PHILIP ROTH
A comienzos de los años setenta Philip Roth era un joven narrador de inmenso prestigio y un cronista revulsivo de la condición judía en los Estados Unidos. Pero tenía ganas de sacudirse ese rótulo. Así, se lanzó a publicar un terceto de novelas “cómicas”. Una de ellas, La gran novela americana, se distribuye en Argentina en su más reciente reedición: es la historia de la Liga Patriota, una liga ficticia de béisbol y la conspiración comunista que quiere eliminarlos. Y Roth se divierte y divierte desde el título invocando esa quimera tan inalcanzable como siempre presente.
› Por Rodrigo Fresán
Fuera de tiempo, jugando con o contra ella después –pero en realidad mucho antes– de esa cumbre que es El teatro de Sabbath y la Trilogía Americana (Pastoral americana, Me casé con un comunista, La mancha humana) y en la elevada planicie última de La conjura contra América, Sale el espectro y las novelas breves El animal moribundo y el ciclo Las Némesis (Elegía, Indignación, La humillación, Némesis); lo cierto es que La gran novela americana se lee hoy como algo aún más raro de lo que fue en el momento de su publicación, en 1973.
Entonces, en perspectiva, cabe pensar que un Philip Roth (Newark, 1933) acaso saturado e intoxicado por las radiaciones de ese mega best-seller que trascendió lo literario convirtiéndose en fenómeno sociológico que fue El lamento de Portnoy (1969), decidió divertirse un rato, tomarse un sabático largo y, sí, hacerse un poco el loco. Hasta entonces, Roth era considerado un joven narrador de inmenso prestigio y, a su vez, un profundo revulsivo de la condición judía en el paisaje norteamericano. Cabe presumir que estaba cansado y con ganas de desconcertar y –al menos así lo estipula Claudia Roth Pierpont en su reciente estudio de vida y obra Roth desencadenado: un escritor y sus obras (Literatura Random House)– también desconcertado y cansado por no saber muy bien cómo seguir.
De ahí, en rápida sucesión, tres títulos que pueden ser considerados su terceto cómico y que a la crítica de entonces no le causaron mucha gracia: Nuestra pandilla (de 1971, sátira feroz de la administración Nixon), El pecho (de 1972, donde el insecto kafkiano muta a pecho gigantesco), y esta La gran novela americana (de 1973 pero en realidad escrita antes que El pecho; ya conocida en español, en Emecé Argentina, como La caída de los ídolos).
Y La gran novela americana –el mismo Roth la define en sus ensayos de Lecturas de mí mismo como “una desviación extrema”, un juguetón fuera de juego– se divierte y divierte desde el título invocando a esa quimera inalcanzable pero siempre presente. El trofeo definitivo. Ese fantasma verdadero de la Great American Novel que puede ser una ballena blanca, o una joven heredera/casadera perdiéndose y encontrándose en el Viejo mundo, o un millonario obsesionado por una luz verde en la otra orilla, o un chico de Chicago creciendo eufórico durante la Gran Depresión, o un desorbitado viajero espacio-temporal, o un basquetbolista de instituto devenido vendedor de automóviles japoneses, y siguen los personajes. En su momento, aquí, Roth bromeó con colectivizar la especie proponiendo a una triunfal saga de un perdedor equipo de béisbol como imposible candidato a la gloria.
Las ficciones sobre el llamado “pasatiempo nacional” ya cuentan con clásicos indiscutibles (El mejor de Bernard Malamud), novelones de culto (The Brother K de David James Duncan), libros hito (Submundo de Don DeLillo) o debuts muy promocionados (El arte de la defensa de Chad Harbach). Y lo cierto es que un deporte cuyos rumbos están firmemente trazados en el campo de juego pero, a la vez, cuyos partidos se sabe a qué hora empiezan pero no cuándo terminan puede aportar mucho a una máquina narrativa. Aquí, Roth –quien siempre se confesó un amante de este juego, “uno de los pocos temas de los que sé mucho”, y que hasta compitió en el Iowa Writer’s Workshop en un equipo de escritores que solía batirse contra un equipo de poetas– escupe de costado, ladea su gorra, y se calza el guante de Word Smith –anciano periodista deportivo recluido en un asilo– para batear la demencial saga de los Ruppert Mundys de New Jersey. Un especie de versión beisbolera de La conjura de los necios con la Liga Patriótica como telón de fondo y un equipo de decadentes y veteranos y neuróticos y alcohólicos y hasta lisiados que se queda sin estadio al cedérselo al Departamento de Guerra en 1943. A partir de entonces, los Ruppert Mundys se ven obligados a vagar casi sin rumbo, perdiendo ciento veinte de ciento cincuenta y cuatro duelos. A lo largo y ancho de ese tránsito, jugadores con nombres de antiguas deidades (Gil Gamesh es, además de espía comunista, el único deportista profesional babilonio-norteamericano), guiños para amantes del asunto, momento muy graciosos, chistes muy malos (ese comienzo que alude a la primera línea de Moby Dick), apariciones de Hemingway y Mao, y en más de un tramo descontrolado la perturbadora sensación de que Roth se la está pasando mucho mejor que sus lectores. Recuérdenlo: en un momento de sus lamentaciones Alexander Portnoy exclama: “¡Oh, ser nada más que un jugador en el centro del campo!” Deseo concedido.
Desde el aquí y el ahora –y para citar dos nombres de dos astros recientes con ganas de ganar la partida– La gran novela americana está más cerca del David Foster Wallace de La broma infinita que del Jonathan Franzen de Las correcciones. Pero no tiene demasiado sentido sacar al campo del presente a esta rareza que, como las verdaderas rarezas, nunca envejece porque nunca ocupo los primeros puestos. La gran novela americana sigue jugando tan perfectamente mal como los Ruppert Mundys cuando, satisfecho y habiéndose dado el capricho, Roth dejó el diamante de césped y regresó a la mina de diamantes de su escritorio.
Al año siguiente, en 1974, publicaría la magnífica y oscura y desesperada y autobiográfica Mi vida como hombre donde por primera vez escribe para que lo leamos el nombre de Nathan Zuckerman.
Y ya saben cómo sigue el campeonato: Philip Roth –aunque, ya retirado, le sigan negando la copa del Nobel– batea una y otra vez home-runs fuera del estadio, por todo lo alto, hasta el infinito y más allá. Enviando la pelota lejos, muy lejos. Casi más lejos que nadie, que ninguno, en los últimos tiempos. Y aún así, paradójicamente, dejándola caer muy cerca nuestro para que la cojamos y, con admiración, juguemos con ella, con él.
Cómo se extraña ya –disfrutar de La gran novela americana como de un consolador replay– el ir a verlo y a leerlo jugar.
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