JOSEPH VOGL
Tan actual como dramático, el análisis del lenguaje financiero internacional que lleva adelante el filósofo alemán Joseph Vogl en El espectro del capital, revela la otra cara de un discurso pretendidamente científico e infalible. Cómo deconstruir buitres, burbujas, turbulencias y otras delicias del capitalismo salvaje.
› Por Ignacio Navarro
“Un fantasma recorre el mundo: el fantasma del capitalismo”. Inscripta en la tabla de cotizaciones de un banco de inversiones, la imagen extraída de Cosmópolis, la novela de Don DeLillo, en tanto revierte el legendario comienzo del Manifiesto Comunista sintetiza algunas certezas en torno al carácter espectral e implacable del capital financiero: inasible pero presente, determinante en todo lo vivo, fantasmagórico pero hiperbólicamente acelerado por las nuevas tecnologías de la información. El ensayo del filósofo alemán Joseph Vogl despliega críticamente los alcances de ese lenguaje y su insistencia en presentarse como una ciencia exacta e irrefutable. La actual poética de los mercados, que se “inflaman” y forman “burbujas”, para después atravesar “turbulencias” ante la ausencia de “liquidez” debido a la alta “volatilidad”, está plagada de alegorías que se valen de la positividad científica para transformarse en discursos incuestionables. Mientras tanto, la actividad bursátil, de traje y acolchonada mil veces, a la luz de las sucesivas crisis, en realidad estaría más emparentada con el paracaidismo y la cartomancia.
La construcción de esta narrativa capitalista, un sendero semántico orientado por el mercado al que Vogl denomina “Oikodicea” (que suplanta a la vieja Teodicea, propia de la era pre-moderna), se postula no sólo como un ordenamiento natural del mundo, sino también como su mejor versión, aquella susceptible de asegurar “el papel de providencia en la conformación de un orden social justo”. “Así como en la Edad Moderna no sólo la Tierra comienza a girar alrededor del sol, también el dinero comienza a girar alrededor de la tierra.”, dice Vogl, que a su vez cita a Sloterdijk.
Esta narración fue construida sobre las sólidas bases de la filosofía moral y las ciencias físicas: La fábula de las abejas (1705), de Bernard Mandeville, una metáfora que asociaban a la comunidad humana con otras especies, un intento por atenazar la incipiente y despiadada moral mercantil a un esquema de interpretación moral no humano y, por lo tanto, incuestionable; o la “mano invisible” de Adam Smith (1776), que de manera omnisciente ordena el mercado en nombre de la santa providencia del capital. Este camino mistificante alcanzó su expresión más depurada 200 años después con la formulación del teorema de Black, Scholes y Merton (1973), un sudoku imposible que supuestamente aseguraba una dirección superperfecta y márgenes de predicción inauditos sobre la evolución de las cotizaciones. Sólo la Teoría de los Fractales de Benoit Mandelbrot (1975) logró hacer trastabillar el mito de la eficiencia de los mercados al aceptar la existencia de turbulencias intrínsecas e inexpugnables: fallas funcionales e irresolubles en el corazón mismo del organismo.
La jerga del buitre, fabricada con retazos inocentes del iluminismo, se enhebra como un gran acertijo de algoritmos y gráficos que muestran la evolución de las cotizaciones. Así como las palabras, que originalmente designaban ciertas cosas del mundo, se mantuvieron durante siglos amarradas a sus referentes y en algún momento comenzaron a alejarse y convertirse tan solo en palabras, “monedas gastadas que han perdido su cuña”; el movimiento de la economía capitalista presenta los mismos síntomas desde su nacimiento. Mientras que durante cientos de años el papel moneda funcionó siempre como signo de una presencia ausente pero intercambiable, en un momento histórico muy preciso entre la Revolución en Inglaterra y la Revolución Francesa, finalmente las monedas fueron amputadas de sus referencias reales. El nacimiento de esa diferencia ontológica monetaria entre la riqueza existente y los valores circulantes abrió las compuertas de una caja de Pandora que no cesa de replicar valores que, en este momento, no tienen más existencia real que una millonada de tera datos inservibles almacenados en la I-Mac del cualquier empleado de cualquier banco internacional. Mientras tanto, el producto bruto mundial “vale” tres veces menos que el total de los fondos que el capital financiero representa en todo el mundo.
El fin de la Oikodicea estaría dada por el reconocimiento contemporáneo de que las crisis provocadas por los mercados de capitales internacionales son inexplicables y no tiene fundamento en ninguna de las teorías vigentes, que insisten en articular el viejo paradigma de la eficiencia de los mercados con la saturación informativa de la hiperconectividad y la actualización instantánea de datos. Este calamitoso desenfreno de una fiebre del oro que dura para siempre en la mente del capitalismo actual, provoca espasmos incontrolables que se cobran la vida - en el más alto sentido biopolítico - de millones de seres y solamente pueden experimentar la existencia de dichos mercados de capitales como la fatalidad drástica del azar y la casualidad. Vogl registra que estar a merced de un destino no controlado, en un mundo que justamente se abalanza imperativamente sobre la gestión y el control del riesgo, marca el retorno de un arcaísmo que, si vale el término, totemiza las instituciones económicas existentes sobre su propia mistificación. La economía financiera mundial se presenta como un Dios salvaje y cruel mientras emana la apariencia de justicia distributiva, control de las amenazas y racionalidad impaciente.
Paradojal y caprichoso, el sistema de intercambios se vuelve cada vez más riesgoso en la medida que expande sus supuestos mecanismos aseguradores del riesgo. El control del futuro a través de su anticipación amplifica y genera cada vez más mecanismos que apuntan a volver las inversiones cada vez más seguras y rentables. Pero el procedimiento, tautológico y frenético, se parece en su inestabilidad al castillo de naipes y, en su mistificación, a una lenta fosa cavada en los aires.
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