JOHN BANVILLE
Entre el robo y el amor, el pintor que perdió la inspiración en La guitarra azul –última novela de John Banville– no pierde por ello las mañas ni la posibilidad de condensar una verdadera “retrospectiva Banville”. Mordaz, erótica, emotiva y maliciosa, la novela de Banville recupera uno de los grandes estilos actuales en lengua inglesa.
› Por Rodrigo Fresán
La guitarra azul, novela número dieciséis de John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) es –además de otra tan previsible como inevitable y bienvenida ocasión para el disfrute del mejor idioma y de un gran estilo– dos cosas dignas de mención y atención.
Por un lado, para el neófito, se convierte en la mejor puerta de entrada para el conocimiento e inmediato reconocimiento de este autor. Aquí, más que en ningún otro de sus títulos, se cuelga de las paredes y de las páginas una suerte de lograda retrospectiva/antológica de motivos y técnicas de lo que Banville ha venido haciendo desde hace casi medio siglo con el mejor inglés escrito y leído de estos tiempos.
Por otro, para el iniciado y seguidor, desborda de guiños para fans. Si La guitarra azul fuese un libro de Vladimir Nabokov –uno de los maestros reconocidos por Banville– entonces sería las recapituladoras Cosas transparentes o ¡Mira los arlequines!: un potente destilado de lo que vino y, en el caso de Banville, de lo que seguramente vendrá. Aquí, entonces, alusiones a esa dimensión alternativa delicadamente posapocalíptica y de parámetros diferentes (reminiscente de Demonia/Antiterra) que ya había sido manifestada en Los infinitos, a esa casa en la playa de El mar, a las maniobras formales y el inesperado twist final de Antigua luz, los juegos de palabras para despreciarse/admirarse a sí misma que utiliza la voz narradora de El intocable, a la muerte de una hija tiempo atrás como en Eclipse, a los paisajistas ficticios pero verosímiles y de firma y fonética casi anagramática de Athena (“Jean Vaublin, mon semblable, mejor dicho, mi gemelo”) que no hacen otra cosa que honrar la memoria del pintor que alguna vez Banville quiso ser y no pudo ser por sentir que no daba la talla. No importa: lo que Banville no consiguió con el pincel y óleo lo ha logrado con creces con pluma y tinta.
Y por encima de todo lo anterior (Banville ya lo advirtió en una entrevista del 2009 cuando definió lo suyo como “libro tras libro todos esos viejos amargados derramando su bilis en los oídos de los lectores”) un homo inequívocamente banvilleano: Oliver Orme Otway, alguna vez exitoso pintor que ha perdido el don y sufre de lo que denomina “rigor artis”. Y, detestable y detestador, mata las horas y se mantiene vivo arrasando y robando (el ser robados dota de una nueva vida a los objetos y acaso a las personas, se justifica) buena parte de lo que le rodea: matrimonio propio (con Gloria) y matrimonio ajeno (la Polly casada con su buen amigo el relojero Marcus) y reportando sus pequeñas destrucciones con esa singular primera persona que ya es marca de la casa: “Uno hace lo que hace y sale adelante como puede, sangrando y dando tumbos, igual que un elefante en una cacharrería... Ese es mi retrato: sin entereza, sin tenacidad, sin coraje”.
La guitarra azul –luego del incesante acontecer de lo paulatinamente revelado en la Trilogía Axel Vander/Cass Cleave– es acaso un libro donde poco y nada sucede y en el que Banville se inclina, también, ante otras dos nobles influencias: lo medular de las tramas Samuel Beckett revestido por la prosa brillante y purpúrea del Henry James tardío. Lo que sucede fuera no es muy trascendente (affair, fuga a los territorios de la infancia, reencuentro con esposa, un perro moribundo como desconsolado premio consuelo o algo así); lo importante es el modo en que Orme se pasa intentando y consiguiendo llenar el vacío entre él y todas las cosas. Su defensa –La guitarra azul suena casi a alegato ante los lectores y jueces– es su modo de pensar y de reflexionar; su arma contra las complicaciones del presente es ese acto tan banvilleista de hacer memoria para que se deshagan las complicaciones del aquí y ahora. Orme es, sí, un fugitivo sin demasiado espacio hacia donde huir. De ahí que se esconda en sus palabras cuidadosamente escogidas. Pero algo muy interesante ocurre a medida que el lector avanza por los pasillos del estudio donde Orme se estudia y se bosqueja: ese tono farsesco –como en un pentimento que revela la figura escondida bajo una naturaleza muerta; así somos testigos de la trama de la novela como si fuese apareciendo a medida que se remueven capas de pintura hasta revelar esa sorpresa de las últimas páginas– va dando lugar a un trazo cada vez más oscuro y dolido. Contemplando a la bebé Pip durante uno de los más logrados momentos de La guitarra azul (la visita al disfuncional hogar de los padre de Polly recordando un tanto a los catastróficos y domésticos episodios del Con distinta piel de Dylan Thomas) Orme piensa en que “Sí, no faltaba mucho tiempo para que su conciencia se diera de bruces con la dura realidad de que no era el centro del mundo. La nueva ciencia enseña, si lo he comprendido bien, que cada partícula, por minúscula que sea, se comporta como si fuese –y en cierto sentido es– el centro de la creación. Bienvenida a la especie humana, pequeña espécimen”.
Superado este trance reflexivo, Orme –entre lluvias de meteoritos, erupciones volcánicas, olas gigantes, vientos solares y el amor como ese “ingrediente secreto que siempre se olvida y se deja de lado”– vuelve a la acción y sigue haciendo de las suyas que, por suerte para nosotros, son también las de John Banville.
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