SVEN KELLERHOFF
A partir de este año, las obras propagandísticas de Adolf Hitler entraron en el dominio público. Una buena ocasión para que el periodista Sven Kellerhoff pusiera manos a la obra: investigar y contar la verdadera historia de Mi lucha desde el momento en que Hitler empezó a escribirlo en prisión después del fallido putsch de la cervecería. El resultado es una desmentida de muchos de los mitos que rodearon al libelo y una historia de las sucesivas ediciones que se conocieron en Alemania, en Europa y luego en el resto del mundo, desde su apabullante condición de best-seller hasta su total prohibición.
› Por Sergio Kiernan
Es algo que a la industria editorial no le interesó destacar, por lo que pasó calladito, comentado nada más que entre especialistas y policías. El 31 de diciembre a la medianoche, con el arranque de este año, se acabó el copyright del mayor bestseller de la lengua alemana. A setenta años de la caída de Berlín, a setenta años calendario de su suicidio, la obra completa de Adolf Hitler pasó al dominio público. Los gobiernos y sobre todo el gobierno alemán ya no podrán perseguir ni a los neonazis que quieran difundir Mi lucha, Mi testamento o las aburridas colecciones de discursos, ni a los académicos que quieren hacer una edición anotada y se encuentran con el viejo truco de los derechos de autor. Las puertas se abrieron.
El periodista Sven Felix Kellerhoff, que por algo es periodista, se fijó en la fecha y publicó este Mi lucha, la historia del libro que marcó el siglo XX, editado en castellano por Crítica. Kellerhoff deconstruye prolijamente el tomo de Hitler, recuenta sus traducciones, explica sus usos, desarma ciertos mitos y relata su larga posguerra de ediciones pirata, copias originales vendidas bajo el mostrador y nuevos usos como propaganda islámica antisemita. Pero sobre todo recupera al Hitler previo al Fuhrer, el político medio petiso y medio marginal que necesitaba votos, necesitaba leales y más que nada necesitaba plata.
La historia de Mi lucha arranca con la cárcel del líder del partidito nacional socialista alemán, producto de un desubique raro en el personaje. Hitler tenía base más que nada en Munich, la capital de Baviera, pero decidió que le iba a robar una idea a su admirado Mussolini: tomar la ciudad y marchar sobre Berlín como el italiano había marchado sobre Roma. Fue el famoso putsch de la cervecería, que terminó con un par de refriegas duras en la calle, varios nazis muertos y un papelón político. Hitler y sus comandantes fueron arrestados, condenados por traición armada y enviados en 1924 a la prisión de Landsberg.
Pero el rigoreo fue relativo, porque buena parte del estado bávaro ya seguía o admiraba a los nazis, con lo que Hitler se encontró en una celda grande y asoleada, amueblada como un living burgués, y con otra al lado como dormitorio. Los prisioneros nazis eran VIPs, no estaban sujetos a la disciplina penal y no sólo recibían paquetes y visitas, sino que hasta podían contratar sirvientes y secretarias. Fue entonces que Hitler decidió sentarse y escribir un libro en el que volcar su vida y sus ideas.
Kellerhoff se divierte pinchando globos sobre el resultado final. El primero, y grandote, es que Hitler no fue el autor del libro. El periodista descarta a Rudolf Hess, vecino de celda y secretario personal, y a otros posibles autores citando análisis de originales y de estilos de composición, de paso dejando a más de uno preocupado por cuántas “reliquias” manuscritas del Fuhrer fueron preservadas todos estos años. El siguiente globo es que el libro sea, en conjunto, un simple plagio. Eruditos diversos reconstruyeron los diversos afanos de Hitler, quien raramente citaba el nombre de otros autores y se servía de párrafos enteros sin problema. De hecho, una de las sospechas surge de que sea una obra de 800 páginas dedicada a la política, el racismo, la filosofía y la historia que no tiene índice temático, bibliografía o notas al pie. Pero Kellerhoff convence de que Hitler era más egomaníaco que copión y que simplemente adoptaba como propias ideas que le sirvieran, cosa común entre políticos.
Con lo que queda el globo más grande de todos, un Zeppelin: ¿qué se puede creer de lo que escribió Hitler? La parte autobiográfica, la que cuenta su supuesta lucha, es un campo minado de mitificaciones, falsedades a designio y errores, con silencios cargados en cuestiones como la relación personal del autor con los judíos. Hitler no cuenta que vivió en un asilo de indigentes en Viena, pasa por encima de sus problemas con la policía y se olvida de mencionar que, técnicamente, había escapado del servicio militar en Austria. Su antisemitismo es real –“judío” es la palabra más abundante en el libro– pero parece surgir de alguna nube ideológica. Por esta autobiografía el lector no sabrá que el médico de su familia era judío o que el oficial alemán que le consiguió la Cruz de Hierro también lo era. De hecho, Hitler se presenta como descubriendo el poder oculto de los judíos antes de la primera guerra mundial, pero no hay un solo testimonio, indicio o documento que pruebe que el tema le interesara antes de 1919.
Si bien la ideología de Mi lucha es tristemente coherente, cuando se ven las cosas de cerca el libro tiene más contradicciones que Donald Trump. En un capítulo Italia es un aliado natural, en otro un enemigo posible. Al comienzo Gran Bretaña es una compañera de ruta, por la mitad es un pérfido imperio. Dentro de ciertos temas, la propiedad privada es un robo, dentro de otros es una certeza. Lo que queda en claro y fue detectado cuando se publicó el libro, es la tremenda vocación de violencia de Hitler, su desprecio por cualquier orden internacional o frontera, su convicción de que Alemania se asfixiaba si no colonizaba el Este europeo. Polonia, Rusia y los Balcanes quedaban debidamente avisados, junto a sus poblaciones judías.
Mi lucha fue pensado como un best-seller, pero le costó llegar a ese lugar. Las primeras ediciones vendieron bien, pero no tanto, apenas lo suficiente como para que Hitler se comprara un impresionante Mercedes Benz. Recién en 1930 las ventas se empezaron a hacer masivas, cuando los nazis subieron en el voto y todo el mundo quiso saber qué pensaban. Tres años después, al llegar al poder, Hitler era millonario, tenía casa en las montañas y le debía mucho al fisco (detestaba pagar impuestos). En los años en el poder, Mi lucha se transformó en un libro obligatorio y llegó a vender 12.400.000 copias, lo que lo hace de lejos la obra más vendida en la historia de la lengua alemana. La última edición fue de 1944, después ya no habría más papel.
Alemania se cuidó mucho de traducir el original entero y distribuirlo por el mundo. Sólo Dinamarca, una “hermana racial” tuvo el privilegio de leerlo entero. En inglés, castellano, portugués, árabe, francés e italiano se publicaron versiones de apenas 300 páginas, editadas como para que el antisemitismo fuera lo principal. Stalin se hizo traducir completa la obra y, según testimonios de la época, lo leyó “absorto”. El soviético bien puede haber sido casi el único –Goebbels lo leyó también y dejó largas anotaciones en sus diarios– porque una legítima pregunta de Kellerhoff es si Mi lucha no era más comprado que leído. Es difícil realmente decirlo, pero un indicio fue la prohibición absoluta de todo resumen, digesto o edición de bolsillo durante el Tercer Reich.
Con la derrota alemana, millones de copias fueron destruidas, en los bombardeos o como para que los aliados no las vieran. El copyright de la obra pasó al estado bávaro, que luego se lo traspasó a la República Alemana, y los parientes de Hitler, que los tenía, nunca pudieron ver un mango. Este derecho de autor fue el arma para prohibir terminantemente toda edición de Mi lucha y limitar su circulación a las copias ya existentes, vendidas en librerías anticuarias.
Por supuesto, luego vino Internet y el scanner, con lo que la prohibición quedó casi anulada, y siempre hubo alguna edición circulando por ahí. editada lejos del alcance del gobierno en Berlín. Como la rigurosa traducción inglesa, minuciosamente anotada, que se podía conseguir en cualquier librería de la Sudáfrica del apartheid, un tomazo de 900 páginas contrabandeado por nazis, estudiosos y algún periodista curioso.
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