JOHN IRVING
Creador de un mundo literario por derecho propio, siempre lindando con la comarca de Dickens, en su nueva novela, Avenida de los misterios, John Irving se traslada a un México mágico pero nada turístico para ofrendar una construcción realista, moderna y a la vez decimonónica, plagada de personajes bienaventurados, en un cruce entre García Márquez, Salman Rushdie, y, claro está, el propio Irving.
› Por Rodrigo Fresán
En una de sus muchas opiniones contundentes, respondiendo a la tímida sugerencia de que tal vez, quién sabe, no sería posible el que se estuviera repitiendo un tanto en sus libros, el ruso universal Vladimir Nabokov abofeteó al periodista con un “Los escritores derivativos dan una impresión de versatilidad porque imitan a muchos otros del pasado y del presente. La originalidad artística se tiene solo a sí misma para copiarse”.
De tener razón Nabokov entonces John Irving es un artista que fue muy original y tan versátil desde sus inicios y que, a esta altura de su vida y obra, sólo puede imitar y buscar superar a John Irving. El gratificante problema, claro, es que no es sencillo ser más o mejor John Irving que John Irving.
De ahí que –hace ya varios títulos– este autor nacido en Exeter en 1942 se dedique para placer de sus seguidores a ensayar variaciones más o menos sinfónicas alrededor de un aria no por conocida menos disfrutable. Puede afirmarse que luego de esa seguidilla triunfal –entre 1978 y 1994 que fueron El mundo según Garp (1978, próxima a convertirse en miniserie de la HBO), El hotel New Hampshire (1981), la oscarizada por su propio guión Las reglas de la casa de la sidra (1985), su más vendida de todas Oración por Owen (1989) y la más inesperada en su momento pero cada vez con mayor y mejor encaje en el conjunto Un hijo del circo (1994)– los cimientos y pilares del Mondo Irving quedaron sólida y perfectamente establecidos. Así, a saber, a recontar: la vocación literaria como mandato inescapable y la lectura como salvavidas, la familia como unidad tan redentora como catastrófica, freaks y psychos y malos malísimos, la orfandad como el sitio donde conocer a personas muy interesantes, el circo como microcosmos infinito, animales salvajes y deportistas domésticos y el sexo como disciplina olímpica, la guerra como flamígero acelerante, el desprecio por toda manifestación de la religión como ente corporativo y la profunda fe en milagros de santos fuera de todo dogma, estallidos de ternura y explosiones escatológicas, el vínculo indivisible entre hermanos y las figuras paternas (la madre santa pagana y el padre ausente omnipresente) como ídolos tan frágiles, los kilométricos desplazamientos geográficos, las prostitutas por amor al arte y los transexuales que valen por dos, los guiños cómplices para connoisseurs de lo irvingiano y la repetición de frases de uso privado elevadas a los altares de mantras y aforismos y contraseñas, la siempre cálida compañía de los muertos, el vivísimo fantasma de Charles Dickens como figura tutelar y dios verificable y siempre protector previo tránsito por múltiples eufóricas y epifánicas desgracias.
Avenida de los misterios –novela número catorce de Irving y cuyo origen está en un frustrado guión cinematográfico– vuelve a todo lo anterior pero, además, añade algunas novedades atendibles. Por un lado, Irving (seguramente el más estructuralmente decimonónico de los novelistas en actividad: “No soy un novelista del siglo XX, no soy moderno y mucho menos posmoderno. No soy un analista y no soy un intelectual”, avisó respondiendo a las preguntas de The Paris Review) hace volar la trama suspendiendo toda linealidad en un aire de flashbacks, ensueños y alucinaciones, y angélicos y orgásmicos demonios. Por otro, aquí por fin Irving encara lo que siempre se supo que llevaba dentro y que nunca había asomado del todo: su novela latino mágica-realista vía el antecedente europeo de El tambor de hojalata de Günther Grass y las posteriores fantasmagorías de Salman Rushdie. De paso –matando dos zopilotes de un tiro–Irving inscribe a Avenida de los misterios dentro de ese poderoso y jerarquizante subgénero que es la gran novela mexicana escrita por un extranjero.
El vehículo para semejante prodigio es la figura en constante movimiento de Juan Diego Guerrero (¿habrá un nombre más mexicano que este?) otro de sus tantos alter-egos muy parecidos/diferentes a Irving. Alguna vez “niño perdido” en los basurales de Oaxaca (a destacar, a celebrar: el México de Irving no tiene nada de pintoresco o turístico o folk sino otra parte de Irvinglandia, como lo son ya Maine o Viena o Bombay o Amsterdam o Madrid o Vietnam o Toronto), luego rescatado por jesuitas poco ortodoxos y ahora cincuentenario escritor de éxito internacional que se enfrenta al amanecer de su enfermizo crepúsculo arrastrando la condena de “haber sobrevivido a todos a los que amó”.
Juan Diego viaja desde su taller literario en la universidad de Iowa a un festejo en Filipinas para cumplir con la voluntad de un muerto pero, también, por el camino, retorna al pasado donde murió y sigue viviendo su antimística pero clarividente hermanita Lupe (casi una versión hembra de Owen Meany, también con voz rara por una deformación de su laringe) a quien nadie entendía salvo él mientras ella se concentraba, casi macondianamente, en leer las mentes de los mansos y descifrar los rugidos de las fieras de un circo ruinoso. Ahora, a conseguir tan drásticos giros espacio-temporales a Juan Diego le ayuda el haber renunciado a una medicación para normalizar su presión sanguínea que anulaba sus sueños y el insomnio que le provocan una pareja de madre-hija turistas que (Avenida de los misterios es, seguro, lo más carnal que ha desnudado Irving desde Doble pareja) no dudan en casi violarlo en sucesivas camas de hotel que por momento parecen colchonetas de lucha greco-romana. O tal vez –¿Miriam & Dorothy son santas o súcubos?–todo eso sea la imaginación de Juan Diego, quién sabe. También hay aplastantes vírgenes de origen hispánico y azteca batiéndose a duelo (De la Soledad versus De Guadalupe) a través de sus fieles, ingente consumo de resucitadora Viagra, perros cabrones corriendo por los tejados y domadores feroces, debates sobre la naturaleza del aborto y la estupidez de los críticos literarios, y la certeza de que cualquier cosa puede suceder. Y sucede.
Alguna vez, hace muchos años, interrogado acerca de por qué hacía pasar a sus criaturas por situaciones tan dramáticas, Irving respondió que le parecía una falta de consideración, habiendo tanta gente real que sufre, que sus verdaderos personajes no sufrieran también. En otra ocasión, apuntó que “escribir una novela no es otra cosa que salir en la búsqueda de víctimas”. Avenida de los misterios busca y encuentra y rebosa de sufrimientos y de víctimas pero –como sucede en el mundo según Dickens que limita con el de Irving– su trazado final es redentor y bienaventurado y, sí, Lupe tiene razón cuando le explica y le ruega a su hermano que nunca olvide que “nosotros somos los milagros”.
Y es imposible no creerle y no creer en esta novela original y artística que ha vuelto a escribir John Irving –por suerte para nosotros– copiando nada más y nada menos que a un tal John Irving.
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