bailes o sus maneras gastronómicas. De estos temas se encarga un libro injustamente no aludido en el ensayo e irreverente en la forma en que imagina la composición de una población a través de un arquetipo, El payador, de Leopoldo Lugones, que funciona también como una bisagra hacia el siglo XX. Para disponer el giro valorativo del Oriente, su desplazamiento definitivo a una instancia de centralidad de los debates geopolíticos y globales de la cultura argentina, Bergel pone otra pica de su línea de demarcación en el contexto de la primera guerra mundial, en las consecuencias de semejante transformación técnica de las naciones y de la violencia. Es el momento del “achicamiento del mundo” y de los dominios coloniales en casi todo África y Asia. También lo que se aceita es la prensa internacional y las noticias de un día para el otro. Son las apariciones de Oriente en la prensa argentina las que remarca como los primeros signos de una reconsideración: una “familiaridad impensada treinta años atrás”, donde se filtraba una crítica antimperialista y cierta piedad o atención a las particularidades de aquellas poblaciones, graficadas con belleza y estruendo por lo que para aquellos años también era una novedad, el escritor profesional, el letrado modernista prestigioso que ahora ejercía corresponsalías contándole a los países el mundo. Es con las penas de la primera guerra que Europa sufre una herida importante en su fuerza iluminista, se derrumba la estampita del progreso, “en ese marco se cristalizó el discurso orientalista invertido”, dice Bergel.
Es desafiante la idea de que con una época se derriten también algunas palabras que van a mantener su fonética pero no su sentido. Son los años veinte argentinos, donde cierta transformación cultural desacomoda al nacionalismo y al liberalismo por igual. Es la década de un libro clave y hondo: La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, que desde su diagnóstico impulsará otra bomba, esta vez de industria argentina, cuando once años después del alemán, Martínez Estrada publique Radiografía de la Pampa. Pero lo que vale es que de esa decadencia de una mitad surja la afición por la ascendencia de la otra. Bergel encuentra estas vueltas de hoja en los textos y los intereses del multifacético Ernesto Quesada o en un discurso indispensable para su hipótesis, “Por la Unión Latinoamericana”, donde José Ingenieros hermana los dramas sociales de Rusia, México y Turquía en el mismo párrafo. Esa “convocatoria ideológica” es para Bergel ejemplo del “orientalismo invertido” y anticipo de las luchas poscoloniales de los países del tercer mundo dos décadas después.
Es clara la hipótesis, la fuerza de la torsión la encuentra Bergel en dos puntales de la valorización del orientalismo: el espiritualismo y el antimperialismo. El primero como una afirmación de la vida por sobre la ciencia, de la subjetividad creadora por sobre el positivismo. Casi como una atmósfera cultural de aquellos años que une lenguas y territorios; hay que nombrar aquí el trabajo de María Pía López sobre el vitalismo en su Hacia la vida intensa, libro que se complementa muy bien con el que leemos. El segundo como una fuerza de equivalencias a la Laclau que articula discursos universalistas de acción política con ecos de la revolución rusa y el panamericanismo.
El libro empieza por los Viajes de Sarmiento y en la otra punta del tiempo (circa 1930) Bergel rescata las posturas del peruano José Carlos Mariátegui, el mismo que en su ensayo más famoso sobre la realidad de su país había lamentado que Perú no hubiese tenido un Sarmiento que todo lo acelere. Esa relación oblicua entre la fuerza romántica de Sarmiento y el marxismo raro de Mariátegui no está encomiada en el texto, que finaliza valorando el cosmopolitismo pero negándose a ensayar interrogantes sobre las marcas actuales del Tercer Mundo como factor político, por ejemplo. Bergel hurga los archivos con fineza pero no expresa las consecuencias subjetivas de sus hallazgos. Es una genealogía limpia, que trenza argumentos y demostraciones caras a la historiografía ligada a clasificar ideas como si fueran fenómenos fechados, pero no termina de expresar el drama de las lecturas críticas. Sin embargo queda esa cuestión secundaria que señalábamos al principio, que se nos vuelve primaria: el periplo de un término, su sentido patinando por los siglos, la paradoja de las palabras que creemos manejar cuando se escurren y que intentamos alcanzar sin notar los espejismos.
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