ADOLFO BIOY CASARES
La figura de Adolfo Bioy Casares se fue consolidando en las últimas décadas, entre los años finales de su vida y tras la muerta de Borges, y la suya propia, como una de las más atractivas para reconstruir el corazón de la literatura argentina del siglo XX. Bioygrafía, de Silvia Renée Arias —quien ya se había dedicado a entrevistar y rastrear a Bioy en crónicas y memorias, autora de Bioy en privado y Los Bioy— se propone recrear una historia completa de Bioy Casares, desde los orígenes familiares y los libros primerizos hasta la amistad con Borges, el despegue con La invención de Morel, la relación con los Ocampo, el matrimonio con Silvina y una larga serie de sucesos en la vida de alguien que se consagró de lleno a la literatura, a la imaginación y las mujeres, sin perder el humor y la elegancia.
› Por Fernando Bogado
En esa rara colección de opiniones y anécdotas en forma de ensayo que es De las cosas maravillosas, el último libro publicado en vida de Adolfo Bioy Casares, no sorprende que se de cierre a toda una producción literaria con un texto que lleva por título “El humor en la literatura y en la vida”. No es extraño, decimos, porque si hay algo de lo que se ocupó específicamente Bioy Casares es de entretener, persuadir, conquistar al lector como si de un contrato amoroso se tratase. En ese ensayo final, persiste la intención de encontrar una clave a la vida, pero no como una despedida melancólica y abrumada por la rudeza de la muerte, sino como un chiste ligero, una expresión del wit inglés que tiene algo de humor de salón y mucho de la sutileza de una razón bien aplicada. Como esa broma final que recupera del anecdotario de Italo Svevo, famoso por ser amigo de Joyce y autor de la novela La conciencia de Zeno, quien minutos antes de su muerte pide “un último cigarrillo”, pero no como deseo final, sino como una última gracia en relación a sus frustrados intentos de dejar el tabaco, como si al pedirlo estuviese diciendo “no te preocupes, te juro que este es el último”. En esa anécdota de Svevo, en ese ensayo final de Bioy, en toda su obra y en su propia vida lo que se puede descubrir, en definitiva, es el intento de vivir intensamente, no por negar los muchos dolores y sinsabores que se van a encontrar en el camino, sino por acompañarlos con una gracia inteligente que hace a todo un poco más ligero, un poco más amable.
Ese humor, como él mismo reconoce, no es una forma de escapar de la realidad, sino de sumergirse en ella, como sucede con sus libros, en donde lo fantástico emerge desde el reconocimiento de la fragilidad de la realidad pero, aún así, de su carácter insoslayable. La invención de Morel (1940), el primer libro que Bioy reconoce como propio, no es otra cosa que una prolija disposición de todos los elementos que van a darse en su obra: el aparente escape de lo cotidiano, el cambio de algunas cosas supuestamente “reales” que, dispuestas en otro orden, resultan oníricas, pesadillescas, y la obsesión amorosa como motor de cambio, como punto de atracción (otro de los ensayos de De las cosas maravillosas tiene, no por nada, el explícito título de “Las mujeres en mis libros y en mi vida”). Las mismas características de la propia existencia de Bioy, si seguimos sus muchos intentos biográficos: Memorias, de 1994, y Descanso de caminantes, de 2001, editado póstumamente, sus crónicas de viajes (el breve e íntimo Unos días en el Brasil, de 1991) y sus “fragmentos” de diarios, si es que podemos llamar una obra “fragmentaria” a ese titán que es Borges, una selección de las entradas en donde Jorge Luis aparecía con contundencia, sobre todo, a la hora de la cena. Pero si todos estos pasajes son realizados a partir de las notas de Bioy, de sus consideraciones y pareceres, habrá ahora que sumarle a la lista los trabajos de los otros, los que buscan una perspectiva un poco más objetiva, si se quiere, con cierto afán totalizante, con las conocidas bondades de una biografía propensa al detalle. Eso precisamente encontramos en Bioygrafía, el trabajo de Silvia Renée Arias, texto que permite volver a “Adolfito” para propiciar un redescubrimiento de su figura más allá de esa idea del dandy bon vivant al que le gustaban los amoríos casuales y la literatura fantástica.
“Son muchas las razones por las cuales escribí este libro, que en realidad comenzó secretamente a escribirse cuando conocí a Bioy Casares, en 1994”, señala la autora, quien ya tiene en su haber dos trabajos sobre ABC: Bioy en privado (1998), que recoge conversaciones con el autor, y Los Bioy (Tusquets, 2002), que recupera la vida cotidiana del matrimonio de Adolfo y Silvina Ocampo desde el punto de vista de su ama de llaves, Jovita Iglesias de Montes Blanco, entrevistada por Arias. “Volver a la figura de Bioy Casares respondió a la necesidad de escribir el libro que quería leer. Un libro que me contara su historia de modo totalizador, en efecto, y no ya en fragmentos que, aunque muy interesantes, me dejaron siempre con el deseo de imponerles un cierto orden. Me refiero a sus diarios íntimos, a Memorias y a Borges. Un cierto orden que comencé a vislumbrar en ocasión de trabajar en el primer guión de una película que finalmente no se llevó a cabo, basada en Los Bioy, y que me dio la pauta de ese, para mí, perturbador fragmentarismo”.
No son pocos los escritores que tienen una obra de juventud de la cual reniegan por cuestiones de pudor, creyendo que en esos trabajos seminales no hay nada salvo buenas intenciones. Bioy no es la excepción a la regla: siempre tuvo en muy baja estima esas primeras seis publicaciones, las cuales consideraba, en líneas generales, como un intento de conformar a la crítica y a los otros escritores antes que responder a lo que el libro mismo requería, a lo que una buena historia necesitaba, cosa que aprendió con el paso de los años. La diferencia radical con respecto a todo otro escritor es que esas primeras obras de Bioy, todas anteriores a 1940, no se han reeditado y son prácticamente inhallables. También, en esos primeros textos, se encuentra la sombra vigilante de su padre, quien corrigió y pagó el primer libro de su hijo, Prólogo (1929), abonando la suma de 180 pesos (lo cual equivalía a casi tres veces el sueldo mensual de un empleado doméstico). “La relación de Bioy con esos primeros textos era mala. Muy mala”, remarca Arias. “Cuento en el libro que cierta vez me comentó que estaba muy contento porque Carmen Balcells, su agente, había dado marcha atrás en su peregrina idea de reeditar esos libros, y venía de decirle que él tenía razón, que eran impublicables. A Bioy le deprimía recordar las críticas que le habían hecho (aunque se reía, también, cuando lo mencionaba); pero sobre todo no podía tolerar la deficiencia de esos textos, ‘deficiencia de armonía, equivocación en los énfasis, imposibilidad de terminación’, como él mismo escribió y, me animo a decir, acaso volvía a sentir la angustia que le había provocado por entonces sentir que no era inteligente, o que la inteligencia que creía tener no era suficiente para lograr buenos textos”.
La llegada de Borges a la vida de Bioy cambia las cosas. Si bien se conocen en 1931, será en un ya legendario trabajo que encaran en 1935 lo que los unirá mucho más. Adolfito tenía como misión escribir un folleto sobre la leche cuajada digamos, el yogur para la empresa de la familia materna, La Martona, pionera en la industrialización de la producción láctea nacional, fundada en 1889 por Vicente Casares (quien le puso este nombre por su hija, la madre de Bioy, Marta). El trabajo era bueno, estaba bien remunerado (16 pesos por página), y Bioy decidió convocar a Borges, quien estaba pasando por un momento de penurias económicas y no le venía para nada mal el dinero. En esa semana en Rincón Viejo, en Villa Pardo, estancia también familiar, ese folleto repleto de exageraciones, citas bíblicas y datos inventados (pero no por eso menos deliciosamente escritos) sería la primera colaboración de una amistad literaria casi mítica. Y que también, claro, ha tenido sus polémicas.
Afirmás en el libro que “Borges descubriría que, en realidad y secretamente, el maestro era Bioy”, yendo a contramano de lo que en teoría, crítica e historia literaria argentina ha quedado como una suerte de valoración cerrada: la superioridad de la obra de Borges por sobre la de Bioy. ¿Cuáles serían los puntos de este lugar común con los que el libro parece polemizar?
—La superioridad de la obra de Borges sobre la de Bioy es indiscutible, por supuesto, y en mi libro no hay planteo ni se polemiza, ni directa ni indirectamente, sobre el tema. Es mucho más sencillo que todo eso: era un juego de gentilezas en la que no faltaba verdad. Cuando Borges decía que en realidad, y secretamente, el maestro era Bioy, se refería a que le ayudó a lograr un estilo más depurado. Sus mutuas colaboraciones comenzaron —con el ya legendario folleto sobre el yogur— con un estilo “pomposo” que a los dos les divertía muchísimo, y siguió con un lunfardo exagerado, rebuscado. Al mismo tiempo, Bioy apreció ya desde aquella primera redacción un aprendizaje que iba a deberle a Borges. Hay testimonio de la lógica de ese intercambio, sin ir más lejos, en las críticas que Borges hace sobre los primeros libros de Bioy, sobre Luis Greve, muerto, por ejemplo, que es de 1937. Basta echarles un vistazo a esas reseñas para advertir quién es el maestro y quién el aprendiz. Que después, con los años, eso se haya revertido es, insisto, un intercambio de gentilezas que demuestra, en definitiva, que los dos amigos se retroalimentaron, aprendieron de cada uno, cada uno en su estilo, y no cuesta nada creerles cuando decían que en los cuentos que escribieron juntos les costaba saber qué pertenecía a quién. Y en cualquier caso, ambos rehusaron, como decía Borges de Bioy, las más inevitables tentaciones de su tiempo.
¿Y la polémica que despertó la salida del diario de Bioy?
—El hecho de que el diario personal de Bioy lleve ese nombre se debe, en una primera lectura, a que en la mayor parte de su interesantísimo contenido se hace referencia a anécdotas y citas de Borges, en conversaciones con Bioy, y a que éste siempre tuvo el mismo deseo que tuvo James Boswell con respecto a la vida del Dr. Samuel Johnson. Descontando el hecho de que es probablemente la más espléndida biografía jamás escrita. Dicho esto, en una segunda lectura, me atrevo a decir que no hay ni siquiera en Descanso de caminantes, también fruto de los diarios íntimos de Bioy, tanta información, y tan jugosa, por decirlo vulgarmente, sobre la vida del propio Bioy que en ese libro. Ojalá se reeditara. Pero ese es otro tema. El hecho es que, si tuviera que buscar una razón a ese “entredicho” (que se lea como un anecdotario y no como un texto del propio Bioy), recurriría a una teoría que Bioy compartía con muchos, y que dice que en realidad uno no puede escribir sobre uno mismo, o sí puede pero no con tanta legitimidad, sino a través de otro. Ese otro, para Bioy, fue Borges.
Dos escritores están siempre en la órbita de Borges y Bioy, con mayor o menor independencia, según las épocas. Uno es Cortázar y el otro es Sabato. ¿Qué tipo de relación tenía con cada uno de ellos?
—Cortázar hubiera querido ser Bioy. El mismo lo escribe en su relato de Deshoras “Diario para un cuento”. Ambos son originales y complejos y nos llevan a preguntarnos qué es real y qué no lo es. En Cortázar abundan las situaciones superpuestas, los espacios imaginarios, pero, como ha señalado más de un crítico, es más que un cuentista de lo fantástico. También Bioy, quien mucho apreciaba a Cortázar y a quien visitó en París. Los dos eran tímidos y su amistad no evolucionó como Bioy decía haber querido, a pesar de estar en diferentes veredas en el aspecto político, debido a la distancia y a esa misma timidez. Pero ello no impidió que siempre se sintiera cerca de él, porque para Cortázar, como para Borges, la literatura era lo más importante en este mundo. En cuanto a Sabato, la relación entre ambos fue conflictiva, como se sabe, casi desde el comienzo, cuando se conocieron en casa de Bioy. Ciertas actitudes a las que aludo en el libro y de las que dio cuenta Bioy extensamente en sus diarios, incluyendo el episodio de un artículo crítico que Sabato escribió a propósito de La invención de Morel, no ayudaron a acortar distancias. Mucho me temo, además, que haya influido el concepto que Borges tenía de Sabato. Lo cierto es que, sobre el final de su vida, en efecto, Bioy volvió a ver a Sabato en ocasión de un par de homenajes y encuentros, y tuvo para con él un trato, como le gustaba decir, civilizado.
Bioygrafía es más que una biografía de Bioy Casares. Es también el retrato de una Buenos Aires de esplendor a comienzos de siglo XX que va desapareciendo lentamente a lo largo de la última década del período. Y es, claro está, la presentación de las propias contradicciones y elecciones de un hombre y, sobre todo, de una clase que vive esa decadencia: sobre el comienzo del libro, el mundo de los Bioy queda retratado en dos o tres anécdotas que son determinantes. Como aquella que se da en 1930, en donde los Bioy reciben con aplausos el golpe militar de Uriburu, ya que consideran a Yrigoyen caprichoso en política interna y con una política exterior desastrosa. El doctor Adolfo Bioy padre, inclusive, mantuvo siempre una abierta simpatía hacia el liberalismo, y hasta detentó puestos importantes en el poder, como el de Ministro de Relaciones Exteriores y Culto en 1931 y embajador argentino en la Asamblea General de las Naciones Unidas después del golpe de 1955.
Si bien no se puede negar la pertenencia aristocrática y el rol conservador que han tenido tanto los Bioy como los Casares en la historia Argentina, a medida que se acercaba el nuevo milenio la situación económica del propio Bioy Casares, heredero de ambas líneas, poco tenía que ver con el lujo y privilegio de otros años. Bioy fue también símbolo de ese mundo en retirada, ese mismo mundo que vivía de las exportaciones agropecuarias que fue desplazado por las finanzas y la especulación. Él mismo se declaraba incompetente con la empresa familiar (creía que el campo era “una fábrica de carne para venderla”) y se consideraba destinado a los malos negocios. Pero, pese a ello, en esa última y compleja década que le tocó vivir, también fue testigo de una suerte de recuperación de su nombre, de recolocación de su obra en nuevos y entusiastas lectores.
Bioygrafía también busca relacionar la vida de Bioy Casares y de los miembros de su familia con diferentes momentos de la Argentina, ¿cómo pensaste el tono para tratar al biografiado y a su tiempo sin descuidar lo uno ni lo otro?
—Yo quería volver a leer la obra de Bioy en el intento de relacionarla con aspectos de su vida y, aunque en menor medida, con el contexto político y social de nuestro país. Su vida se desarrolló durante casi todo el siglo XX. Me apasionó la idea de recorrer, aunque de un modo acotado, claro, un siglo de historia. Y en última instancia, escribir este libro me permitió a través de sus personajes y de su propia vida la ilusión de conocerlo un poco más. El tipo de tono que empleo en este libro, supongo que será materia de los críticos al dar su opinión. Todo lo que puedo decir al respecto es que prevaleció el respeto y el cariño que le tuve en vida y le tendré siempre, pero con la distancia necesaria, a la vez, para no contaminar el texto. Y no juzgar, sino presentar los hechos.
En la década de los ‘90, Bioy mantiene una relación particular con una nueva generación de escritores, especialmente, con Rodrigo Fresán, quien lo recupera como un modelo. Sin embargo, con el nuevo siglo, Bioy parece cada vez más distante: ¿qué tipo de explicación podrías encontrar con respecto a esa atención en los ‘90 y a esa relativa pérdida de interés de los 2000 para acá?
—En lo que concierne a Rodrigo Fresán, que mantuvo con Bioy una excelente charla a la que concurrió con Fito Páez y a la que hago referencia en el libro, Bioy lo conoció a través de otros amigos escritores que lo tenían en gran estima y lo consideraban, con acierto, un escritor muy interesante. Y no se le pasó por alto a Bioy algo que Fresán sostuvo en una entrevista, en donde dijo: “quiero pruebas fehacientes de que soy más joven escribiendo que Bioy Casares”. Compartían además el amor por el cine, pero sobre todo tengo entendido que Rodrigo, a sus doce años, después de leer “Los milagros no se recuperan” a su parecer y está en lo cierto una de las mejores historias fantásticas jamás hechas, Bioy hizo para él posible creer en fantasmas, “porque necesitaba ser escritor”. En cuanto a que Bioy fue recuperado en los años 90 por una nueva generación de escritores y, sobre todo, de lectores, no es un hecho menor la obtención del Premio Cervantes en 1990. Esa distinción volvió a hacerlo visible, por decirlo de algún modo, y se sumó a ello la pérdida de su esposa, Silvina Ocampo, a fines de 1993, y pocos días después, en enero de 1994, la de su hija Marta. Los medios periodísticos pusieron su atención en él, la gente reparó en su desdicha, los homenajes se sucedieron, todos querían tenerlo cerca. Su presencia en la Feria del Libro, cada año, atrajo a muchísima gente, sobre todo a jóvenes que descubrieron a un autor con el que uno se ríe casi todo el tiempo. El humor es un aspecto relevante en su obra, y creo que aquellos años cuadraron muy bien con cierta tendencia a pasarla bien, a entretenernos con cuentos y novelas, que no era otro el propósito de Bioy. Por supuesto que su literatura es mucho más profunda que un simple entretenimiento, pero Bioy tiene la capacidad de decirnos las cosas más crueles de un modo agradable. En lo que respecta a esta relativa pérdida de interés, que se verificó desde su muerte, acaso se deba al hecho de que Bioy emplea un lenguaje que hoy por hoy es arcaico y alude a una Buenos Aires que ya no existe, aunque en esto radica también su encanto. Pero tengo para mí que, en efecto, esa pérdida es relativa, puesto que su obra, gracias sobre todo a Daniel Martino, su albacea, ha sido reeditada, lo que supone un interés que no ha desfallecido. Los lectores de Bioy son fieles, siguen leyéndolo y releyéndolo, y espero que Bioygrafía, y este es otro de los propósitos de mi trabajo, y no el menor, obre como un estimulante para que se acerquen a él quienes todavía no lo han leído.
La relación entre Bioy y Silvina Ocampo ha sido siempre tachada de caótica pero, paradójicamente, también fue duradera y símbolo de cierta calma que raya la amistad. ¿Qué tipo de consecuencias en la obra de Bioy ha tenido este vínculo?
—Me atrevo a decir que la relación de Bioy con Silvina Ocampo pasó como sucede en casi todas las parejas que han vivido juntas durante muchísimos años por todos los estados imaginables, y un poco más: el deslumbramiento, el enamoramiento, el amor, las peleas, las infidelidades, otra vez el amor, el caos, la calma. Fue su amante, su mujer, su amiga, su madre, su todo. Y si bien en algún punto se podría pensar que fue cómodo para Bioy estar casado para rechazar del modo más elegante posible el asedio de otras mujeres, no menos acertado sería pensar que siempre la quiso mucho y que en su madurez ese cariño incondicional tuvo la fuerza que sólo puede impulsar el recuerdo de la juventud. Quiero decir con esto que, a mi entender, Bioy nunca dejó de ser un adolescente, como se constata fácilmente en casi toda su obra. Bastaba mirarlo a los ojos, a sus ochenta años, para no dudar de eso. Un adolescente o un joven veinteañero, y vivió toda su vida perpetuado en aquella juventud donde, por supuesto, brillaba una Silvina Ocampo en sus mejores tiempos: plantando árboles en la estancia Rincón Viejo, escribiendo juntos en la casa al calor del fuego, leyendo en el corredor, paseando con sus adorados perros por el monte de casuarinas. Bioy Casares, por otro lado, admiraba su inteligencia y puede decirse que si la Clara de El sueño de los héroes es una evidente alusión a Elena Garro, su amante más conocida, la Diana de Dormir al sol todo, o casi todo, le debe a Silvina. Su retrato es tan fiel así como el problema que se le plantea al protagonista que me atrevo a afirmar que quien quiera saber en profundidad sobre la pareja de Bioy Casares y Ocampo, y la influencia en su literatura no tiene más que leer esa espléndida novela. La novela que Bioy prefería, por otra parte.
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